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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Hora Santa, aniversario Centro Católico Universitario Nuestra Señora del Carmen

1° Viernes 3-V-74

Érase una vez, en un lejano país dibujado con valles y montañas, arroyos cristalinos y verdes praderas, un rey bueno que vivía feliz en su palacio con su reina. Tuvieron un hijo. Las campanas de torres y torreones, arrebatadas al viento, no dejaron de cantar su alborozo durante todo el día. Y también reía y lloraba, y reía, el principito en su cuna de encaje y con su sangre azul.
Pero, una noche de verano, en que por el calor todas las ventanas quedaron abiertas y los guardias estaban adormilados, una gitana mala, que se había acercado para ver si podía robar algo, vio al niño y se lo llevó.
Luto y llanto en el palacio.

El principito creció entre los gitanos.
Y aprendió a mentir, aprendió a reñir, aprendió a robar. El cíngaro consorcio le enseñó la astucia y la hipocresía, los modales bastos y plebeyos, la lucha egoísta y desconfiada por la vida. Y, en las fogatas de los campamentos, supo de orgías y de vinos. ¿Quién hubiera reconocido su abolengo en los harapos montaraces de su indumentaria calé?

Sí, luto y llanto en el palacio. La tristeza consumía a la reina y al rey. Ninguna expedición de sus condes y barones pudo encontrar al principito. En la falsa solidaridad de los malvados y el miedo cobarde todos se hacían cómplices con su silencio y nadie decía a los enviados haber visto a los gitanos.

El rey no pudo más y, un día, dejó el palacio y, para que no callaran delante de él, se vistió de villano y bajó a caminar por su comarca buscando a su hijo.
Y sufrió el desprecio de la gente, la incomodidad de los caminos, el bochorno de los mediodías y el frio de las vigilias y los malos sueños nocturnos. Pasaron años pero, finalmente, halló a su hijo: desgreñado, soez, sucio, ignorante, torcido. Pero, debajo de su suciedad y sus andrajos, inconfundible, brillaba sobre el pecho del muchacho la marca del rey.
Este pagó el duro rescate que le exigieron y volvió al palacio.
Alegría de la reina. Alegría de validos y criados. Fiesta y cantos. El gitanillo creía que soñaba.
Pero también sufría. ¡Tenía tanto que aprender! Se le caían las copas en la mesa, volcaba platos, no sabía comer, tropezaba en las alfombras y resbalaba en los pisos encerados. No tenía idea de qué y cómo conversar con el marqués, ni la manera cortés de saludar a la duquesa. Y se asombraba cuando, en los torneos, le dijeron que había que justar limpio, sin dobleces, respetar al adversario, ser noble con el vencido. Y que robar era malo y mentir falsía. Ruin buscar solamente el placer de los sentidos.
¡Cómo le costó al príncipe gitano ser magnánimo con los pobres y los débiles, derecho y valiente en la batalla, arrojado en el peligro, manso en la victoria, honrado en la palabra, temperado en el premio y el descanso!
Lo ayudó la sangre, pero ¡qué difícil olvidar sus costumbres de gitano! Sobre todo al comienzo ¡qué engorroso asimilar los códigos de honor, las buenas maneras, las costumbres hidalgas!

Pero el rey fue paciente y supo esperar. Y lo ayudaron la sonrisa y el afecto de la reina; y el ejemplo de los señores e hijosdalgo.
Y, un día, por fin, ya no tuvo que preguntarse qué es lo que tenía que hacer, ni tropezó ya más en las alfombras, y su espada espontáneamente defendió las causas justas y se hizo ajena a toda felonía.
Pensaba como príncipe, actuaba como príncipe, vivía como príncipe y el rey le prestó su sabiduría, le participó la fuerza de sus ejércitos, le enseño la meta noble y ambiciosa de sus actos.
Nada quedaba ya del gitano y el rey, la reina y el príncipe pudieron finalmente vivir felices por muchos años.

 

Pero ahora estamos nosotros, Señor, aquí, en tu palacio. Porque también nosotros somos príncipes y llevamos en nuestro pecho, a pesar de los harapos, la marca del Rey. ¿No lo dijo Pedro, tu conde palatino: “Vds. Son una raza elegida un sacerdocio real, una nación santa”? ¿No lo dijo Juan, tu favorito, que no solamente parecemos sino que somos tus hijos? “Poco menos que los ángeles”, había dicho proféticamente David. Hermanos de Jesucristo, hijos tuyos, hijos del Rey, con la marca real del bautismo quemando en nuestro pecho, con la sangre azul que bulle en nuestras venas, con el abolengo cristiano que nos hace estar aquí en tu palacio como en nuestra propia casa.

