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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Colegio Nacional Buenos Aires
04-11-2016

¡Qué mejor lugar para dar gracias a Dios que este espléndido ámbito de San Ignacio! Templo el más antiguo de Buenos Aires; por dos veces en su historia catedral de Buenos Aires; hoy parroquia de las más señeras de nuestra ciudad. Pero, para nosotros, alumnos y ex alumnos del Buenos Aires, del Colegio de la Patria, del viejo Nacional Central, del Real Colegio de San Carlos, del Colegio de San Ignacio en sus lejanos inicios, este templo fue y es la capilla de nuestro querido centro de estudios. No solo porque lindante con los sucesivos edificios del establecimiento, ni porque escenario de nuestros secretos pedidos de auxilios celestes antes de los exámenes o lecciones difíciles, y de los actos religiosos más o menos oficiales, sino porque otrora era aquí mismo donde se realizaban los actos académicos anuales y se desarrollaban las discusiones escolásticas. Sobre estas mismas baldosas se hacían los Actos Públicos Literarios y Científicos de nuestro Colegio y los alumnos ofrecían oficialmente pruebas de suficiencia. De hecho, además de centro espiritual, ésta era el aula magna del viejo colegio que nosotros no conocimos.
“La Iglesia del Colegio” la llamaban los porteños en la época de Federico Tobal, autor de “Recuerdos del viejo Colegio Nacional de Buenos Aires” y maestro de Miguel Cané. Aquí, a través de un pasadizo interior que aún existe, cordón umbilical que unía y sigue uniendo espiritualmente al templo con el aula, acudían, formados, todas las mañanas, los alumnos a escuchar la santa Misa y a los diversos actos.
Pasadizo que también servía a algunas picardías. Cuenta Cané que, escapando a la vigilancia nocturna, de vez en cuando se deslizaba por ese corredor para, entrando en la nave, sustraer, de los preparativos para los funerales, cirios que luego utilizaba para su insaciable sed de lectura oculto debajo de las sábanas.
Tanto estaban acostumbrados para sus actos los claustros de profesores y alumnos a este templo y a la majestad de su música sagrada que, cuando en el nuevo edificio del 1911 se diseñó el aula magna, no pudo obviarse el colocar en ella un órgano que acompañara, como en los viejos tiempos, dichos galas y que hoy con sus impresionantes 3600 tubos se usa para conciertos.

Ex alumnos de nuestro gran colegio no podemos sino venir a ‘nuestra iglesia’, como a casa propia, -mal que le pese al párroco a quien, no se preocupe, se la seguiremos prestando-.Y venimos para dar gracias a Dios por todo lo que hemos recibido en nuestros años de estudiantes en lo que, de acuerdo a su ancestral tradición, fue para nosotros, más allá de sus paredes y sus aulas, el cuerpo ‘colegiado’ de profesores, alumnos y gestores de disciplina -de allí el término ‘colegio’- que nos acicateábamos mutuamente en el deseo de saber, y de crecer como seres humanos. Lo cual, ‘homines sapientes’ que somos, significa, antes que nada, crecer en el saber, en aquello que nos define: ‘animales racionales’. Racionalidad, búsqueda de ‘logos’, de ‘verbo’, de ‘palabra’, que está en el fondo de la herencia católica de Occidente, desde un cristianismo que, ya en sus orígenes, supo elegir la ciencia como la forma propia del hombre para acercarse a Dios. No el sentimiento, no la superstición, no la autoayuda misticoide, no la renuncia a la razón, sino ‘el saber’.
Aquí pues venimos hoy, los que mal que bien vivimos nuestra fe católica, a agradecer todo lo que recibimos de esa nuestra comunidad académica orgullosa de sí misma, que preparó nuestros aún jóvenes cerebros a vivir la aventura más grande de la historia del universo, de la biología y de nuestras propias vidas que es la aventura de la liberación de nuestra razón. Y defender siempre el primero y más grande de los derechos humanos, que es el derecho a pensar. Insumisos a la tiranía de los sistemas, de las ideologías, de los medios, de los falsos doctores.
Porque el hombre ha sido creado para la verdad, el conocimiento, el saber disciplinado, que es el único camino del amor, allí donde se plenifican las posibilidades de lo humano.

El hombre se mueve en un mundo interior y exterior que ha sido hecho inteligible, a modo de un lenguaje plasmado en fórmulas matemáticas, físicas químicas, biológicas que desafían a su inteligencia para que lo descifre, ‘des-cubra’, interprete y, si conviene, ponga a su servicio de cuidador y gestor del universo. También su propio ser -desde su código genético a su conducta- está programado inteligentemente para que la ciencia humana pueda descifrarlo, revelar su esencia y mejorarlo y conducirlo a la felicidad.
A ese ejercicio de la razón nos despertaban y excitaban nuestros profesores, algunos verdaderos ‘maestros’, y la amistosa competencia de nuestros compañeros -o siguiendo la etimología de colegio, nuestros ‘colegas’.-
La panorámica, no enciclopédica, sino universitaria, rigurosa, demostrativa, crítica, de las diversas materias de nuestros programas nos hacían apuntar siempre a la verdad, a la realidad. Comenzando por la precisión de la matemática e introducción a las ciencias, pasando por el saber pensar estructurado en gramática, en idiomas, ¡en caligrafía!, en la afilada navaja del latín para aceitar la lógica de nuestro reflexionar, hasta las materias humanísticas, la literatura, la historia, que nos hablaban de las sinuosas idas y venidas del quehacer humano, impulsado siempre por las mismas pasiones que nos describían la literatura, la poesía, los clásicos, coronado todo por el arte y la música que, al espíritu del saber ‘geométrico’, atemperaban con su ‘espíritu de fineza’-al decir de Pascal-, llevándonos a identificar, al modo platónico, la verdad con la belleza.

En esta santa Misa elevamos nuestro agradecimiento y nuestra esperanza a aquel Logos, Palabra, Razón, Sabiduría y Belleza que no solo estaba ‘en el principio’ -tal dice Juan en el prólogo a su evangelio- programando todas las inteligibilidades y armonías del cosmos, sino como ‘Palabra’ personal intentando seducir el corazón del hombre como último sentido capaz de colmar y curar todas sus dudas, todos sus pesares, todas sus fealdades e iluminarlo para siempre como la luz que no tiene fin.

 

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