Misa de hombres
1° viernes de junio 1971
(04/VI/71)
En estos momentos en que nosotros -en número no excesivo, por cierto- nos hallamos aquí reunidos para responder al tradicional llamado de los primeros viernes a los hombres católicos de la zona, varios miles de hombres llenan los escaños del Luna Park respondiendo a un llamado político. Es claro: llueve, hace frío, la iglesia es destemplada y hasta los que estamos reunidos aquí hemos debido resistir la tentación de quedarnos en nuestras casas a gozar de la calefacción, el programa de TV o la compañía de los nuestros. Sin embargo este es un magro consuelo: también es incómodo llegar al Luna Park y, a pesar de ello, el Luna Park está lleno.
Sí, es verdad: nadie ha gastado los millones en propaganda que se ha expendido para eso en promover la asistencia de los hombres a ésta nuestra celebración vespertina. Tampoco contamos con la atracción de 22 hombres corriendo detrás de una pelota para colmar un estadio; ni las secuencias pornográficas de una cinta de celuloide para atestar una sala cinematográfica.
Pero tampoco eso puede consolarnos.
Porque no es solo ahora, en este explicable momento, que faltan los varones en nuestra iglesia: faltan los domingos en las Misas de Buenos Aires, en las colas llenas de mujeres de los confesionarios, en las filas de las comuniones, en las organizaciones parroquiales, en el silencio de los templos sedientos de hombres de oración, en las voces femeninas de nuestros coros y cantos y en nuestros vacíos seminarios, en la palestra de la vida donde aún los mejores ocultan abochornados su condición de católicos.
¡Cuántos hay que afirman que la religión es asunto de polleras, de viejos y de niños! ¡Qué difusa es esa mentalidad que piensa que no es de varones el traspasar las puertas de una iglesia o arrodillarse ante un confesor!
¡Ah, nuestras iglesias llenas de mujeres!
Y, gracias a Dios todavía están ellas, sosteniendo con su oración y con su ejemplo las bases de nuestra fe, e infundiendo en los hogares esa mínima gota de sobrenaturalidad indispensable para que se salve la familia toda. ¡Guay de nosotros cuando nos falte la fe de nuestras madres y abuelas, de nuestras hermanas, de nuestras novias y esposas!
Y, sin embargo, la iglesia no es “de ellas”. El cristianismo ha sido y continuará siéndolo, una religión de varones. Mal que les pese, el Apóstol San Pablo ha sido terminante en este sentido: “...las mujeres, en la Iglesia, que se callen ” Cristo, fue hombre; también los apóstoles, los obispos, los sacerdotes, los acólitos, los lectores…
¿Por qué, pues, esta deserción en masa de los varones que sufrimos hoy en día? ¿Ha sido acaso siempre así?
Que nos responda el cayado de los apóstoles, la sangre de los mártires, la espada de los cruzados, el raudo cabalgar de las órdenes de los Templarios, de Calatrava, del Santo Sepulcro, el tronar de los cañones de Lepanto, la coraza del conquistador español y la predicación del misionero. Dos mil años de monjes y de santos; la carne desgarrada de España en lucha liberadora contra los rojos, las cárceles de Cuba, los templos repletos de varones de Polonia.
¡Ah los tiempos en que Belgrano, en plena retirada después de Ayohuma, en el silbar de las balas sobre sus cabezas, a la caída del sol, mandaba arrodillarse a su ejército para rezar el rosario!
No están tan lejanos los tiempos en que ningún hombre de Buenos Aires tenía vergüenza de arrodillarse en las calles al paso del Santísimo que llevaba el sacerdote a los enfermos…
¿Qué nos ha sucedido? ¿Culpa de nuestras puntillas, de nuestras predicaciones melifluas, de nuestras imágenes feminoides? ¿Culpa, acaso, de nuestra flojera, del miedo a la Cruz, de las tentaciones del mundo? ¿Falta de fe, distracción de los negocios, ambición de placeres? ¿Culpa de una conspiración mundial que pugna por erradicar la fe de las personas, de las familias, de la sociedad?
Todo puede ser. Pero no hay nada más fácil ni más estéril que buscar culpables. Otro es el camino que nos muestra Cristo en el evangelio. Y todos sabemos muy bien en qué consiste.
Quizá no seamos muchos. Pero tampoco eran muchos los apóstoles. Y ellos dieron vuelta al mundo, transformaron a un imperio y fundaron una civilización.
Porque eran pocos, pobres y pequeños, pero tenían fe y supieron decir un sí total, sin condiciones, al Cristo que los había llamado. Por eso llevaban en sus cansados miembros la fuerza inmensa de Dios.
Y, a pesar de la titánica tarea que tenían por delante no vacilaron en emprenderla con la energía de su fe; con el aliento de su esperanza; con el incendio de su caridad.
Es la misma tarea que nos desafía desde este inmenso y triste Buenos Aires. Si nos entregamos plenamente a Cristo podemos realizarla. Debemos realizarla. |