Pero ¡ay, Señor! Que también nosotros fuimos raptados por los gitanos, gitanos del mundo, gitanos de nuestras ciudades, gitanos de Buenos Aires.
Y ¡qué contagiados estamos de cíngaras costumbres! ¡Cuántos momentos frívolos en nuestras vidas! ¡Cuántas veces que fuimos arrastrados por las corrientes del mundo, que nos cerramos en nuestro egoísmo, que fuimos falsos, que no vivimos como nobles, que pecamos, que nos vestimos con los harapientos disfraces de los porteños!
¡Gitanos de Buenos Aires! ¡Gitanos de la moda y las malas usanzas, de la televisión y del cine, de la fiesta pava y la estrechez de miras! ¡Gitanos del placer y del negocio, gitanos de la ambición y de la envidia! ¡Cuántas veces nos raptaron y nos llevaron con ellos!

Pero, Tú, Señor, déjate tu palacio y nos buscaste. Vestiste nuestros trapos de miseria y recorriste, llamándonos, los caminos del mundo.
Te persiguieron, te burlaron, pero nos encontraste y pagaste por nosotros el rescate afrentoso de la Cruz.

Y ahora quieres, de nuevo, enseñarnos a actuar como príncipes, como nobles, como la sangre y la alcurnia que surcan nuestras arterias no exigen. Como la marca de honor del bautismo que signa nuestras almas nos demanda.
Pero ¡ah! que nos cuestan ‑¡costumbres gitanas!‑ los modales de caballeros. ¡Qué colosal parece quedarnos, a veces, tu código de honor! ¡Qué arduo pelear con bizarría tus batallas nobles!

Y aquí estamos, pues, Vds. y yo, delante de nuestro Rey, en su trono iluminado del altar. Porque queremos aprender a ser sus hijos, a ser príncipes, a ser nobles, a ser cristianos. No venimos a pedirle cosas inútiles –como decía Santa Teresa: “no es tiempo de tratar con Dios cosas de poca importancia”. Venimos simplemente a estar con Él, como Sus hijos y hermanos que somos, como príncipes, en Su palacio, en Su casa, en nuestra casa. Para aprender de Él, para copiar Sus modales, para pensar Sus pensamientos, Su sabiduría, pedir Su fuerza, hacernos unos con Él en Sus deseos, en Su real querer.

(La fe)

Sí. Porque ya es tiempo de dejar de pensar como gitanos y plebeyos. Las miras de Dios han de ser nuestras propias miras. Queden de lado las humanas y arrastradas miradas, concepciones, pensamientos. Aprendamos la sabiduría del Rey.
La fe que ilumina nuestra inteligencia; esa es la sabiduría del Rey. No ya solo el conocimiento del científico, la opinión del periodista, el dictamen de las mayorías, la conferencia del doctor universitario, el artículo del psicólogo de ‘Claudia. Sino la mirada noble del hijo de Dios, el conocimiento que Él transmite a sus nobles, en la fe.
Eso pidamos hoy. Que aprendamos a ver las cosas ‘en’ Dios y ‘desde’ Dios. Que más allá de las interpretaciones de los hombres, sepamos ver en los acontecimientos el sabio plan de nuestro Rey.
Que aquello que los hombres ven como fracaso sepamos verlo nosotros, caballeros cristianos, como cruz y plenitud. Que aquello que los gitanos aplauden como adecuado y sagaz y nos muestran como indiscutible sepamos nosotros rechazarlo como  error.
Y no sea, no, nuestra mente sola la que dirija nuestros actos y conteste nuestras preguntas: sea nuestro Credo, el Evangelio, lo que han dicho los nobles que son los santos, lo que afirma la Iglesia.
Aunque, a veces, nuestra razón traidora de gitanos mal acostumbrados e ignorantes no entienda ciertas cosas, no comprenda ‑a veces, incluso, se rebele‑ sepamos vencernos y pensar como el Rey.
Eso venimos a pedirle, que ilumine nuestras pobres inteligencias, que  nos preste la luz de Su verdad, que inspire nuestros actos, que nos alumbre en el camino. ¡Que nos haga pensar y ver como hijos del Rey!

