Ejemplos de santidad |
19 de octubre
Presbíteros, y compañeros, mártires No moriré sino por ti Jesús, que te dignaste morir por mí De los apuntes espirituales de san Juan de Brébeuf Durante dos años he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por que han pasado los mártires. Mi Señor y Salvador Jesús, ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano la copa de tus dolores, invocando tu nombre. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mi dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo. Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría; por eso, mi amantísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ya ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo, que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús! Dios mío, ¡cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exterminado de ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de sufrir, con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos en esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo solo. Oración Oh Dios, tú quisiste que los comienzos de tu Iglesia en América del Norte fueran santificados con la predicación y la sangre de san Juan y san Isaac y sus compañeros, mártires, haz que, por su intercesión, crezca, de día en día y en todas las partes del mundo, una abundante cosecha de nuevos cristianos. Por nuestro Señor Jesucristo.
Biografía SAN JUAN DE BREBEUF Y OTROS MARTIRES DEL CANADÁ († 1646-1649) Aquellos aventureros del primitivo Canadá francés eran, en su mayor parte, de confesión calvinista. No obstante, en 1615, Champlain hizo venir algunos franciscanos recoletos, que comenzaron a predicar el Evangelio, y uno de ellos, fray José Le Caron, adentrándose por las enormes selvas deshabitadas que cubrían la región de los lagos, alcanzó el país de los indios llamados hurones, De este modo iba a quedar señalado el primer objetivo de las misiones canadienses. Las tierras de la orilla meridional del San Lorenzo y del Ontario estaban habitadas por las temibles tribus iroquesas. Los algonquinos vivían en la otra orilla, En medio de estas dos grandes familias indígenas rivales se hallaban aisladas otras tribus de pieles rojas, numéricamente menos importantes; entre ellas, los hurones. Todos los indígenas de aquellos parajes practicaban la vida nómada, como corresponde a los pueblos cazadores. Los hurones, aunque sin abandonar la vida errante, cultivaban temporalmente algunas parcelas y se hallaban iniciados en la evolución al sedentarismo, propio de la vida agrícola. Por eso, ellos parecieron el objetivo inmediato más propicio a la obra misional. Cuando en 1623, llamados por los misioneros franciscanos, llegaron al Canadá los primeros jesuitas, uno de los cuales era el gran apóstol San Juan de Brébeuf, se aplicaron con todo ardimiento a la misión de los hurones, región que Brébeuf alcanza en 1626, después de vencer incontables dificultades que oponían el clima, la tierra y los indios. Entre tanto, Richelieu había decidido quebrantar el poderío de los hugonotes en Francia, que se sublevaron y resistieron con las armas en La Rochela y en Provenza, hasta ser sometidos por la fuerza (1627-1629). Un apéndice de esta lucha tocaba al Canadá. En 1627 Richelieu anuló los privilegios comerciales de los hugonotes de Quebec y fundó la Compañía de los Cien Asociados, para la explotación colonial de Nueva Francia. Los calvinistas de La Rochela habían llamado en su auxilio a Inglaterra, que, en efecto, hizo la guerra al Gobierno de Luis XIII. De tal manera, una expedición militar inglesa se apoderó de Quebec en 1629 e hizo prisioneros, sin distinción, a católicos y hugonotes, Entre los prisioneros se hallaban los padres jesuitas de la misión. Pero en 1632 Francia recobra el Canadá (tratado de Saint-Germain-en-Laye). Los jesuitas vuelven a la obra interrumpida y ahora con mayor denuedo, dirigidos por el padre Paul