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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Día de la madre

XXIX A 84

En Salta, dos diputados peronistas hacen dos o tres días acaban de proponer un proyecto de ley de legalización de la prostitución en esa provincia. Lo cual por supuesto en los tiempos que corren no escandaliza demasiado a nadie, sobre todo teniendo en cuenta que los legisladores generosamente ‑no se sabe si a favor de los clientes para garantizar la calidad del producto o de las profesionales para no agotar su salud‑ han determinado que se han de jubilar a los cuarenta años de edad. Pero, lo que realmente eriza los pelos son los considerandos y motivaciones que acompañan dicho proyecto. Textualmente: “como fuente de ingresos provinciales y promoción del turismo”.
Algo semejante proponían nuestra autoridades municipales cuando, justificando las salas de exhibición ‘porno’, decían que sus ingresos serían afectados a no sé qué obras culturales.
En fin, en aras de todas estas elevadas intenciones, una vez más –junto con el comercio del destape, la falta de represiones éticas, las modas procaces y así siguiendo‑ se muestra cómo, expulsado el cristianismo de la sociedad, a pesar de las declamaciones en favor de los ‘derechos de la mujer’, nos encontramos cada vez más en una sociedad que propende a convertir a la mujer en un objeto de consumo del varón a nivel casi puramente sexual.
Por otro lado, a una concepción cada vez más machista de la especie humana, ya que pareciera que el ideal supremo de las mujeres sería poder hacer lo que hacen los hombres. ¡Pobres mujeres! La cosa es tal que, si quieren ser mujeres, el modelo que les proponen es el de ser bataclanas descocadas o roqueras liberadas y, si quieren ser personas, tienen que lanzarse, en inferioridad de condiciones, a competir con el varón en actividades viriles.
Por eso yo, aunque no me gusta festejar estas fechas de la liturgia profana como el ‘día de la tía’, el ‘día de la secretaria’ o aun el ‘día del padre’ ‑surgidas de intereses comerciales y para suplantar profanamente las festividades cristianas‑ no desdeñaré utilizar nuestro hodierno “día de la madre” para ponderar la sublimidad de este papel cada vez menos apreciado como vocación primordial de la mujer.
Porque se reconoce, sí, en monumentos de no tan buen gusto y en estas escuálidas y algo cursis conmemoraciones anuales, pero es evidente que el ambiente general valora, por ejemplo, más el hecho de que una mujer haya subido al espacio en un Challanger que el que una mujer sea madre.

Se aplaude, se envidia más, a una mujer que con un palito con un óvalo enrejado dando saltitos ridículos hace desplazar velozmente una pelotita sobre una red detrás de la cual hay otra mujer que trata de hacer lo mismo, que a una que alimenta y educa a sus hijos.

Y aún estos ‘días de la madre’ tienen un no sé qué algo de tanguero, de concesión burguesa, de un cierto reconocimiento “a la vieja”, pero, desde que las chicas dejan de jugar a las muñecas, donde naturalmente hacen de madres antes de ser deformadas por el ambiente, ya la maternidad no representa más un auténtico ideal para la juventud sino, cuanto mucho, un accidente lamentable por falta de precauciones.
No: el objetivo es alcanzar prestigio en lo mismo que hacen los varones o, si algo que ver con su femineidad, ésta degradada a lo puramente erótico y, en todo caso, en función de hacer pareja, difícilmente de ser madre.

¿Cómo nos vamos a extrañar pues de que, en estos momentos, el lugar más peligroso estadísticamente para el ser humano sea el propio vientre de su madre en el genocidio del aborto? ¿Cómo nos vamos a asombrar de que, programadas las mujeres por esta cultura perversa para que se realicen ‘liberadoramente’, sientan como un peso insoportable, como una amenaza a su independencia, el tener un hijo –si no es tardíamente y para ‘realizarse’ apendicularmente como madre‑ y, cuando tienen más de uno, gozan de la conmiseración de todas sus amigas? ¿Cómo nos vamos a extrañar de que, cada vez más, sea un alivio para ellas el poder dejar el hogar o el poder alejar a los chicos de la casa y depositarlos en guarderías, jardines y colonias de vacaciones?

Pero una sociedad que ensalza el papel del varón sobre el de la mujer y secundariamente el de la pareja sobre el de la maternidad, está destinada a la decadencia y la destrucción.
Porque ya la cosa nos viene señalada por nuestra misma naturaleza animal. Porque entre nuestros hermanos animales ¿qué es lo que protege y privilegia antes que nada la especie: al macho o a la hembra? ¿Quién es más importante en el panal, lo más protegido, lo último que se sacrifica? ¿Los zánganos, las trabajadoras liberadas y estériles, o la madre, la reina?
¿Recuerdan las inundaciones de hace unos años en la Provincia de buenos Aires? Entre tanta desgracia, una de las curiosidades notables fue el recurso de subsistencia –escondido durante generaciones y generaciones en su programación genética‑ de los hormigueros. Me acuerdo una vez detenido en la ruta por el avance del agua. Unos bultos medio transparentes que flotaban a la deriva acercándose a lo seco. Al principio no me daba cuenta de lo que eran, esferas de aproximadamente un metro o dos de diámetro. Impulsadas por el viento, cuando llegaban a la orilla, se desmoronaban. Me acerqué a verlas Hormigas. Uniendo sus patas, unas a otras, formaban enormes pelotas, bolas. En el centro estaba la madre, la reina. En el exterior, las hormigas menos importantes. Las que estaban en los bordes se ahogaban.

