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otros Sermones
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires. |
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1997. Ciclo B 24º Domingo durante el año LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 13-17 Sermón Nadie que viaje a Italia y disponga de un poco de tiempo puede privarse de visitar Ravenna, sede del antiguo exarcado desde el cual Constantinopla, en el siglo VI, gobernaba Italia después de la caída del imperio romano de Occidente y tras las reconquistas de Justiniano. Allí encontramos las muestras mejor conservadas del mundo del arte musivo bizantino. Los mosaicos del mausoleo de Galla Placidia, de San Apollinare nuovo, de san Vitale, de san Apollinare in classe, estallidos de formas y colores, solo son comparables a los de Palermo en Sicilia, de la misma época. Particularmente llamativos son los que adornan el presbiterio de San Vitale, en donde, a los lados del altar, es necesario quedarse largamente mirando las sendas representaciones, por un lado, de la emperatriz Teodora con su séquito, y, por el otro, la del emperador Justiniano, rodeado de sus nobles, entre ellos el arzobispo Maximiano y el general Belisario. Justiniano es hoy casi únicamente conocido por los estudiantes de derecho como el gran codificador de las leyes romanas: el famoso Digesto o Código de Justiniano; sin embargo ha sido también, desde el punto de vista político y militar, de una importancia clave en la historia del mundo. Cuando recibió el trono en el año 527, mediante sus eficacísimos generales, primero Belisario y, luego, Narsés no solo reconquistó el norte de Africa del dominio de los vándalos, sino que recuperó Italia de los ostrogodos, y parte de España de los visigodos. Al mismo tiempo pactó con los persas, los hunos y los eslavos en Oriente y aseguró así, por un breve tiempo, las fronteras del Imperio. Fueron campañas gloriosas y eso es lo que refleja la magnificencia de los mosaicos de Ravenna. Lamentablemente, semejantes campañas militares para ganar lo que al fin y al cabo eran territorios poco rentables, dejaron al imperio endeudado, al pueblo levantisco por los impuestos, y al ejército desangrado. Los sucesores de Justiniano no solo perdieron rápidamente todo lo que había conquistado éste, sino que ya no pudieron resistir la presión de los persas en manos de la potente dinastía Sasánida y su poderosa caballería. Habiendo conquistado la Mesopotamia y establecido su capital en Ctesifonte, cerca de las ruinas de Nínive, el reino persa ya había logrado vencer a los romanos en varias ocasiones. Pero el verdadero desastre vino con Cosroes II el último de sus reyes. Ante la debilidad de Constantinopla luego de las guerras de Justiniano, en el año 613, Cosroes decidió llevar contra el imperio una guerra total. Una parte de su ejército atacó Asía Menor, la otra fue tomando sucesivamente Damasco en el 613, con el apoyo de los nestorianos, Jerusalén en el 614, con la ayuda de los judíos, y Alejandría en el 618, aplaudido por los monofisitas. Así arrebataba Siria, Palestina y Egipto de mano de los cristianos. Todo esto con destrucciones espantosas, demolición de iglesias, pérdidas inmensas de vidas, de obras de arte y de enteras bibliotecas. La otra parte del ejército persa arremetió en dirección a Constantinopla. Tomó una a una las ciudades de Asia Menor y llegó finalmente a ocupar Calcedonia, frente mismo a Constantinopla, a la cual comenzó a sitiar. Es entonces cuando, depuesto el incompetente y cruel emperador Focas, sube al trono imperial el exarca de Cartago Heraclio que emprende una vigorosa reacción. Los persas retroceden, pero junto con los ávaros, bárbaros del norte, pactan volver a lanzarse, ahora conjuntamente, a la conquista de Constantinopla. Heraclio, entonces, audazmente, atraviesa