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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Misa universitaria
3 Agosto 1972 (1)

“La Iglesia en lo material-económico”

No es extraño, últimamente, recoger en el submundo de las revistas y hojas periódicas que atestan los kioscos de nuestros canillitas porteños, declaraciones de cristianos ‘comprometidos' (así se llaman) que, después de visitar Cuba o algún otro país de los Edenes comunistas, se desatan en loas respecto a la situación de la Iglesia dentro de éstos. Hace poco, un ingenuo sacerdote conocido -que no amigo mío-, después de un viaje a lo de Castro –pagado por no se quién- me relataba la profunda emoción religiosa que le había causado el catolicismo cubano. Iglesias repletas de fieles los domingos, profunda unción y piedad en los concurrentes, sacerdotes predicando elevados temas religiosos. Con los mismos o parecidos acentos de entusiasmo, una conocida revista católica de nuestro medio, después del viaje de su director detrás de la cortina de hierro, poco ha, loaba la vitalidad de la Iglesia Ortodoxa de Moscú.

En fin, no nos interesa en estos momentos hablar sobre estos “ingenuos -llamémoslos así- útiles”, pero parece lógico que, habiéndose cerrado la mayoría de las iglesias y teniendo en cuenta que, en Cuba, de 1600 que eran los sacerdotes antes de Fidel han quedado reducidos a no más de 130 para la misma población católica, las pocas misas que aún se celebran estén repletas. Y es infantil quedar extasiado por el clima de fervor de una comunidad cristiana perseguida; o por los elevados temas de predicación de los sacerdotes. Porque no pongo en duda que se escucharán hermosos sermones sobre la Trinidad, el Cielo y la gracia sobrenatural –y bien que me gustaría que se hablara más de estas cosas aquí en Buenos Aires, pero olvidan decir que en la Habana no se puede hablar desde el púlpito de absolutamente ninguna otra cosa -como podría ser, por ejemplo, de los problemas de la moralidad pública o social de la isla-. Eso sería, para el severo gobierno castrista, ‘meterse ilícitamente en política'. Y la Iglesia, al parecer del jefe marxista, debe tratar solo de asuntos específicamente religiosos.

La sensación contraria –una Iglesia cada vez más metida en lo político y social- la tiene el hombre de la calle de nuestros países latinoamericanos. No solo por la repercusión noticiosa de las actividades de ciertos sacerdotes: manifiestos, huelgas de hambre, congresos tercermundistas –sin hablar de los casos extremos más o menos románticos de los Carbone y Camilos Torres, sino también por la aparente inflación de documentos a nivel magisterial –encíclicas, documentos conciliares, pastorales- que tratan de estos temas.

Sensación en parte justificada, porque es verdad que la Iglesia está empeñada en una labor de esclarecimiento en estos campos; y, en parte, no, puesto que, aún cuantitativamente, sigue manteniendo prioridad absoluta en la predicación de la Iglesia lo directamente religioso. Baste hacer un recuento de los temas tocados por las últimas encíclicas o discursos pontificios.

La sensación proviene de que los ‘mas media' y el público profanizado prestan preferente atención a los asuntos de implicación política o social, desinteresándose cada vez más del núcleo del mensaje cristiano. Y hasta no se ve sino a la Iglesia como una extraña institución de promoción político-social que aún conserva raras adherencias mítico-folklóricas destinadas a rápida extinción.

Pero la Iglesia preferirá refugiarse en las catacumbas o crucificarse en los campos de exterminio antes de renunciar a predicar una sola coma o iota de la integridad de su mensaje. Y no aceptará ningún retaceo en la misión que, por mandato de Cristo le toca cumplir. Ni admitirá hablar solamente de las cosas sobrenaturales sin referirse a las realidades humanas y terrenas que son su condición y sustentamiento. Ni degradará sus fines a servir solamente los intereses temporales de los hombres.

