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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Día de la madre
17 octubre 1971

Entre las tantas reivindicaciones que nos pregona nuestro moderno mundo mucho se habla de la reivindicación de los ‘derechos de la mujer'. ¿Y por qué no? Si existen los derechos del hombre, los derechos de la ancianidad, los derechos del proletariado, del niño, de los países subdesarrollados y de los desarrollados -alguien los codificó hace poco en Inglaterra-, los derechos del homosexual y no sé cuántos otros derechos, no hay derecho que no existan también los derechos de la mujer.

Y, en efecto, según dicen, dichos derechos existen, al menos en el papel, desde el lejano 1791, poco después de la Revolución Francesa, cuando el grupo de señoras y señoritas de bozo y de pelo en pecho se encargaron de publicar la relativamente famosa “ Declaración de los derechos de las mujeres ”. La cosa, a partir de entonces, hizo mucha historia.

 

Olympe de Gouges 1748 - 1793), pseudónimo de Marie Gouze, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana .

Ya en 1869 cuando el filósofo Stuart Mill en su obra “La sujeción de la mujer” defendía el derecho de voto del bello sexo, los movimientos feministas pululaban por todo el mundo. Y continúan aún hoy, como nos podemos todos dar cuenta cuando de vez en cuando, a través del material gráfico de los diarios nos llegan las imágenes de esas manifestaciones de mujeres enarbolando gruesos carteles que suelen hacer-¿Cuándo no?- en los Estado Unidos.

No seré yo, como nuestros abuelos liberales que se burlaban de esas cosas y que en los mítines feministas de antaño se divertían gritando desde afuera a las mujeres reunidas “¡A dar el pecho y a cocinar!”. Pero es verdad que la Iglesia –con sabia pedagogía- siempre le ha gusta más hablar de deberes que de derechos. Porque lo cierto es que cuando todos cumplen con su deber, infaliblemente se resguardan los derechos de todos. Mientras que cuando cada uno exige sus derechos, fácilmente ni cumple con su deber ni respeta el derecho de los otros.

A parte digresión, habré de decir que, a mi juicio, mal negocio han hecho la mujeres del siglo XX en reemplazar el respeto con que la rodeó siempre a través de las costumbres la civilización cristiana por dos pedazos frágiles de papel. El papel inútil de pergamino donde en letras góticas alguien escribió sus hipotéticos derechos y el papel más inútil aún que, desde hace poco, deben depositar de vez en cuando en el cuarto oscuro.

Porque, por lo demás, es difícil ver cuáles son los derechos auténticos y concretos que nuestro siglo ha concedido a las mujeres. A menos que se quiera llamar derecho o conquista a la libertad de desnudarse en las playas y en las calles, o de romperse el espinazo en las fábricas, servir en la TV de cebo para la venta de talco o de jabones, regocijar desde las revistas pornográficas los ojos lúbricos de los viejos verdes y los adolescentes, cambiar de novio o marido todos los sábados, alimentar las arcas de los modistos y de las revistas ‘fashion', dar el voto a los candidatos buenosmozos, andar colgadas junto con los hombres de los barrotes de los colectivos o, como en los países comunistas, hacer de barrenderas o arreglar los adoquines de las calzadas.

Tengo un tío que trabaja en los Ee. Uu., Hace poco vino a visitar a la familia. Entre otras cosas contaba, risueño, el gigantesco fraude que allá se le hace a la mujer. Con la excusa de la emancipación se la hace trabajar afuera en oficinas y fábricas, lo cual no impide que, amén de ello, cuando vuelve a su casa deba cuidar de sus hijos, fregar las cacerolas y cocinar para su marido. Con la misma excusa, se le concede el divorcio. Y eso las hace, en la inseguridad de su estado, estar más sometidas que nunca a un esposo al cual hay que satisfacer en todo, bajo amenaza de ser despedidas en cualquier momento. Por eso los yanquis se matan de risa cada vez que ven por la calle una manifestación feminista, y bien que pueden estar tranquilos, publíquense todas las declaraciones de derechos que se quieran.

El cristianismo –Dios- fue más inteligente. Sin oratoria grandilocuente, sin manifestaciones estrepitosas, sin revoluciones sangrientas, supo ir formando en la sociedad, la conciencia del papel estupendo de la mujer –sometida hasta entonces, desde el tropezón de Eva- engendrando en las almas el respeto que se le debía. No hizo ninguna declaración de derechos ni juntó mítines, pero hizo llegar a todos, a través del Evangelio y de las costumbres, la noticia de la dignidad de la mujer, igual al varón, hija de Dios como él, hermana de Jesucristo.

No por nada la figura humana más sublime y grande de la historia cristiana es una mujer: María. Y fue el culto a María el que, por contagio, hizo nacer el culto a la dama, el respeto a la doncella, la caballerosidad con la señora. ¿Quién no se da cuenta de que todo ello se ha hoy perdido? Basta mirar a nuestro alrededor cuando subimos a un ómnibus, entramos en una oficina, observamos la salida de una fábrica, vemos el comportamiento del novio con la novia.

Porque, señores, la mujer jamás alcanzará sus auténticos derechos y, por lo tanto su plenitud y felicidad, igualándose torpemente con el varón Lo hará solo en la medida en que respete la línea de su propia naturaleza. A cada uno Dios ha asignado su papel en la vida. Allí es pues donde cada uno debe realizarse.

Hoy es el día de la madre y no por nada, a pesar de su inevitable sesgo comercial, es universal la unanimidad con que todo el mundo lo celebra. Porque a nadie se le ocurre celebrar el día de la oficinista o el día de la obrera o de la barrendera – a no ser a alguna asociación de comerciantes de regalos-; pero nadie duda un instante en correr con el beso y el obsequio a los brazos de su madre.

Es el reconocimiento consciente e inconsciente del papel más maravilloso que pueda cumplir una mujer en esta tierra. La maternidad es el instinto más profundo que se anide en el corazón de la mujer. Maternidad no solo para la tierra sino sobre todo para el cielo.

Madre de muchos hijos o de pocos. Madre también que quedaste sin hijos, o porque Dios no te los dio, o porque soltera o virgen consagrada, pero que, en amor maternal, amas como a hijos a todos aquellos a quienes tu caridad alcanza. A ti nuestro homenaje en este día.

Que María, madre de las madres aliente y sublime tu maternidad.

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