HISTORIA DE LA CATEDRAL DE BUENOS AIRES
(GEP, 29-01-89)
El 16 de Julio de 1605 el procurador del Cabildo de la Ciudad de la Santísima Trinidad, Don Mateo Sánchez, según hace constar en actas, expresa su vehemente preocupación -y lo hace saber a los señores regidores- porque dice ver salir y entrar, en la Iglesia Mayor de la ciudad, piaras de puercos que andan sueltos por la plaza, por lo cual pide a los señores cabildantes soliciten a los vecinos dueños de estos animales los cuiden ‘para se evite tamaña indignidad'.
Esta Iglesia mayor era la que se había edificado sobre el solar que, para dicho efecto, había asignado, hacía 25 años, Don Juan de Garay al fundar esta ciudad, al lado del puerto Nuestra Señora Santa María de los Buenos Aires, así bautizado por Don Pedro de Mendoza.
Claro que, en la época de los puercos entrando y saliendo del templo, Buenos Aires no contaba con más de seiscientos habitantes y lo que fue después la catedral no era sino un tosco rancho de adobe con techo de cañas. Pero ya estaba marcado, por el propio fundador, sobre la Plaza Mayor como el centro religioso de la ciudad.
Recién cuando Pablo V crea la diócesis con el título de “Santísima Trinidad del puerto de Buenos Aires”, en 1620, nuestra Iglesia mayor se transforma en Catedral.
Pero el cambio de título no significó que mejorara su aspecto. El primer obispo de Bueno Aires, el carmelita Fray Pedro Carranza, al llegar de España al caserío, se lleva tamaña decepción. Escribe, al rey Felipe III, de su Iglesia “ Está tan indecente que en España hay lugares en los campos de pastores y ganados más acomodados y limpios: no hay sacristía sino un tan vieja, corta e indecente de cañas lloviéndose toda, lo mismo que la Iglesia con cantidad de nidos de murciélagos, toda llena de polvo y un retablo viejo de lienzo y sin coro ni cosa que huela a devoción ni decencia ”.
Distintos obispos, a partir de Carranza, refaccionaron y levantaron allí, precariamente, construcciones similares de adobe y madera. Solo hacia el 1700 y pico se levantó el primer edificio relativamente importante con ladrillos y tejas, nave espaciosa y una fachada de estilo barroco adornada por dos torres.
Pero, vaya a saber por qué, se derrumbó en 1752. Solo se salvaron fachada y torres. Es entonces cuando comienza a construirse nuestra catedral actual que, en realidad, no se terminará sino hacia fines del siglo pasado. De tal manera que fue famoso el dicho de Buenos Aires: “Dura más que las obras de la Catedral ”
El asunto es que comienza a edificarse de acuerdo a los planos del arquitecto italiano Antonio Marsella, residente en Buenos Aires, a quien pertenece, pues, el mérito de nuestro actual templo, estilo renacimiento.
En 1778 el virrey Cevallos autoriza la demolición de la vieja fachada barroca y las torres. Pero, como no había dinero para reconstruirlas, simplemente se tapió la entrada y los fieles entraban por la puerta de la calle San Martín, en aquel entonces calle ‘de la Catedral'. Las campanas se montaron en una pequeña torre provisoria, en donde se hace necesario establecer una guardia permanente, porque, como era tan baja, los chicos se divertían haciendo sonar los bronces a pedradas desde la plaza, cosa que vuelvía locos a los canónigos.
Es esta fachada tapiada la que ven las tropas inglesas en las invasiones y frente a la cuales se producen los hechos del 25 de mayo d e1810.
Cuando Rivadavia, típico dictador ilustrado, se hace cargo no solo del gobierno civil sino del eclesiástico, decide que es necesario, para su prestigio, terminar con el aspecto a medio construir de la catedral. Pero, afrancesado como era, y para darle un toque de acuerdo a los nuevos tiempos, manda levantar la actual fachada de estilo neoclásico, copia del contrafrente del Palais Bourbon de París, la cámara de diputados de Francia.
Palais Bourbon, Paris.
Es Don Juan Manuel de Rosas quien dará un apoyo decidido para la finalización de las obras y, mientras tanto, los oficios y ceremonias religiosas debían realizarse en la Iglesia de San Ignacio .
Rosas asiste, con todo su gobierno, a la reapertura de la Catedral el 11 de Noviembre de 1836, día en que se donaron al templo importantes trofeos de guerra. Como dice el decreto del Restaurador, “Tributo de Reconocimiento al Todopoderoso que tanto nos prodiga sus bendiciones”
Luego se le harán nuevas refacciones, añadidos, pinturas, adornos. Pero ya, substancialmente, es nuestra catedral.
En 1880 recibe los restos del General Don José de San Martín y, en este siglo, los restos del soldado desconocido, recogidos de combatientes muertos en los campos de batalla de la campaña libertadora.
Es curioso saber que el auténtico “sillón de Rivadavia” -es decir el que usó el mismísimo Bernardino- se conserva en la sala capitular de la catedral y no en la Casa Rosada.
