9-XII-89
Casamiento
Siempre es una alegría para la Iglesia y para las familias cristianas –y más en estos tiempos– cuando un hombre y una mujer, en un acto de arrojo, se deciden a contraer un verdadero matrimonio frente a Dios. Porque uniones de parejas hay muchas, pero auténticos matrimonios pocos. Y no queremos criticar a nadie, porque todos sabemos de nuestras debilidades, de la falta de preparación en general de la gente para el amor de veras y del ambiente deformador que imponen los medios de comunicación social e influyen las costumbres. Todo sumado a las falsas ideologías y a las desilusiones a las cuales se arriesga quien se acerca al matrimonio sin una sólida preparación. De allí que no nos atrevamos a juzgar a nadie, ni apuntar con el dedo a ninguno.
Pero lo que sí podemos hacer con énfasis es insistir en que, si en este mundo hay alguna posibilidad de felicidad humana, -¡para todos: cristianos y no cristianos!- es en el ejercicio del verdadero amor. Porque el hombre no está hecho para cualquier cosa. Es un ser, admirablemente fruto de una evolución de millones de años, creado y programado genéticamente, para amar en serio. Todo su cerebro, todo su corazón, todo su corporeidad están hechos para realizarse fundamentalmente en el amor. Y cuando se le proponen objetivos inferiores de felicidad o se le enseñan formas pedestres de amor, frustra su verdadera vocación. Como si, a una computadora creada para programar vuelos a Marte, la utilizáramos para jugar al Ta-te-ti.
El verdadero amor para el ‘homo sapiens', no consiste solamente en el juego de sus sentidos, ni del jugo de sus glándulas, ni en los sentimientos de tango. Sino -todo eso, quizá, también- pero asumido por el compromiso de buscar el bien de la persona amada y, en el caso del matrimonio, con el abnegado olvido de sí mismo y la entrega total al vos, al tú.
“ No hay amor más grande ”, dice Jesús, “ que el de dar la vida por el amigo ”. Pero es que todo hombre está llamado a la práctica de ese amor ‘más grande', en la entrega de su vida al otro del matrimonio. Y, fuera de ese amor y de esa entrega, el hombre jamás podrá realizarse; al menos en la plenitud de su vocación humana y, cuanto más, cristiana.
Solo en el encuentro de dos amores así: cuando vos pensás en su felicidad olvidándote de la tuya y él piensa en la tuya olvidándose de la de él; solo así se encuentra esa unidad de ‘una sola carne', ‘una sola persona', de la cual habla la Escritura. Porque, en la medida en que, al contrario, en vos, yo me busque a mí mismo, y vos, en mí, te busques a vos, en esa medida, en el encuentro de esos dos egoísmos, los dos quedamos solos.
Porque también a este nivel se da la paradoja del evangelio: “aquel que se busque a sí mismo ese nunca se encontrará, aquel que se entregue por amor a mí ese se hallará”.
Y este darse del amor matrimonial es amor pleno en la medida en que es darse pleno. Lo cual significa: exclusivo y para siempre. Toda la vida, sin condiciones, excepto las de las leyes de Dios. Pero este es un darse, un perderse a sí mismo, para encontrarse verdaderamente: un morir al ‘ego' para renacer al verdadero ‘yo' en el ‘nosotros', en el tú y, si Dios quiere, también en los hijos.
Todo hombre -y más todo cristiano- es capaz de vivir a este nivel el amor. No es algo para exquisitos, para unos pocos, para héroes. O, en todo caso, todo ser humano, todo cristiano está hecho para el heroísmo y, por debajo de él, no alcanzará nunca la verdadera plenitud y por lo tanto felicidad.
Esto es el matrimonio y es inútil querer darle legalmente a otros tipos de uniones la etiqueta de matrimonio, porque no lo son, aunque haya libreta de civil y vestido blanco, y aún bendición nupcial.
Que Dios los ayude a cumplir sus compromisos y, a pesar de las dificultades, a vivir en serio este amor al cual hoy el sacramento los vincula. Agradezcan, prolonguen y mejoren el ejemplo de sus padres, y ¡que Dios los haga muy felices! |