50 años Ingenieros
1980
Entre mis tareas sacerdotales, estoy a cargo de una residencia universitaria, que acoge a más de cien estudiantes que vienen del interior a estudiar en la Universidad de Buenos Aires. Por supuesto que no es una mera pensión. Junto con otro sacerdote, los seguimos personalmente, tratando de llevarlos a la formación integral. Suplimos el vacío humanista y religioso de la formación puramente técnica que dan nuestras facultades, con instancias a la cultura general y clases de filosofía y teología.
Una de las cosas que más recalcamos desde que entran a vivir con nosotros es que, ciertamente, la formación y el éxito profesional, el estudio de la carrera, son importantísimos, por lo cual han de hacer todo lo posible para ser buenos médicos, buenos abogados, buenos bioquímicos, buenos ingenieros. Es algo que deben a la sociedad que les da la oportunidad de estudiar y que, a través del esfuerzo e investigación de generaciones y generaciones, ha acumulado ese conocimiento que ahora adquieren casi sin trabajo, como herencia, y que han de poner al servicio no solo de sí mismo y de sus familias sino del bien común.
Y sabemos que el ejercicio eficiente y generoso de su actividad profesional, además de las satisfacciones del oficio cumplido con verdadera vocación, suele ser retribuido con la prosperidad económica.
Pero nada de esto basta –les decimos- porque, antes que ser buenos ingenieros, buenos economistas, buenos profesionales, hombres ricos …, mucho más importante es ser buenos hombres.
Porque ¿quién no sabe que la verdadera felicidad no puede hallarse solo en el premio del ingreso ingente, ni de los ascensos, o realizaciones técnicas -campo sin duda valioso pero insuficiente del quehacer del hombre- sino que se encuentra en aquello que nos toca antes que nada como seres humanos, seres de relación, hambrientos de verdadera comunicación y de amor?
¿Qué será de una vida atiborrada de bienes u orgullosa de grados académicos, pero sin hondas amistades, sin familia, sin esas religaciones de amor que nos arraigan a la existencia y la hacen digna de ser vivida? ¿Quién no sabe que se pueden tener todos los éxitos del mundo en el trabajo y, lo mismo, vivir frustrados en lo hondo, si no se ha sabido fundar una familia buena, vivir el auténtico amor de un matrimonio indisoluble, de la “reunión de los hijos alrededor de la mesa” –como dice la Biblia- o, en su defecto, del cálido entorno de amistades profundas y viriles?
Por eso siempre decimos a nuestros muchachos: “antes que nada, ser hombres”. Crecer en ese núcleo del ser humano que es la capacidad de salir de los egoísmos que todos albergamos y vivir el compromiso del auténtico amor. Amar a la propia mujer, a los hijos, a los hermanos, a los amigos, a los camaradas, en los distintos niveles o círculos de nuestros diversas actividades. En un universo más amplio que el mezquino de lo económico o del dinero y, ni siquiera, en el de la visión parcial y especializada de la propia carrera. Ampliando horizontes, abrevándose en las fuentes de la cultura general, en las savias del humanismo proporcionado por la lectura de la historia y la literatura, la música y la poesía.
Hombres, pues, abiertos, más allá de los intereses del oficio, a los horizontes de la sabiduría, de la belleza, de las artes, de los humanismos que abren panoramas de altura, de dignidad, de honor, de estética, de arraigo a las tradiciones, a la moral, a la patria.
¿Quién no sabe de la estrechez de miras de nuestros contemporáneos, de la miopía profesional de los que se dedican a determinadas ramas de la ciencia, de la incapacidad de tantos universitarios para plantearse los grandes problemas y las grandes preguntas y obtener las grandes respuestas y, por tanto, de vivir los grandes amores?
Pero tampoco esto basta –insistimos a nuestros residentes- porque el hombre, más allá de su realización humana, más allá de sus triunfos de status o sus fundaciones familiares o amicales, está abierto a una realización mucho más grande y plenificante que es la de la apertura y aceptación de la Vida con mayúsculas que ofrece Dios en Jesucristo. Darse a nosotros que será pleno recién en la eternidad, pero que ya en esta vida se traduce en la lucha exaltante y exultante por crecer en el Bien y aplastar al mal dentro y fuera nuestro. Vivido en la alegría de la seguridad de sentirnos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, en la serenidad que nos da la fe, aún en medio de las tribulaciones, y en la paz de la oración.
Esto lo pueden comprender Vds., ingenieros que cumplen cincuenta años de profesionales, mejor que nadie, porque saben que si bien el ejercicio de su profesión les ha marcado la vida y, en ella, han tenido alegrías y dolores, las grandes alegrías y los grandes dolores han pasado más bien por el plano de su vida de hombres, de sus dichas y penas de familia, de sus contentos o aflicciones de hijos, de maridos, de padres, de hermanos, de abuelos. Y he de decir que la experiencia muestra que, quizá por algún proceso interno de compensaciones, los ingenieros suelen ser fácilmente buenos tipos, buenos hombres y hasta buenos cristianos. Quizá porque la misma índole fría de su profesión, su toparse constante con cálculos y estructuras, con obras frías y de corazón de piedra o de acero o de hormigón armado, hace que surja en ellos como una verdadera necesidad de alimentar el deseo de lo humano que se esconde en el corazón de todo hombre. Quizá profesiones como la de abogado o la de médico puedan encontrarlo, más fácilmente que el hombre de los planos y los teodolitos, en el ejercicio de sus actividades propias.