Lo mismo en esas películas que se ven de “Mundo animal”. El otro día, una manada de elefante: Estaba la manada pastando. El macho en el altozano vigilando, protegiendo a todos, por si avistaba o no algún enemigo. Al aproximarse una animal de presa el macho barrita y la manada empieza automáticamente la huída, Se forman instintivamente: las hembra madres con sus cachorros en el centro, en vanguardia los machos jóvenes, a los costados los machos más viejos.

Una tribu de mandriles. Lorenz describe su disposición normal: al centro el macho dominante, rodeado de los machos más importantes, alrededor las madres y los cachorros jugando, en la periferia los machos jóvenes protegiendo, para una primera aproximación del enemigo, al resto del clan. Llega el depredador y quizá mate a un macho joven, que mucha importancia no tiene. Pero, inmediatamente, la disposición de la tribu cambia. Los que salen a pelear son el macho dominante y sus colegas. Que para eso y para transmitir los genes más fuertes lo alimentaban las hembras. Para esto lo tenían cuidado. Para que él arriesgara su vida. No la hembra, No los cachorros, Lo último que sacrifica una especie es a la madre y al hijo.
Y por eso en la madre y el hijo, todas las religiones y todas las culturas han visto la salvación. Por eso nuestra pareja salvífica no es José y María. Nuestra pareja salvífica es María y Jesús, la Madre y el Hijo.

Aun entre los seres humanos sabemos que naturalmente y hasta hace poco el que salía a la guerra o a la caza ‑u hoy lo que suple a la caza que es el trabajo con sus infartos‑ no era la mujer, sino el inútil del varón. A ese sacrifica la especie.
En realidad, si uno vuelve a leer ese libro que se hizo famoso una época, “El varón domado” de Esther Vilar, encontrará que había muchas cosas en las cuales ella tenía razón, aunque un poco escribió ese libro en sarcasmo.

Aún en cuanto a la salud parece ser que la mujer ‑y sobre todo la que ha sido madre‑ está más protegida que el varón. Por eso hay más viudas que viudos. Y según la opinión de mamá –que no sé si será muy científica porque lo dice para darle rabia a mi padre‑ “las viudas rejuvenecen, en cambio los viudos se vienen abajo”.

No es solamente en lo biológico donde el papel de la madre es fundamental para la supervivencia de la especie humana. También en lo personal, en lo específicamente humano. Comenzando por lo puramente psicológico, en donde todos sabemos que la relación madre-hijo constituye el patrón donde se fundarán todas las demás relaciones afectivas de la vida del hombre, para bien o para mal, pero sobre todo en lo que respecta a su amamantamiento moral y espiritual. Fíjense que este papel ha sido de tan fundamental importancia que recién ahora la Revolución que está exterminando a la cristiandad desde fuera y dentro de la Iglesia a partir de hace cinco siglos ‑a través de sus etapas protestante, liberal y marxista‑ parece, por fin, darse cuenta que la madre y la institución que la protege, la familia, es el baluarte último y decisivo hacia donde hay que apuntar todas las baterías.
Fíjense ‑para no ir muy lejos‑ nuestra historia. Desde 1853 el catolicismo fue el gran enemigo de las dirigencias políticas lideradas por la masonería que lograron, finalmente, mediante la prensa, la educación laica y la Reforma Universitaria desviar a nuestra dirigencia masculina de sus raíces cristianas. Los varones cayeron como chorlitos. Las mujeres fueron, en cambio, menos vulnerables a esta prédica disolvente y es así que enseñaban, desde la cuna, a sus hijos el encontrarse con Jesús. De allí que, cuando en 1934, el Congreso Eucarístico Nacional vio las calles de Buenos Aires pobladas de varones que se confesaban y comulgaban, dejando de lado sus vergüenzas e inhibiciones, todos se dieron cuenta de que ese cristianismo, a pesar de la persecución del Estado, había sido mantenido y protegido por las madres.

Desde entonces, pues, a atacar a la mujer; obligarla por razones económicas o de pseudoliberación a hacerla trabajar fuera del hogar; suplir la educación materna con guarderías y escuelas y televisión; desestabilizar a la familia y quitarle seguridad y poder educativo por medio de la poligamia –es decir del divorcio ya admitido en la práctica‑; proponer modelos de comportamiento femenino que nada tienen que ver con la maternidad; hablar del ser madre como de una lavadora de pañales, fregona y cocinera y nunca de la exaltante y plenificante labor que significa dar a luz, ir modelando paulatinamente ‑¡arte supremo, trabajo sublime!‑ la obra maestra de un ser humano libre y destinado a la eternidad.
No. Parece que mejor es ir a escribir formularios sobre una máquina de escribir o vender pavadas detrás de un mostrador o trabajar en una fábrica o conseguir un diploma en la universidad.
          Reaccionemos. Si desaparecen las madres, si al hombre lo podemos fecundar ‘in vitro’ y educar en laboratorios pedagógicos, terminaremos con la libertad, crearemos monstruos, aniquilaremos la patria y el cristianismo.
Necesitamos desesperadamente, en esta sociedad brutal y anárquica en la que estamos cada vez más sumergidos, la presencia de verdaderas mujeres. Porque cuando las mujeres dejan de ser mujeres los varones dejan de ser varones.
O madres carnales que lo sean verdaderamente con sentir de su misión y vocación o ‑si Dios les ha pedido otra cosa a través de la soltería o la virginidad consagrada‑ mujeres que vivan sus distintas vocaciones con espíritu materno, de damas, de señoras.
Solo así salvaremos verdaderamente nuestra patria y, aún, a nuestra Iglesia.
Porque, cuando defecciona el varón, es grave pero todavía hay esperanzas. Cuando se pervierte la mujer, todo está perdido.

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