Le Jeune, primero, y luego por los padres Jerónimo Lalemant y Paul Ragueneau, como superiores. Se abre en Quebec un "seminario" para la formación cristiana de los niños y jóvenes indígenas, que serían allí reunidos: intento vano o prematuro, porque los niños pieles rojas huyen pronto al campo, incapaces de acomodarse a la vida sedentaria y ordenada de aquel centro escolar. Se diseminan los misioneros por las tierras de los hurones, fundándose una serie de "casas" o bases de actividad apostólica (San José, San Ignacio, San Luis, Santa María, esta última cuartel general de la misión en plena selva). Allí pondrán de relieve el temple y celo misionero un grupo de jesuitas, que tienen que vencer los obstáculos de la naturaleza inclemente y sobreponerse a la animosidad de los indios hostiles y al recelo de los que se titulan amigos. En este medio se acrisolan y fortalecen las almas heroicas del padre Brébeuf, el fundador de la misión huronesa, y de sus compañeros. Día a día, obscuramente, sin actos ostentosos que exhibir, aislados en las inmensidades de bosques y praderas que el hombre blanco ignora (porque están lejanas las factorías de los traficantes), ellos cumplen el mandato divino del apostolado con espíritu ignaciano. Cientos de kilómetros recorridos de poblado en poblado, de campamento en campamento, para llevar a todas las gentes la voz del Evangelio, tras ardua preparación. Ha sido preciso estudiar sobre el terreno las costumbres de los indígenas, adaptarse a ellas, conocer su lengua y modos de expresarse, el mundo de sus representaciones mentales, para que disciernan la nueva religión que se les predica y los ritos mágicos o supersticiones que practican. El sentido de la eficacia de la Compañía de Jesús está presente en los métodos misionales. Se trata de reducir a los salvajes a la vida sedentaria; para convidarles a ello habrá que derrochar paciencia y generosidad. El padre Le Jeune, en su Relación de 1634, advirtió cuán inútil era intentar la conversión de los nómadas y cuán impensable la sedentarización de los indígenas sin un gran esfuerzo de caridad, ayudándoles. a trabajar la tierra. El sufrimiento físico, las epidemias y la muerte violenta acechan a los misioneros a toda hora; pero la muerte no puede acobardar a quienes han de tener talla de mártires. En uno de aquellos días de su continua azarosa existencia, el padre Brébeuf ha hecho voto formal y ofrenda de su vida: "Dios mío y salvador mío, ¿qué podré ofrecerte a cambio de todo lo que Tú has sufrido por mí? Quisiera alejar de Ti el cáliz e invocar tu nombre... Mi Señor Jesús, yo hago voto solemne de no rechazar de mi parte la gracia del martirio si, en tu bondad infinita, un día cualquiera me la llegaras a conceder a mí, tu indigno servidor... Y en consecuencia, Jesús mío, yo te ofrezco alegremente desde hoy mi sangre, mi cuerpo y mi alma, de suerte que yo pueda morir sólo por Ti, si Tú me concedes esta gracia, Tú que te has dignado morir por mí. Hazme capaz de vivir de tal manera que Tú puedas finalmente otorgarme esta muerte". Eran éstos los deseos más sublimes del padre Brébeuf y de los otros compañeros de la Compañía de Jesús, deseos que un día no lejano se verían cumplidos. Sentio me vehementer impelli ad moriendum pro Christo. También el padre Isaac Jogues había suplicado: "Señor, dame a beber abundantemente el cáliz de tu pasión"; y una voz interior le advirtió que su súplica había sido escuchada. Jesús, su amigo, aceptó pronto la oblación ofrecida. juzgó digna de coronarse con la palma del martirio la vida de aquellos soldados de su milicia, que no sólo habían probado virtudes heroicas en la resistencia al sufrimiento del cuerpo, sino también en la práctica de la humildad, de la obediencia y de la caridad. Cuando la hora trágica del exterminio llegó para el pueblo de los hurones, a su lado pereció un grupo de jesuitas que no quiso rehuir el peligro anunciado, ni