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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Nuestra Señora de Luján
8 de mayo de 1972
A las Misioneras de San José de Flores

¿No es verdad que muchas veces nos hemos preguntado por qué Dios ha permitido tantos males en el mundo? ¿No hubiera podido Él, omnipotente como es, crearnos directamente en el cielo? ¿Qué mezquindad lo habrá llevado a probarnos en este difícil camino del valle de lágrimas de nuestra terrena vida?

¡Pobres criaturas nosotros; tratando de comprender sus designios!

Pero, algo podemos responder.

Desde el punto de vista filosófico –y Vds. perdonarán que me meta en un sermón en temas especulativos- sería contradictorio y, por tanto, imposible metafísicamente, crear un espíritu que no pudiera gozar de libertad, incluso de pecar, aunque más no fuera un solo instante. Si no tuviera libertad, el ángel o el hombre, no sería espíritu, tendría la misma capacidad de decisión de una piedra o de un ser instintivo. Su espiritualidad, y por lo tanto el ejercicio de la libertad, son condiciones que ni siquiera Dios puede obviar si quiere conceder la felicidad eterna a un ser racional. No puede ofrecérsela sino a una libertad creada. Y es justamente la libertad lo que nos hará disfrutar el cielo como, de alguna manera, conseguido por nosotros mismos.

Desde el punto de vista teológico, a la luz de la Escritura, debemos decir que, así como en los cuadros o en los teatros la luminosidad de las figuras principales resalta con la obscuridad de las secundarias, así, en el mundo, la belleza de los buenos se agranda en el contraste con la fealdad de los malos. La virtud de los santos aumenta en las pruebas de los males que les aquejan. ¿Cómo hubiera ostentado Cristo hoy sus gloriosas llagas si, mediante la Cruz, no hubiera debido redimirnos de nuestros pecados? ¿Dónde estaría el triunfo de los mártires si no hubieran existido perseguidores de los cristianos? ¿Cómo podríamos avanzar en el amor y la santidad si no obstáculos que enfrentar, tentaciones que vencer, cruces que llevar? Cristo Jesús no hubiera sido ‘salvador' –¡y qué glorioso y dulce el nombre Salvador!- si no hubiera habido hombres pecadores que salvar. “ Todo ” –dice San Pablo- “ contribuye, finalmente, a la gloria de los elegidos.

Bueno ¿a qué vienen todas esas cosas difíciles –dirán ustedes- en el día de la Virgen de Luján?

Es que estoy hablando especialmente a las Misioneras de manzana de la Parroquia de San José de Flores, a quienes mucho debemos agradecer por el trabajo paciente y cansador con el cual, como hormiguitas, llevan la presencia de la Iglesia a tantos hogares.

Sí, mucho debemos agradecerles, y tienen legítimos motivos para sentirse justamente orgullosas de su tarea.

Pero –y es de lo que hoy quiero hablar- mucho más motivos tienen para sentirse humildes y para, ellas también, agradecer a Dios.

Primero, porque Dios les da la gracia, como a todos los cristianos, de la libertad y de la vida sobrenatural. Por esa libertad ejercida en estado de gracia, mediante sus opciones concretas de todos los días frente a las instancias del bien y del mal, sabrán ir paulatinamente mereciendo el cielo.

Pero, segundo, sobre todo, porque ellas también forman parte de las privilegiadas del Señor. De aquellas que, por el contraste de la luz y la obscuridad, salen favorecidas con una especial luminosidad. ¿Cómo no agradecer al Señor, en esta sombría época de descreimiento, el que nos conceda una fe capaz no solo de resistir a la incredulidad y fortalecer nuestra esperanza personal, sino también, en sobreabundancia, de ser transmitida a los demás? ¿Cómo no darle gracias que nos permita aumentar en gracia y santidad con la continua prueba de nuestro apostolado, de nuestro cansancio, de nuestros desalientos, de nuestro caminar de casa en casa sufriendo a veces el desprecio del rechazo, o de la indiferencia?