Siendo así, ¿con qué derecho la Iglesia se atribuye esta competencia aparentemente arrogante de inmiscuirse en asuntos temporales? ¿No desborda los ámbitos de su finalidad propia el ocuparse de argumentos no estrictamente religiosos? ¿Qué tienen que ver el Papa y los curas –todo Misas y bendiciones- con el mundo de los técnicos, de los doctores en ciencias económicas, de los doctorcitos en sociología y psicología, de los ingenieros y los médicos, de los Lorenzo Miguel y de los Rucci?

Y, para respondernos, será bueno que veamos las cosas en grande, desde muy arriba y desde muy lejos.

Más allá desde donde Frank Borman , el astronauta, atónito antes el espectáculo grandioso que se le abría a través de la mirilla de su nave espacial, recitó emocionado los primeros versículos del Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra

Sí. ¡Cosmos maravilloso de sistemas astrales y de galaxias, de nebulosas y de novas, de negruras insondables y de mudos estallidos incandescentes! ¡Qué ojo humano podrá abarcar nunca en su dimensión matemática las distancias abisales y los tamaños vertiginosos de la realidad fascinante de la materia cósmica!

Y, sin embargo, en un grano de polvo alrededor de una modesta estrella, en un rincón focal de una de las tantas galaxias, habita, microscópico, nada menos que el depositario, el fin, el dueño, el monarca, el sentido final, de todo este universo y esfuerzo material: el hombre. Materia asumida por el espíritu, cuyo chisporrotear, en uno de sus actos cualquiera de amor e inteligencia, vale más y es inmensamente más luminoso que toda la energía junta desatada desde el estuoso centro de las estrellas encendidas.

El hombre que –a diferencia de la criatura puramente material, inerte y estólida- “es creado por Dios” –como dice el catecismo- “para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y gozarlo después para siempre en el Reino de los cielos” ¡Sublime y estupendo destino del aparentemente pequeño ser humano!

Es para el hombre y por el hombre que las cosas materiales –nuestra diminuta tierra y todos sus bienes y el inmenso cosmos- han sido creados. Él es el ‘centro' convergente y centrípeto del universo –sostiene la Iglesia, contra las herejía de Giordano Bruno - y, a través del hombre, toda la creación material se consuma, finalmente, en Dios.

El hombre presta al mundo y a la estrellas su alma y sus cuerdas vocales para que, a través de ellas, cumplan su misión de dar gloria y alabar al Creador. La materia no trata con Dios sino a través del hombre. Es sublimándose en él como sacia sus hambres más profundas.

Pero, a la vez, el hombre depende de ella y, si es verdad que sirve a la materia prestándole sus propios fines superiores, también es cierto que necesita de ella y, en ella, se implica vitalmente.

El hombre no es el alma –decía Santo Tomás contra Platón-. El ser humano es esencialmente uno de alma y de cuerpo, unidad substancial de espíritu y de materia, de razón y de mundo.

Y si el mundo precisa del hombre para alcanzar sus objetivos, recíprocamente requiere éste último al primero para obtener los suyos. Ambos están entreverados en una unidad dinámica esencial indestructible. Y, por ello, no se pueden afectar las realidades materiales sin, directa o indirectamente, afectar de una u otra manera al ser humano.

El mundo al servicio del cuerpo, el cuerpo al servicio de la razón, la razón al servicio de Dios, es una línea ascendente de finalidades inherentes a la condición humana que no se puede interrumpir en ninguno de sus eslabones, a riesgo de frustrar el todo.

Trágicamente, Vds. saben, en el ámbito misterioso de la protohistoria, el eslabón final, el salto último de la creación hacia su alfa y omega en el acto libre del hombre, fue interrumpido en el pecado primigenio y, desde entonces, los fragmentos de la cadena, privados de su tensión hacia el extremo, hacia su fin, campearon desordenadamente por su fueros, desorganizando al cosmos. ‘Recurvando' –al decir de San Bernardo - a los individuos hacia el egoísmo, rebelando al organismo de su sujeción al alma, despojando al hombre de su primitiva potestad absoluta sobre la materia. “ Maldito sea el suelo por tu causa –dijo Yahvé a Adán- con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba del campo ”.

