1ª Misa P. Héctor Aguer
27 NovIEMBRE DE 1972
¡Curiosa especie la de los hombres! Cuando Dios decidió crear el mundo y pobló la nada de galaxias, en un estallido portentoso de colores, no había ningún ser humano para contemplarlo. ¡Qué espectáculo perdido! ¡Tocar a Wagner en un Bayreuth vacío! Tampoco nadie vio, estupefacto, en el alba del tiempo, surgir el prodigio de la vida del entrevero de electrones y moléculas. Cuando Adán abrió los ojos a sus días ya todo estaba hecho Y, para no perder la costumbre, dormido estaba cuando de su costilla Dios creó a Eva. Desde entonces, por zonzo o por ciego, siempre el hombre ha pasado de largo los acontecimientos más grandes.
Cuando Dios decidió hacerse hombre entre los hombres -¡mirífico, tamaño dislate de deidad enajenada!- solo hubo cuatro o cinco pastores para verlo y tres maniáticos nigromantes orientales. El día de la victoria más aplastante y definitiva que caudillo alguno haya obtenido sobre sus enemigos, la madrugada en que el Señor resucitó en triunfo, hasta los guardias puestos especialmente para vigilarlo, amodorrados, nada vieron.
Ayer y hoy he leído los diarios. En grandes titulares: que hubo estancamiento en la reunión de paz; que no se quién desmintió su renuncia; que hubo cambios en el pago de réditos; que un partido elegirá hoy su fórmula presidencial; que ‘el huésped' se reunió con la prensa extrajera; que un submarino en Noruega… Y busco la única notica importante de estos días y no la hallo. ¡Periodistas dormidos, obnubilados! ¡Ciegos que tiene ojos para ver y no miran, oyen y no escucha ni entienden!
Ha sucedido algo extraordinario, único, inapreciable. Y el mundo sigue su marcha sin ni un segundo de asombro. Como un día continuaron las fiestas en el palacio de Herodes el Grande.
Un hermano nuestro, un amigo, un hijo, un hombre como nosotros, ha sido transformado. No: no ha obtenido un título, no se ha recibido, no ha simplemente terminado sus estudios entre aplausos y diplomas. Ha sido ‘transformado'.
Algo pasmoso ha sucedido en su interior. Sigue pareciendo solo un hombre, pero es más que hombre. Parece pan y sabe a vino. Parece.
Hasta ayer “Héctor”. El niño que berreaba, el que jugaba y peleaba con su hermana en la casa de sus padres –porque ¿no es verdad que jugaste, Héctor, nosotros que te conocimos siempre tan serio y entre libros?-, el muchacho de escuela y de colegio, el que se refugiaba en los brazos de su madre y se sentía protegido de la mano del padre, el que creció y estudió y rezó. El amigo bueno, nuestro sabio amigo. El hombre de consejo.
No ya más. No solo en ‘su' nombre; no ya solo ‘sus' opiniones personales. Algo increíble le ha sucedido y, desde hoy, desde ayer, Cristo hablará y actuará a través suyo.
Y tendremos que acostumbrarnos; porque nos seguirá pareciendo el mismo y no lo es. Fue pan y es ahora Cuerpo; fue vino y Sangre es. Parece Héctor y es mucho más.
Que no le bastó a Dios hacerse hombre en Galilea, en el seno de una madre Virgen, dos mil años hace ya. El Dios sin historia, que nos amó en la historia con amor de hombres se quedó en la historia, se quedó en la tierra a través de hombres.
No es necesaria la máquina del tiempo y volar a Galilea para oír a Jesús decir: “ Amigo, tus pecados te son perdonados ”. No es necesario, no, volver allá para escuchar el desprecio del escriba y el escándalo del fariseo: “ Quien es éste que blasfema? ¿Quién puede perdonar los pecado sino solamente Dios ?” Porque, desde ayer, en el año 72 del siglo XX, en Buenos Aries, hay uno más que puede, en primera persona, decir “ Te absuelvo tus pecados ”. Ni tampoco es necesario peregrinar, ni caminar mucho, ni moverse, para besar sus pies, para sentir sus manos, que hay ya quien a un trozo de pan diga “ mi cuerpo es éste ” para que el de Cristo sea.
¡Ah, diarios prosaicos llenos de inútiles noticias! ¡Ojos que no ven; oídos que no escuchan! ¡Cómo no se rebelaron hoy los linotipos y sangraron las rotativas! ¡Habrán llorado esta mañana en su clamor mudo de metal abusado!
