Nuestra Señora del Carmen, 1981
La ‘hora' de Jesús ya ha llegado. Esa ‘hora' para la cual se viene preparando desde su nacimiento. ‘Hora' que anuncia en las bodas de Caná; ‘hora' que, ante el crecer de la hostilidad de los judíos y las autoridades, va proclamando, a sus atemorizados discípulos está cada vez más próxima.
Él intuye, desde el principio, que toda su vida terrena habrá de terminar en la Cruz. El sabe que en esa Cruz se descargarán todos los pecados, negaciones y sufrimientos de los hombres. Su alma humana, agrandada por la gracia que lo une a la Persona del Verbo, se ha ido haciendo capaz de beber hasta el fondo el cáliz de la miseria de todos los hombres.
Allí lo dibuja, ahora, Juan, en el Calvario, en esa ‘hora' suprema que no es un instante fugitivo de la historia sino, en el misterio de la unión con Dios, un alargado presente contemporáneo a todos los tiempos, perpendicular a cada hora y cada lugar del mundo y de la vida de cada hombre.
Sí. Ha llegado la ‘hora' para Él.
Pero también ha llegado para su madre. Ella que, en el fogonazo de la Anunciación, pudo entrever el misterio de dolor que aceptaba, ha ido haciéndolo carne en el desgarrón perpetuo de su corazón de madre despojada.
Ese horizonte de Cruz y esas tinieblas de Calvario que le mostró el ángel y que siempre estuvieron presentes en sus temores de mamá, ahora se han hecho horriblemente presentes en ese hijo que han acunado sus brazos y a quien ahora, allí arriba, en la Cruz, ni siquiera puede tocar, acariciar, rozar la mano.
Pero también ella está unida al misterio redentor de Jesús. El suyo no es un dolor de madre cualquiera. Ella, la llena de gracia, también ha sido preparada por Dios para que en su alma puedan caber todos los dolores de Cristo, todos los dolores de la humanidad. Llena de Gracia; llena de dolor. También ella, en su alma y cuerpo –lo proclama el dogma de la Asunción- sobrevuela tiempos y espacios y, con Cristo, padece todo nuestro dolor.
La escena que pinta Juan en el evangelio de hoy no es sino el aparecer visible de un drama mucho más hondo y universal en el cual están sumidos el alma de Jesús y la de María.
De allí la densidad de esta escena y de cada una de las palabras que, desde la eternidad, se hacen voz en el tiempo y para siempre en los labios de Jesús. Porque no puede haber momento más solemne y perentorio, en toda la historia del universo, que éste. La ‘hora' en que Dios, a través de la aceptación plena y concreta que Jesús hace de Su voluntad, elevará la naturaleza humana a las alturas vertiginosas de Su propia Vida trinitaria. En este instante de la Cruz se cumple el salto final de lo humano a lo divino. La muerte de Cristo ‘merece' la Resurrección y la Ascensión.
El ‘Sí' de María, que ahora se ve dolorosamente realizado en el cuerpo lacerado de su hijo y en la compasión de sus corazones latiendo al unísono, merece también a ella la Asunción. El Calvario ha sido, para ambos, la dolorosa matriz donde se han consumado los dolores de parto de la nueva creación. Jesús y María, varón y mujer, son el comienzo de una nueva humanidad llamada a participar de los destinos eternos.
Es en este instante, la ‘hora', –abiertas las puertas que unen el cielo con la tierra, erguido el eje que ensambla el tiempo y la eternidad- cuando Jesús, en la figura del discípulo amado, nos entrega a María como madre. “ He ahí a tu madre ”.
Madre, sí, porque tal como, en su aceptación al anuncio del ángel se dejó fecundar por el espíritu en la concepción inmaculada de una nueva raza y la gestó durante treinta y tres años hasta el parto de la Cruz, tal Dios ha querido que, por ese ‘Sí', se engendraran y gestaran, en el seno de su amor materno, todos aquellos hermanos adoptivos que habrían de acompañar a Jesús en la gloria de la eternidad.
Maestro de la vida de la Virge, Colonia, 1465-1470
Ella, por eso, está siempre presente en la vida del cristiano. Su amor materno nos acompaña continuamente, y nos quiere ayudar sobre todo en los momentos de dolor. Esos instantes privilegiados de nuestras vidas donde más cerca podemos estar de la Cruz de Jesús y, por eso, con Ella, más cerca del cielo y de la verdadera vida y felicidad. “Y el discípulo la recibió en su casa.”
La Orden del Carmelo ha querido recibir especialmente a la Virgen en su casa. Cada monasterio carmelita fiel a su vocación no es otra que la casa de María. Ella está allí como con el discípulo amado, Con las discípulas amadas. Y, por eso, en cada Carmelo, ella es la Reina, el ama de casa, la priora.
Por eso, también, según cuenta la tradición, fue la propia Santísima Virgen quien, como signo de esta consagración especial de los carmelitas, les entregó su escapulario. Llevar el escapulario es para todo carmelita el recuerdo constante de que ha aceptado recibir a María en su casa.
Símbolo de especial consagración a la Virgen, es, a la vez, garantía de su especial protección. Si ella cuida de todos los cristianos ¿cómo no habrá de hacerlo, con especial cariño, de aquellos que, por medio del escapulario, declaran quererla recibir en su casa?
Nuestra Señora del Carmen, ¡ruega por nosotros!
Virgen del Carmelo , Moretto da Brescia,c. 1522 |