Cumpleaños 75
Mons. Leaden 20-VI-88
En San Martín de Porres
En un reportaje hecho por “La Nación” a un actor uruguayo que visita con cierta frecuencia a nuestro país, refiriéndose éste a la ‘mufa', el pesimismo, característico de los argentinos, apuntaba, de ello, varios signos. Entre estos decía “fíjense Vds. hasta para celebrar a los próceres no festejan el día del nacimiento, sino el día de su muerte: “muerte del Libertador General San Martín”, “muerte del General Belgrano”, “muerte de Sarmiento”.
El argumento, a primera vista, parece convencer, pero, en realidad, se trata de los restos, trasvasados a la liturgia laica, de una costumbre muy católica y, por lo tanto, muy optimista, que era la de considerar el día del nacimiento definitivo, de la verdadera entrada en la Vida, aquel en el cual, acabados los años de gestación en este mundo, el cristiano se abría al parto de la eternidad.
La liturgia siempre ha celebrado como el día del Santo el día de su muerte. Y eran nombrados en el antiguo martirologio romano, en su fecha, bajo el epígrafe de ‘dies natalis', ‘día del nacimiento'. Del definitivo, se entendía.
Y San Agustín que de optimista, por lo menos para las cosas de este mundo, no tenia nada -es verdad que le tocaron vivir tiempos duros-, decía que, cuando nacía un niño poco era lo que había para festejar. Pura promesa. Y, antes que nada, trabajo. Limpiarlo, alimentarlo, criarlo y, después, todo lo demás, aleatorio. No se sabe si saldrá bueno o malo, alto o bajo, si será feliz o infeliz, sano o enfermo, si morirá tarde o pronto, si se condenará o se salvará. El único nacimiento seguro, en cambio, según Agustín, era el de la muerte de los santos. Señalaba a esta regla genera solo tres excepciones: la del nacimiento de Jesús, por supuesto, la de la natividad de María y la de Juan el Bautista.
Y vean Vds. que todavía hoy, estos tres son los únicos cumpleaños que festeja la Iglesia. Los únicos de quienes la liturgia festeja su alumbramiento a este mundo. Porque fueron los únicos –también el Bautista, según la tradición de la Iglesia- que, santificados desde el vientre materno, estuvieron destinados desde antes de nacer -en ese proveer divino que no se opone sino que funda los actos libres- a recorrer rectilíneamente el camino de santidad y entrega a Dios y a los hombres que los habría de llevar al inmortal nacimiento, a la Resurrección.
Nuestros festejos de cumpleaños, en cambio, son más modestos. Sabemos que, en el futuro de todo nacimiento se esconden muchos avatares, terribles incógnitas y, quizás, más penas que alegrías. Empero solemos ser más optimistas que Agustín. La vida en promesa que es un bebe recién nacido siempre nos habla de frescura, de renovación, de ilusiones, de primavera, de posibilidad e, incluso, de posibilidad de que surja un santo.
Y no es por falta de fe, pero ¿quién no duda que nos es más fácil a los curas celebrar un bautismo que un responso? Aún cuando las cosas que recién comienzan estén llenas de interrogantes.
Pero, a medida que pasan los años, el sentido de los cumpleaños va cambiando. Los primeros años es la alegría de los padres, de la esperanza, del don impagable de la vida, de la juventud, de la salud. Ya más tarde, cuando se pasan los treinta uno es más renuente a festejar esos años que se acumulan como tizones encendidos sobe nuestras cabezas. Los cumpleaños se van transformando casi en un examen de conciencia: la satisfacción por lo hecho, la desazón por el tiempo perdido; la alegría de la fidelidad a la gracia, la tristeza de no haber correspondido.
Yo prefiero celebrar de las monjas sus 25 o 50 años de profesión, que hacer alharaca el día de su entrada al convento. Como me place más, también, celebrar las bodas de plata o de oro matrimoniales que asistir a su comienzo. Y, mucho más, celebrar las beatificaciones o las canonizaciones. No la promesa, sino lo realizado.
Bien. Hoy no celebramos ciertamente una canonización, pero claro, tampoco un mero nacimiento. Festejamos, humana y cristianamente, los 75 años bien llevados –y no lo digo solo por su salud- de nuestro obispo, de nuestro padre, de nuestro hermano, de nuestro amigo, Mons. Guillermo Leaden.
Y, si lo hacemos públicamente y con esta celebración litúrgica –hiriendo quizá su pudor- no es solo por el último de los adjetivos, el de ‘amigo', que bien lo merece en toda la extensión de la palabra, ni por el de ‘hermano' y el de ‘padre', que también lo es; sino por el título de ‘Obispo' y ‘sacerdote' que, más allá de su persona, lo constituye en signo visible del amor de Cristo hacia nosotros.
Y esto se lo agradecemos a Dios, pero se lo agradecemos también a él.
Porque es verdad que el sacerdocio, tanto el de primer orden, el ‘episcopal', como el de segundo, el ‘presbiteral', es algo que supera totalmente el mérito de nadie y siempre es un don gratuito e inmerecido, tanto para el pueblo de Dios que lo aprovecha como para el mismo receptor del orden. Pero también es verdad que la Iglesia no podría tener el don del sacerdocio ministerial, si no hubiera quienes libremente lo aceptaran.
Es verdad también que, de tal manera excede la función sacerdotal a la persona que la ejerce, que aún el más indigno y pecador e ignorante sacerdote puede efectuar, lo mismo, actos sobrenaturalmente eficaces en orden a la santificación de los fieles. Pero también es cierto que la plena trasparencia del signo sacerdotal solo se da en aquellos que, más allá del ‘sello' de su ordenación y de los gestos rituales, se identifican con Cristo en el amor, acompañan su dirigencia con su ejemplo, y su palabra docente con sabiduría bebida en estudio y oración.
Y, cuando esa identificación, ese testimonio y esa sabiduría no es el vano impulso de un día, la luna de miel piadosa del neopresbítero, las palabras nuevas aprendidas en el seminario, la pose de pseudomístico bisoño o el fogonazo del ímpetu pasajero, sino la actitud humana, cristiana y sacerdotal, serena, prolongada en el tiempo, perseverante, salesiana, añeja, eficaz en el llano y en la sala de control, de estudiante y de novicio, de director y de párroco, de sacerdote y obispo, de médico de almas y de asesor de instituciones, estamos hablando, entonces, del buen pan y del cáliz brillante que hace a la dignidad de la eucaristía, del agua limpia que hace al significado del bautismo, de la pulcritud del templo que hace al decoro de los sacramentos, del hombre íntegro que hace a la prez del sacerdocio.
Monseñor Leaden está dando hoy sus gracias particulares a Dios por todo lo recibido en estos sus 75 años de vida y hoy, seguramente, recordará a sus padres, a su familia, a sus amigos, a todos aquellos a los cuales Dios utilizó para mostrarle de una u otra manera su querer. Anticipo del premio mayor que sin duda le tiene reservado. Pero esas son cosas entre Dios y Don Guillermo. Es cosa nuestra, en cambio, agradecerle al Señor el don del sacerdocio y del episcopado que en él ha regalado a su Iglesia, a nosotros. Y todos estos sus 75 años de vida, o en preparación o en ejercicio, dedicados al ministerio.
Quiera Dios que, por muchos años más, pueda darnos su sacerdocio episcopal, sus sacramentos, su palabra, su testimonio, su cristiana amistad. |