El ingeniero, si quiere encontrar calor humano, habrá de hacerlo fuera de sus planos y sus reglas de cálculo y, por eso, no es difícil descubrirlo como excelente padre familia, como marido cariñoso; o escuchando un concierto o admirando un paisaje o una obra de arte o leyendo un buen libro.
Por otra parte, la misma profesión los hace realistas, objetivos. No se puede jugar con las realidades como con las ideas. Los resultados están determinados siempre por las posibilidades. No se puede ir más allá de los elementos con los cuales se cuenta. Cualquier error o ilusión hace desplomarse al puente o resquebrajar el edificio o hundir la empresa. Eso el ingeniero sabe transportarlo de alguna manera a lo humano. Un ingeniero no suele ser fantasioso, ni pretencioso. Se ajusta a la realidad y, si con ella no puede hacer un palacio de su vida, sabe conformarse con la solidez de una pequeña casa. Conoce el arte de disfrutar lo poco o mucho que tenga sin amargarse por los imposibles. No va a pedir a su mujer o a sus hijos más de lo que ellos pueden dar. Tampoco a la vida. Las cosas son como son y, aún en lo poco que puedan ser, tienen mucho que darnos. Eso lo saben los ingenieros.
Pero Vds., ingenieros ya desde hace cincuenta años, saben más que esto. Porque ya no está el futuro abierto para Vds. a cualquier posibilidad, a cualquier ilusión, a cualquier aventura, como cuando salían veinteañeros de la Facultad con sus diplomas bajo el brazo. La vida puede habérseles mostrado pródiga o mezquina frente a aquellas esperanzas. Pero ciertamente les ha mostrado lo rápido que pasan los años y lo fugaz de tantas cosas que, en un tiempo, fueron nuestro objetivo futuro y que hoy ya no son sino recuerdos en viejas fotografías amarillas. Hubo muchas alegrías, quizá, sí, y las hay todavía; pero hubo también muchas luchas y angustias y tristezas. Y aún cuando todos hayan sido éxitos y júbilos, siempre está la realidad del tiempo que los barre en recuerdo y de los seres queridos que desaparecen y del cuerpo que se vuelve menos ágil y que cada vez necesita más patillitas coloridas a la hora del almuerzo o del sueño.
Claro, para muchos, está la juventud renovada de los hijos y de los nietos. Pero ¿basta?
Aquí, nuevamente, ayuda el realismo de los ingenieros. Para él, la verdad se encuentra en las cosas, no la inventa, solo la descubre. No es fruto subjetivo de la mente, de las opiniones, de las vagas ideologías. Y esa realidad objetiva es la que está clamando a gritos la presencia de otra realidad que las explique, que de razón de las leyes que descubre el sabio en la materia -y que nos dieron tantos dolores de cabeza cuando estudiábamos química, física, estabilidad- y que esclarezca, sobre todo, el por qué de los instintos profundos de grandeza, de ambición, de felicidad, de rechazo de la caducidad y de la muerte, que se anidan en el espíritu del hombre.
Porque la muerte, el penar, la desdicha, es algo que arruina todos los cálculos. Es como si faltara una constante, un vector desconocido, una X que diera coherencia a nuestro existir de hombres. El ingeniero, cuando se pone a pensar sobre la realidad, tiene que rechazar como absurda, como equivocada, una ecuación vital que termine en el error garrafal del dolor y de la muerte.
Y entonces es fácil que esa X, ese vector, esa incógnita, esa función que da coherencia a la ecuación se descubra como la cruz de Cristo y su llamado a la vida plena de la gracia, que asume y transforma todo dolor, que vence a la muerte, que supera infinitamente todo deseo, que eleva a la enésima potencia todas nuestras dichas.
Puede que el ingeniero, sumergido en el mundo del trabajo y las instancias tiránica de la actividad de la vida moderna, no pueda durante mucho tiempo encontrarse con esa X. Pero, en cuanto la agitación y el interés profesional le dan un respiro, allí está, con todos sus afectos de ser humano, dispuesto a dar amor a los suyos y allí esta finalmente, con todas las exigencias de su realismo y de su cálculo, dispuesto a aceptar el don de Dios.
Y por eso venimos en este día a dar, antes que a nadie, gracias a Él. Gracias por estos cincuenta años de ingenieros, gracias por estos cincuenta años de hombres de familia, con sus alegrías y su penas. Gracias por la fe que hizo más hacederos nuestros trabajos, más dichosos nuestros logros, más llevaderas nuestras penas. Y gracias sobre todo, por el llamado que, como a ingenieros cristianos, se nos hace a recibir al término de nuestras vidas aquí en este mundo en construcción, el diploma último de la verdadera felicidad, en la Ciudad construida sobre cimientos de inconmovible roca. |