Decía San Ambrosio que los que serán salvos un día en el cielo, se dividirán en una gran doble categoría: la de los simplemente salvados y la de los doblemente salvados. A unos habrá dado el Señor la gracia maravillosa de la salvación. Pero, a los segundos, les habrá dado una aún mayor: la de, a su vez, ser ellos mismos salvadores. ¡No solo salvos sino salvadores; no solo sanos, sino médicos; no solo redimidos, sino redentores!

Así, de una manera sutil y exquisita, el Señor hace a algunos de sus elegidos el inmenso favor de no solo ser lavados por la sangre de Cristo, sino el poder también lavarse y lavar a su prójimo con su propia sangre mezclada a la de Él. No solo el alegrarnos del cielo conseguido, sino el poder participar de la gloria de las llagas de Jesús resucitado, con nuestras propias llagas.

¿Se entiende?

De allí, misioneras de Flores -y todos ustedes cristianos que de una u otra manera participan de la obra de la Redención-, de allí, nuestro agradecimiento a Dios y nuestra humildad. Porque, colaborar con Cristo no es un favor que nosotros a Él hacemos, sino que es una manera privilegiada que tiene él de amarnos y elegirnos. Pobrecitos nosotros, criaturas miserables e impotentes, a quienes el Señor, sin tener propiamente necesidad de cada uno de nosotros, nos ha hecho la inmensa merced de hacernos sus colaboradores. ¡Cuánto debemos agradecer nuestros trabajos, nuestras aflicciones!

Nuestro Rey y Señor nos permite, un rato, humildes súbditos y pequeñas criaturas, sentarnos en el augusto y majestuoso trono de su cruz.

¿Cómo no vamos a sentirnos humildes y pequeños cuando vemos, confiados a nuestras frágiles y pobres manos, el tesoro refulgente de su mensaje, de su verdad? ¿Cómo llevar con nuestra torpeza la llama de su luz? Esa llama que, de por si, debiera incendiar bosques e inflamar los corazones y que nosotros sabemos entregar tan desmañadamente que apenas produce chisporroteos y humo.

Y, entonces, más humildad todavía, porque, cuánto más pequeños seamos, cuanto más vacíos de nosotros mismos, en nuestra impericia, en nuestras limitaciones, más podrá obrar el Señor con su fuerza a través nuestro, más dóciles seremos a sus impulsos, mejores instrumentos seremos de su amor. Y así, entonces, santificando a los demás a través de nosotros el Señor, de esta manera privilegiada, nos habrá santificado, transformado, también a nosotros.

Si, hermanitas, ningún motivo de orgullo, sino de humildad y agradecimiento.

Hoy festejamos la fiesta de nuestra mamá argentina. María, que se quiso quedar para nosotros en Luján. Ella más que nadie pudo sentirse orgullosa. Ella que se había dado toda a Dios. Dios que se había dado todo a ella. María madre de Dios. Título para hacer temblar a cualquiera de temor y respeto.

Y, sin embargo, ella no se engrió. Sabía perfectamente que el Todopoderoso había, sencillamente, “mirado con bondad la pequeñez de su servidora”.

Pero justamente por eso había hecho en ella “cosas grandes”.

Y así María tuvo eminentemente el privilegio no solo de ser salvada por su Dios y redimida, sino también de ser Salvadora. Y la Iglesia se lo reconoce a título especial: Corredentora y Mediadora de todas las gracias.

Misioneras. Ya saben ustedes que su misión no consiste en entregar simplemente la hojita de la parroquia o decir dos o tres palabras, sino hacerse, en la humildad y vaciamiento de Vds. mismas, auténticos canales de la gracia del Señor, que las ha elegido para, así, alcancen también ustedes, con María de pie junto a la Cruz, la inmensa gracia de ser salvadoras, mediadoras, corredentoras.

Nuestra Señora de Luján nos lo conceda.

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