Nuestra Señora de Luján
8 de mayo de 1971
Cuando uno examina las religiones que pretenden -fuera de la cristiana- relacionar a Dios con el hombre, se encuentra ante dos tipos de ellas: las que describen a la divinidad como un Ser lejano, mayestático, tiránico y, a veces, cruel -como las sanguinarias deidades mesopotámicas o aztecas- y aquellas que rebajan a Dios a la medida del hombre, de tal modo que no se diferencia de nosotros, sino por tener apetitos y vicios más refinados o dispendiosos -como los dioses del simpático carnaval del Olimpo griego-.
El hombre logra encontrar al verdadero Dios, recién, en la admirable síntesis de lo lejano y lo cercano, lo infinito y lo mensurable, lo terrible y lo tierno, la eternidad y el tiempo, que es la Persona, estupenda, del Verbo encarnado: Jesús, el Cristo, el Hijo de María.
Dios, sin rebajarse lo más mínimo en su infinita dignidad, se hace amigo, compañero, camarada nuestro, en afecto y comunicarse humanos. Y lo hace mediando la más espléndida de las criaturas salidas de Sus manos: María, la mujer de José, el carpintero de Nazaret.
Pero María no es solamente la puerta física por donde la Segunda Persona de la Trinidad entra en el mundo. Ella, Madre de Dios, queda asociada para siempre en la obra de engendrar a Cristo en los corazones de todos los hombres. Ella, Madre de Jesús, en la admirable ternura de su alma apta para amar al Verbo, es capaz de amarnos a cada uno de nosotros con esa misma ternura sin límites.
María es, así, el típico ejemplo de cómo la Redención ha querido seguir senderos bien humanos. ¡Qué profunda demostración de la sabiduría, pero, sobre todo, del afecto y cariño de Dios, la presencia femenina de María en su plan de salvación! ¡Qué cosa fría, severa y desnuda, el cristianismo protestante, despojado de su figura!
Muchos reprochan al catolicismo el haber elevado a una simple mujer a la categoría de "casi divina". Todos sabemos la falsedad de esta acusación. Pero, aun a costa de malos entendidos, ¡qué enorme consuelo saber que una mujer -mujer de nuestra humana raza y sangre- ocupa privilegiado lugar en la dispensación del Amor de Dios! Y que esa misma mujer, a través de la cual Dios se dio a Sí mismo en la Persona de Jesús, sigue cuidando, por voluntad de Dios, de cada uno de nosotros, con la solicitud y el cariño que una mamá tiene por sus hijos.
Pero ella no sólo nos quiere mirar desde la historia, hace dos mil años; ni desde su cuerpo, ya en el cielo pero invisible para nosotros. Así como Jesucristo, también en el Cielo, multiplica Su presencia entre nosotros en el estupendo sacramento de la Eucaristía, así María, de una manera sin duda inferior, pero similar, 'icónica', nos mira y se deja mirar bien de cerca desde la proximidad de sus apariciones, de sus imágenes y de sus muchas advocaciones. María se hace india en México, negra en África, amarilla en Asia, española en España, italiana en Italia. En nuestra patria se hace argentina.
Todos conocemos la historia de nuestra Virgen de Luján. Una carreta que no avanza; una caja que se abre. La voluntad de María de quedarse en ese lugar, para nosotros. No hay apariciones, no hay palabras, no hay milagros estrepitosos. Sólo el callado milagro de la gracia, la tierna presencia de la Madre, la devoción de un pueblo que acude en masa a amarla.
Salvo casos excepcionales, como Guadalupe, Lourdes y Fátima, podemos decir que los miles de santuarios marianos surgidos en todo el mundo han nacido de manera parecida: Pompeya, Montenero, Itatí, Monserrat, Copacabana, Andacollo, Covadonga... María que decide quedarse, silenciosamente, entre sus hijos. Ninguna revelación, ningún mensaje, ninguna palabra. Sólo su presencia, de por sí elocuente.
Ella no necesita hablar. Basta que esté. En silencio.