el Mar Negro y, por atrás, ataca directamente el corazón de Persia. Derrota a Cosroes, que, sorprendido, ha debido volver apresuradamente a defender su capital, y toma en el 627 la mismísima Ctesifonte, recuperando luego Armenia, Siria, Palestina y Egipto. Toda esta historia complicada la traigo a colación, en primer lugar, porque tiene resonancias actuales. Por ejemplo para explicar porqué el recién nacido Islam, poco después de la muerte de Mahoma fue capaz -después de los acontecimientos que he relatado- de hacer los fulgurantes avances que conocemos y arrebatarnos, a los cristianos, medio mundo con tanta facilidad. Medio mundo que era nuestro, más aún, que era la cuna y porción más espléndida de la Iglesia, y que ellos aún poseen y que está tan lleno de incógnitas para nosotros. Si no hubieran existido estas terribles luchas anteriores de Justiniano y Heraclio, si por ejemplo visigodos y vándalos, en vias de convertirse al cristianismo, no hubieran sido vencidos por Constantinopla y hubiesen podido estabilizar sus reinos a la manera de los francos en las Galias, ciertamente los árabes no habrían podido tomar el Africa. Si los cristianos no hubieran estado divididos en arrianos, monofisitas, nestorianos y por tantas otras desgraciadas desinteligencias, hubieran podido ofrecer un frente mucho más firme al Islam. Si persas y cristianos no se hubiesen desangrado mutuamente en estas guerras, tampoco habrían podido hacer su paseo militar los musulmanes y tomar tan fácilmente esas tierras romanizadas y cristianas que eran Egipto, Palestina, Siria y el Asia Menor, la actual Turquía. Ciertamente el panorama del mundo hoy sería muy distinto y el Islam casi no hubiera existido. Pero, en segundo lugar, lo que hoy a nosotros nos interesa es que, en medio de estas conquistas y reconquistas, es como nace la fiesta de la Exaltación de la Cruz que hoy celebramos. Porque justamente en el año 614, cuando Cosroes II arrasa Jerusalén, destruye sus Iglesias y degüella a los cristianos -mas de sesenta mil-, entre otras cosas, de entre las ruinas humeantes de la basílica del Santo Sepulcro, toma el cofre de plata que guarda los restos de la Cruz encontrada por Santa Elena y la lleva triunfante a Ctesifonte. Y es probablemente esto, que parecía horrendo y sacrílego a cualquier cristiano, lo que excita el ánimo de Heraclio y de su gente y los lleva, a la manera de una verdadera cruzada, hacia Ctesifonte. En las banderas de su ejército ondeaban los nombres de Cristo y de la Virgen. Cuando, después de sus fulgurantes victorias, habiendo tomado Ctesifonte, rescata la reliquia de la cruz y retorna con ella a Constantinopla y es recibido por el patriarca Sergio en Santa Sofía, la entrada en la capital del año 627 fue uno de los más grandiosos triunfos que registra la Historia. Inmediatamente después, con la emperatriz Martina, se dirigió a Jerusalén para restituir la santa Cruz. Es entonces cuando la crónica relata que, entrando con gran pompa en Jerusalén, montado en un caballo blanco ricamente enjaezado y llevando en sus brazos el cofre con la cruz, al intentar entrar en el atrio de la basílica del Santo Sepulcro, que ya estaba siendo reconstruía, él mismo y su caballo quedan como paralizados, no pueden moverse. Se produce un enorme desconcierto, hasta que Zacarías, patriarca de Jerusalén, dice a Heraclio "¿Cómo pretendes, emperador, llevar la cruz por estas mismas calles por donde la llevó Jesús, humilde y dolorosamente, vestido así como estás con toda ese lujo y esplendor?" Sin dudar, Heraclio se baja del caballo, se descalza, se quita la diadema y el manto de púrpura toma la cruz al hombro y así entonces puede seguir avanzando sin dificultad. Cuando llega al umbral de la puerta de la Basílica, se para sobre los escudos que