(La Esperanza)

Y también le pedimos fuerzas. Que nos preste sus ejércitos. Que nos enseñe la esgrima y el karate de sus paladines; que nos infunda la fuerza atómica de su infinito poder.
No: ya no confiaremos más en nuestras fuerzas, en nuestras habilidades, astucias, técnicas. Nos abandonaremos en Sus brazos y El prestará Su fuerza nuestros pasos, a nuestras manos y a nuestro puños.
Y, entonces ¿qué empresa no intentaremos? ¿Qué guante no recogeremos? ¿Quién se alzará a nuestro paso? ¿Qué valla se opondrá a nuestros, a Sus designios? Flameando sus banderas y su lábaro y empuñando sus espadas, aleteando en nuestro norte la Esperanza, todo será posible, todo realizable. Con un mandoble liquidaremos el vicio oculto; con un lanzazo la pereza; con una sola toma la cobardía; con una finta al viejo Adán.
Y el error caerá hecho trizas, y la ciudadela de los malos será expugnada y, entonces, recorreremos el camino estrecho y difícil que lleva a su Reino en corcel brioso, y saltaremos los calvarios, y llevaremos las cruces, y seguiremos por el desierto a nuestro Rey. ¡Que llevamos blasón que no pretende mezquinas miras y no tolera a los pequeños ni a los pusilánimes!
Sí, Señor, nuestro Rey, danos a nosotros, tus príncipes, tu fuerza, la Esperanza.

(La Caridad)

Y pidamos también la Caridad. Que nuestro corazón versátil y minúsculo de gitanos se troque en el corazón noble e hidalgo de los hijos del Rey. Que el corazón que latió durante tanto tiempo ambicionando tonterías repique al son del latido del Gran Monarca. Basta de egoísmos, de pequeñez, de búsqueda estéril de nosotros mismos. Que el amor de Cristo, que el amor de sus paladines los santos, que el amor de María, la Reina, sean nuestro ejemplo.
No gitanos que amábamos nuestra comodidad, el dinero, el triste amor que se hace escándalo en las calles y los colectivos, pavote amor que nos enseñó el cine y la novela. Amor de nobles y de caballeros, ese queremos. Amor sin envidias, amor que no se deja llevar por sentimientos bobos, ni por antipatías ni por simpatías, amor iluminado por tu verdad, por la Fe, guiado por la Esperanza, impulsado por tu Amor.
Amor al amigo, búsqueda de su bien. Amor al enemigo, en el gesto hidalgo, en el luchar de frente, en el buscar su conversión.

Y, si amamos como Él ama ‑Él, que ama y Su amor crea y trasforma‑ también nosotros crearemos y transformaremos, a nosotros mismos, a los nuestros, al prójimo, a la sociedad.

Sí ¿qué no haremos Señor si, como tus santos, pensamos con tu cabeza, alentamos con tu fuerza, amamos con tu amor? Sí: Rey, Padre nuestro, danos la fe, danos la esperanza, danos la caridad.

Pero también queremos pedirle otra cosa. Orgullo.
Sí: humilde orgullo. Ya sabemos que no es por nuestros méritos. ¿Qué mérito tiene haber nacido por Su generosidad hijos de Rey? Pero, lo mismo, le pedimos orgullo. Orgullo de ser cristianos, humilde vanidad de nuestra alcurnia, de nuestra cristiana prosapia, de ser, por Su misericordia, distintos, diferentes a los demás.
No: nos importa que nos señalen con el dedo, que nos miren como bichos raros. Queremos ser ‘bichos raros’ en esta sociedad gitana. ¡Y a mucha honra! Que jamás se abaje nuestra frente, que nunca ocultemos nuestro blasón cristiano, que nunca, para no ser distintos -¡es tan difícil ser distintos!- claudiquemos en nuestra manera principesca de ser.
Y, si alguna vez tenemos que renunciar a cualquier accionar, negocio o diversión o conveniencia que sea porque no coincide con nuestro honor cristiano, sabremos renunciar. Que no nos interesa el oro de los mercaderes ni las fiestas de los necios si hay que conseguirlos en desmedro del honor. Y, si alguna vez nuestra conducta de señores nos impide aprovechar la ocasión de recoger aplausos o puestos o placeres, sabremos también darles las espaldas. Que nuestras manos han de empuñar limpias la bandera de nuestro Señor.

Y, finalmente, queremos pedirte, Rey, Señor, Hermano, Padre, Dios, que nos tengas paciencia.
Porque no nos resulta fácil sacarnos de encima nuestros hábitos gitanos. Perdón si tropezamos, si se nos cae la copa de la mano, si, a veces, nos olvidamos de tus reglas, si se nos escapa sin querer algún gesto innoble, si extrañamos las fogatas bulliciosas de los cíngaros. Porque sí Señor, lo reconocemos y lo sabes: nos cuesta ser tus caballeros, tur príncipes, tus hijos. Y los gitanos nos llaman, nos hacen falsas promesas, nos confunden.
Pero si Tú nos tienes paciencia, Señor, aprenderemos.

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