Silencio que ha desaparecido del mundo en nuestro tiempo. El ruido se ha hecho parte inseparable de nuestra existencia cotidiana. No hay tiempo ni lugar donde no nos alcance la música o la palabra -o mejor, el ruido y la charlatanería-. Y no hablo sólo del bochinche que atraviesa el sentido del oído, sino del que entra por nuestros ojos y el que sale constantemente de nuestros labios. La propaganda nos golpea con sus afiches a cada paso, en las esquinas, en el techo de los subterráneos, en las paredes de los rascacielos. La oscuridad de la noche (hecha para el silencio y la oración) se puebla de los latidos constantes en verde y colorado de los carteles luminosos. Los parlantes atruenan los barrios, las bocinas destrozan los nervios. Y, hasta en el interior de nuestras propias casas, nos invade la televisión, y las radios nos persiguen hasta las cocinas y los baños.
¡Hasta la serena liturgia de la Iglesia parece haber sido contaminada de charla y alharaca! Y no digamos nada de la proliferación de mesas redondas, cursillos, documentos, papeles, declaraciones, monjas locuaces y sacerdotes espectáculos.
No queda ni el recurso de irse al campo o a las afueras, porque las diminutas radios a transistores nos siguen a todos lados.
Es que vivimos épocas de terrible vacío interior. Los hombres ya no meditan, no se detienen, no contemplan, apenas piensan. Necesitan que alguien piense por ellos, precisan ser llenados desde fuera. Sólo lo que impacta nuestros sentidos logra hacernos reaccionar. Vivimos constantemente sacudidos desde fuera, como la apariencia de vida de las hojas secas o los papeles arremolinados por el viento.
Se diría que las cosas ya no valen por lo que son, sino por el ruido que hacen o las rodea. Vende más no el mejor, sino el que logra la propaganda más eficaz; gana las elecciones el que más batifondo hace durante la campaña electoral; logra la fama la actriz más escandalosa.
Empero, el ruido no llena, y el hombre sigue vacío por dentro. ¡Quién no conoce la sensación de vacuidad que deja en casa un televisor descompuesto, una radio que no funciona, la ausencia de la vecina charlatana que ya no nos visita!
Y, sin embargo, los grandes acontecimientos se engendran y nacen en el silencio. En el silencio de la eternidad el Padre engendra al Unigénito; en el silencio de los tiempos pronuncia las palabras que crean al mundo; en el silencio de María, Jesús viene a la tierra; en el silencio de la cruz y del sepulcro, Cristo nos salva. Todas las cosas que valen realmente la pena han nacido del silencio: las grandes obras literarias, la música, la pintura.
Hay pocas palabras que merezcan ser pronunciadas, y menos aún, que merezcan ser oídas. Dios dijo todo lo que tenía que decir en una sola: la Palabra por excelencia, el Verbo Eterno. María, apenas habla en los Evangelios. Y, a lo largo de los siglos, muestra su fecunda presencia silenciosa en sus santuarios.
Porque, la palabra no es el ruido que sale de nuestra boca, sino lo que ella significa a nuestra inteligencia y a nuestro corazón. Si no tenemos nada que decir, ¿por qué atronar los oídos de nuestro prójimo con sonidos vacuos? Se pregunta San Agustín, "¿para qué sirve el estrépito de la boca si el corazón permanece mudo?" Solo merece ser dicha y pronunciada la palabra la palabra que se engendra en el silencio.
No hay peor mudo que el charlatán; ni peor sordo que aquel que escucha constantemente; ni ciego más ciego que el que permanece con sus ojos abiertos todo el día
Es en el silencio -que no es mera ausencia de sonidos, sino plenitud de ser y de conocer- donde Dios siembra Su palabra.
Por eso -y hablo especialmente a las misioneras de San José de Flores- debemos amar el silencio. El Cristo que debemos llevar a los demás nace en el silencio. Y solo preñados de Cristo, a semejanza de María, en el callar de nuestra oración, debemos visitar a nuestra prima Isabel. Y entonces un gesto, una sonrisa, una palabra, podrán más que toda la habilidad dialéctica de nuestra cháchara vacía.
Que María argentina, María compatriota, María de Luján, María del Silencio, así nos lo enseñe. |