sostienen levantados cuatro de sus soldados y levanta en alto la cruz, en triunfo, mientras todo el pueblo aclama y se pone de rodillas. Eso sucedía un 14 de Septiembre, de allí esta fiesta de hoy, "La exaltación de la santa Cruz", que se festejó desde entonces en toda el imperio. Para no dejar la historia inconclusa, menos de diez años después, en el 637, Jerusalén, otra vez con la ayuda judía, cae, esta vez en manos del Islam. No se sabe muy bien cómo, el cofre de la cruz se salva y hay noticias de su estadía en Constantinopla y luego en Roma. Cuando Jerusalén es recuperada por la primera cruzada en el 1099 y, con Godofredo de Bouillón, se crea el reino latino de Jerusalén, la reliquia vuelve a venerarse en la basílica del Santo Sepulcro. Cien años después, ante el avance de los ejércitos poderosos de Saladino los cristianos, muy inferiores en número, deben presentar batalla en Hattin, cerca de Tiberíades, donde son derrotados el 4 de julio 1187. Se sabe que Rufino, obispo de Acre, para alentarlos llevaba como estandarte el cofre con la reliquia. Después del desastre, en el reparto del botín, le toca el cofre de plata a Lobo Azul, lugarteniente de Saladino. La última noticia que se tiene de la cruz es cuando, entrando en Damasco, pocos meses luego, Lobo Azul la lleva arrastrándola por el suelo, atada a la cola de su caballo. Un pedazo muy pequeño de ella, del tamaño de una estaca chica, se conservaba, desde el tiempo de santa Elena, en la capilla de su palacio en Roma. Esa capilla fue luego transformada en basílica y hoy, muy restaurada, se levanta, entre San Juan de Letrán y Porta Maggiore, con el título de Basílica de la santa Cruz. El trozo de madera permanece expuesto en la cripta de las reliquias, junto con un clavo de la cruz y dos espinas de la corona que le tejieron los soldados a Cristo. Esto, y algunas pocas astillas que se conservan en diversos lugares del mundo, es lo único que resta de la cruz de Jesús. La fiesta que hoy celebramos, empero, ha subsistido, más allá de todos estos avatares, no tanto para memoria de aquellos acontecimientos hoy casi olvidados, sino para que, en medio del año litúrgico, lejos de semana Santa y del Viernes Santo, no pensemos que la cruz pueda ser olvidada por los cristianos. No la cruz de madera que arrastraba Lobo Azul colgada de la cola de su caballo, sino la cruz que se hizo carne en el interior de Jesús como entrega de si mismo al Padre y a nosotros sus hermanos y que en todo caso nosotros mismos arrastramos de la cola de nuestros pecados. La cruz sigue siendo el centro de la predicación cristiana, no ciertamente como patíbulo de muerte, sino como compromiso de vida en servicio a Dios y a los demás, en olvido de uno mismo. Nunca podrá el cristianismo predicar el jolgorio ni la facilonería ni la dejadez, porque, si cualquier bien, incluso en esta tierra, exige para ser conseguido, esfuerzo, renuncia a la pereza, a las satisfacciones inmediatas, a la comodidad, al hacer lo que se nos antoja, mucho menos la verdadera alegría y la santidad pueden conseguirse sin lucha, sin vencimiento de nuestros egoísmos, sin crucifixión de nuestros apetitos desviados, sin, finalmente, sumisión de nuestra voluntad al querer amantísimo del Padre. Más aún: bien sabemos que el acceso final a la vida divina y al gozo que no se pierde, pasa obligatoriamente por la aceptación serena de la propia muerte. Sea Pascua o Viernes Santo, tiempo durante el año o Cuaresma, en nuestras victorias humanas o en nuestro ser arrastrados por la cola de los caballos de nuestros enemigos, sangrienta o en cofre de plata, en madera tallada o en los dorados triunfales de los mosaicos de Ravenna, la cruz sigue siendo la clave maestra de la revelación del amor que Dios nos tiene y del que nosotros tenemos que tenerle a El y a los demás. |