abandonar a sus ovejas. Precisamente esa hora terrible se descargó sobre las misiones del país hurón cuando su estado, en apariencia floreciente, hacía concebir lisonjeras esperanzas a los misioneros. Los iroqueses habían desencadenado desde 1642 una guerra implacable, armados por los colonos holandeses establecidos en Nueva Amsterdam, la factoría de la desembocadura del río Hudson (más tarde Nueva York). Las tribus algonquinas y huronesas, aliadas de los franceses, padecieron un feroz ataque. Bajo la amenaza que se cernía, el padre Jogues se ofreció a llevar un mensaje a Quebec desde la misión de Santa María. La flotilla en que viajaba fue capturada por los iroqueses y el padre Jogues y el hermano Renato Goupil, que le acompañaba, quedaron prisioneros. Goupil perdió la vida el 29 de septiembre de 1642, a manos de un indio enfurecido, al verle cómo predicaba a sus verdugos; Jogues soportó un cautiverio de trece meses, durante los cuales padeció bárbaras crueldades, verdadero primer martirio no consumado entonces con la entrega de la vida, pero sus manos mutiladas constituyeron vivo testimonio del sacrificio exigido a aquellos apóstoles. Rescatado en 1643 por un capitán holandés y tras una corta estancia en Francia, el padre Jogues vuelve en 1644 al Canadá, donde prosigue su labor de misionero en Montreal. Dos años después se le pide que lleve a cabo una gestión de paz entre los iroqueses. El recuerdo de las torturas sufridas no le hizo vacilar: "Sí, reverendo padre —escribe a su superior—, yo quiero únicamente lo que Dios quiere, aun a riesgo de mil vidas". Pero no era aquella su hora. El martirio le aguardaba más tarde, cuando fue destinado a tantear, con el hermano Juan Lalande, la evangelización de los iroqueses, aprovechando la transitoria calma conseguida aquel año. El padre Jogues se llenó de alegría: "Me tendría por feliz si el Señor quisiere completar mi sacrificio en el mismo sitio en que comenzó". Allí, en efecto, le fue dado sufrir en su cuerpo torturas salvajes, hasta que el 18 de octubre de 1646 era degollado. Al día siguiente se consuma el martirio de Lalande, ejemplo de vida humilde y callada al servicio de la obra misional. Los iroqueses habían aniquilado primeramente a los algonquinos. Tras la pausa de 1646, volvieron a la guerra. En 1648 alcanzaron el país hurón. El 4 de julio de aquel año arrasaron la misión de San José, donde el padre Antonio Daniel, el dulce amigo de los niños, sufrió la muerte; asaeteado por las flechas de los indios, fue rematado a tiros de arcabuz. En la primavera del siguiente año el paso desolador de los iroqueses arrollaba las misiones de San Ignacio, San Luis y Santa María. El padre Brébeuf y el padre Gabriel Lalemant, hechos prisioneros por los salvajes, padecieron atroz martirio, cuyos detalles espeluznantes se resiste a describir la pluma. Por fin, el 7 de diciembre de 1649 le tocaba el turno a la misión de San Juan Bautista, donde el padre Carlos Garnier fue muerto en la refriega, mientras exhortaba a los cristianos a recibir la muerte con alegría Su compañero de misión, el padre Natalio Chabanel, había dejado poco antes San Juan Bautista para dirigirse a San José. Las últimas palabras que de él sabemos son éstas: "Esta vida vale poco; en cambio, la felicidad del cielo no me la podrán arrebatar los iroqueses". Pero no fueron los indios enemigos y feroces los que consumaron su martirio. Al padre Chabanel le fue dado probar, junto al dolor físico de la agonía, la hiel amarga del "martirio del corazón", porque fue precisamente un hurón apóstata quien le ocasionó la muerte. La corona de aquellos héroes de la fe se adornó luego con la veneración de las gentes del Canadá y con los celestiales favores alcanzados por su mediación. De este modo, el 29 de junio de 1930 estos ocho santos mártires de la primitiva iglesia canadiense fueron solemnemente canonizados. VICENTE PALACIO ATARD |