‘Sillón', ‘silla'. De allí viene, en realidad, el nombre de catedral. ‘ Káthedra' , en griego; ‘ chátedra' , en latín, que quiere decir simplemente eso: “silla”. Pero, como en la antigüedad era costumbre que los maestros enseñaran a sus alumnos sentados en sillas -mientras éstos se sentaban en cuclillas sobre el suelo- ‘cátedra' pasó a designar el lugar desde donde se impartía cualquier enseñanza. Así llega a nuestros días en el lenguaje universitario, cuando hablamos, por ejemplo, de ‘la cátedra de derecho', o ‘de física', o ‘de anatomía' de esta o aquella Facultad.
Pero, ciertamente, la enseñanza por antonomasia, la doctrina que nos hace verdaderamente hombres y libres, es la que instruye en la palabra de Dios, en la doctrina del Verbo, en la lección viva de Jesús.
Esa es una de las tres principales funciones -junto con la de gobernar y santificar a su iglesia- del obispo, sucesor de los apóstoles, testigo de la verdad, maestro de su pueblo. De allí que el lugar simbólico de su enseñanza, su cátedra, su silla –y es costumbre que los obispos en los actos solemnes prediquen sentados– es lo que da nombre a su templo: la ‘catedral', el lugar donde está la cátedra del obispo.
En realidad, los sacerdotes, los presbíteros, solo predicamos y enseñamos subordinadamente y en nombre del obispo y, por lo tanto, en la medida en que nos sujetamos a la doctrina episcopal. A su vez, ésta, válida en la medida en que de acuerdo a la cátedra suprema de Pedro, la Santa Sede –que, como ustedes saben, también, en latín, quiere decir ‘silla'- la Silla Apostólica.
Pero de este deber de ser maestros de la verdad, catedráticos de Cristo, predicadores de Jesús, somos partícipes no solo los sacerdotes sino todos los fieles cristianos. Por el bautismo, todos participamos de la misión del Señor, el único Maestro. A todos -no solo a los religiosos o sacerdotes- nos dice Jesús desde su evangelio: “ Id y anunciad el evangelio a todas las naciones ”.
Responsabilidad tanto más grande cuando, en el mundo y en nuestro país, se han instalado tantas cátedras de mentira, de error y de engaño. Y, si la verdad fuera solo una cuestión de ideas, algo que sucede solo en la cabeza y se hace aire en la palabra y envejece amarillenta en los libros, no sería nada. Pero es que las ideas, tarde o temprano, se traducen en acción, en obras.
La verdad se vuelca en actuar honorable, en respeto a la realidad, al prójimo, en acciones buenas, en solidez de la persona, de las familias, de las sociedades. El error o la mentira, tarde o temprano, se traduce en práctica perversa, en operaciones ruines, en comportamientos protervos, en hechos depravados. Las ideas falsas son semilla de maldad, de vesania y terminan, puestas en ejercicio, por corromper al individuo y la sociedad.
Las manifestaciones sangrientas y asesinas del pasado lunes -que repiten, una vez más, las no hace tanto tiempo derrotadas por las fuerzas armadas argentinas- no son sino la purulencia exacerbada de los gérmenes perversos del adoctrinamiento subversivo, procaz, destructor de los valores, aberrante en mentira y en error, preñado de odio, al cual, desde hace cinco años, de un modo planeado, querido e intencional, se ha visto sometido una vez más el pueblo argentino, ahora con todo el apoyo del aparato del Estado y de sus medios de hipnotismo de masa.
La página del diario o del pasquín, la voz del locutor, la iridiscencia de la pantalla televisiva, la clase del profesor marxista, el discurso del político, la sentencia inicua del juez corrupto, no queda solo en onda sonora o electromagnética, florece en podredumbre y, finalmente, en metralleta y en estallido de bomba y en sangre. Y allí están los verdaderos culpables. No tanto, quizá, en la mente enloquecida y envenenada del que, alienado, aprieta el gatillo o arroja la granada.
Y entonces otra vez tiene que salir a dar la vida el soldado, el hombre de bien, mientras lanzan sus lágrimas de cocodrilos, en la cocina de la mentira y de las ideas subversivas, los grandes ‘chefs' del embuste y del odio, los que les importa más matar el alma que los cuerpos.
Hoy la arquidiócesis de Buenos Aires festeja la dedicación de su Catedral. Juramentémonos, todos los cristianos, en el compromiso con la verdad. Con el deber de estudiarla y amarla, de enseñarla y defenderla. Porque no en el pluralismo de las ideas falsas que defiende el liberalismo, no en la cátedra deletérea de las ideas marxistas que, de una u otra manera, infiltran todo el sistema partitocrático, no en el vacío idiota de las mentes que preconiza una cierta cultura de masas, sino en la cátedra de la verdad que es Jesucristo tenemos que construir a la Nación, si queremos sea verdaderamente ‘patria'. Cualquier otra cosa nos lleva, antes o después, a la disolución y a la servidumbre de los príncipes de este mundo..
Pero no bastará solo conocer y enseñar la palabra. Ya los antiguos se burlaban de los que ellos llamaban “ philosophi cathedrarii ”, filósofos ‘catedrarios', los que enseñaban solo desde la silla, no con la vida.
Tendremos cada vez más que dar testimonio de la verdad y de Jesús, pues, con nuestra conducta –y, si pudiéramos, aunque cada vez se ve más difícil y quizá ya no podamos hacerlo más, aún con el látigo- porque otra vez hay muchos puercos paseándose, y ovejas y bueyes y cambistas profanando el suelo, los tribunales, los puestos, el poder y las cátedras de la nación. |