¡Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec!
Necesito tus piernas para seguir caminando por el mundo.
Necesito tu voz para hablar a los hombres.
Necesito tus espaldas para seguir llevando las ajenas culpas.
Tu cara para seguir recibiendo bofetadas.
Tus ojos para seguir llorando.
Necesito tu corazón para seguir perdonando.
Necesito ut voluntad para seguir siendo pan.
Y, a lo mejor, necesito tu cuerpo para seguir siendo crucificado.
Yo, Dios, te necesito a ti, Héctor, para que el mundo vea que lo amo.
Sacerdote para siempre.
Sacerdote cerca de Dios y cerca de los hombres.
Sí: cerca nuestro. Compañero de nuestra miseria, sabedor de nuestros pecados y rebeldías, conocedor de nuestras debilidades, encauzador de nuestras prosperidades y alegrías, esperanza del enfermo, sonrisa del anciano, espoliador del lerdo, sofrenador del ardiente, luz en las tinieblas…
Pero, sobre todo, sacerdote cerca de Dios.
Que no necesitamos tu palabra humana ni tus consejos de psicólogo. ¡Demasiadas palabras de hombres resuenan hoy en nuestros púlpitos y ambones! Que para agacharnos a la tierra ya harto son los que nos llaman. Que necesitamos aire y luz; que sofocamos y es menester que tu oración taladre el smog del hombre y nos abra un paso de luz entre las nubes.
Y es preciso que alguien nos llame desde arriba y nos tienda su mano ¡nos sobran ya cofrades encorbatados de terrenos jolgorios!
“Del mundo sin ser del mundo”.
Y no queremos ni tus dudas ni tus búsquedas, tus flaquezas ni tus confidencias, tus tristezas ni tus abandonos –los disculparemos, sí, pero conste que no los queremos: sean asunto tuyo y de tu Cristo-. Tu fe queremos, tu fuerza, tu segura sonrisa, de Cristo la doctrina.
Ni te queremos adalid barbado de económicas reivindicaciones; bien otra es la reivindicación y los bienes que de vos esperamos.
Una revista mostraba en foto el otro día a un grupo de frailes con guitarra y bombo. Y abajo decía “ También en el convento hay alegría ”. Revista boba. ¡Como si hubiera más alegría en la guitarra que en la titilante luz roja del sagrario!
No. No es esa la alegría que iremos a pedirte. Que para ella bastan las pilas de los transistores.
Porque te tocará, Héctor, vivir tu sacerdocio en un mundo ofuscado. Te tocará vivir en una Iglesia sangrante y desgarrada. ¡Y cuánto te precisamos hombre de Dios! ¡Y cuánto tendrás que inclinar cansado la cabeza, con María, recostado en la cruz de tu Señor!
Pero, qué serán todas tus penas –de qué minúscula valía- cuando en tus manos estremecidas se cumpla el milagro cotidiano de la transubstanciación. Cuando la levedad del pan adquiera ante tus ojos admirados la firme consistencia del Verbo. Cuando de tu palabra salga el perdón de Cristo a clavarse como un dardo ardiente en el corazón exultante del arrepentido. Cuando tus dedos unjan la frente predestinada del enfermo en su envión postrero hacia la eternidad. Cuando de tu alma brote la oración del Espíritu clamando por sus hijos y sientas el brazo fuerte del Padre apoyarse sobre tus hombros.
¡Y sí que te hará falta Su fuerte brazo! Que, amén de tus pecados, tendrás que llevar los nuestros. Y la Misa de Cristo será tu propia misa; y sus clavos, corona y lanza, tus propios calvos.
Sacerdote para siempre. ¿Te das cuenta? No para un mes, ni cinco años, ni hasta tu último suspiro. Para siempre. Con el riesgo, sí, de la eterna vergüenza de tus manos ungidas condenadas. Pero, para vos, -de quien estamos seguros y que, en la medida de nuestras pobres fuerzas, te apoyaremos con todo-, sublime marca de gloria, entrada privilegiada y segura a los doce tronos de Israel.
Por eso –no ya Héctor- Padre, Padre Aguer: ¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron! ¡Felices los que escuchen tu palabra, la Palabra de Dios, y la practiquen!
Y, felices los ojos de ustedes aquí presentes, porque ven. Felices sus oídos porque oyen. Les aseguro que muchos porteños y lectores de diario desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron. |