El hombre desvalido, su razón desviada de lo divino, es incapaz por sus propias fuerzas de recoger nuevamente las apetencias del cosmos y dirigirse a Dios.

Y, entonces, también lo saben Vds., a remediar, renovar y recrear el orden de todo hacia Dios, un hecho nuevo se produce: la encarnación del Verbo. Respuesta total, plena, definitiva, a todo el aspirar y deseo de la materia. Porque, en la humanidad de Jesús -cuerpo cósmico y alma, divino y humano- Dios asume radicalmente toda la criatura, aún la materia, aún el cosmos.

Y por eso no hay un solo gramo de polvo estelar, ni una sola mota de pelusa invisible volando en este templo, que de alguna manera no haya sido afectada por el hecho de la encarnación y la destinación final de todas las cosas en el hombre, y de todos los hombres -mediante Cristo- en Dios.

La Iglesia, que prolonga en la historia la encarnación de Cristo, tiene, ciertamente, como misión principal, señalar y facilitar el acceso de todos y cada hombre a su destino final. Acceso cuya condición indispensable es el acto de fe educido libremente por el hombre con la potenciación de la gracia. Pero, dada la naturaleza psicofísica del hombre, estando este acto libre materialmente condicionado por la circunstancia material y social, también ha de curar la Iglesia, secundariamente pero no menos necesariamente, de las realidades mundanas. Porque el entorno temporal y material donde se desenvuelven las acciones humanas no son ajenas a las posibilidades que el hombre tiene de realizarse libremente en su destino sobrenatural.

Por eso, si bien las actividades técnicas y económicas que tocan estas circunstancias son -en su ámbito y competencia propias-, independientes, en cuanto afectan los niveles superiores de la ética, la moral natural y la política, campo de la libertad y las actividades del espíritu, del acceso a la verdad y a los actos de las virtudes teologales, deben subordinarse ordenadamente a la finalidad última del hombre y, por tanto, a las líneas maestras de la Revelación y de la Ley Natural que, para servicio de Dios y la humanidad, interpreta autorizadamente la Iglesia.

La doctrina social de la Iglesia sobre el recto uso del mundo material para bien de todos los hombres y las indicaciones sobre los medios legítimos para logarlo –como p. ej. la doctrina de la propiedad privada- no es más que resultado del ejercicio de esta misión y responsabilidad de la jerarquía, consciente de su deber de iluminar estos aspectos aparentemente solo materiales de la vida.

No es ajena a la finalidad de la Iglesia denunciar condiciones materiales que impidan el pleno desarrollo de las actividades superiores del hombre. No es extraño a su cometido el señalar las situaciones límites dentro de las cuales puede el hombre, respetando las leyes que Dios ha impreso en su naturaleza, transitar en libertad su camino terreno hacia la plenitud sobrenatural.

Y hoy más que nunca. Cuando no solo nos encontramos frente a estructuras económicas y sociales –como el colectivismo o cierto tipo de liberalismo- en si mismas injustas y contrarias a las leyes naturales, sino, además, sustentadoras de poderíos económicos y técnicos fabulosos -asistidos por la psicología, la sociología y los medios de comunicación social- al servicio de finalidades, a veces ocultas a veces patentes, que mutilan y frustran al hombre y lo privan de su dignidad natural y sobrenatural.

Y, atención, que constatar que el poderío de la economía y de la técnica no esté hoy mayoritariamente al servicio de los auténticos fines del hombre, no dice nada en contra de la técnica y la economía en si mismas.

El que la televisión estupidice ahora a los argentinos con el bombardeo de sus programas bobos o amorales o insidiosos, no quiere decir que deje de ser admirable el ingenio humano que ha posibilitado el vuelo de las imágenes por los aires; ni que el cristiano no deba, por todos los medios a su alcance, encauzarla en su recto uso. Que las riquezas de nuestra civilización del consumo aparten –estadísticamente comprobado- al hombre de Dios, no significa de ningún modo que, en si mismas, sean malas, sino que el hombre debe subordinarlas virtuosamente y en esfuerzo ascético a sus fines superiores, y el cristiano debe buscar combativamente un medio político que garantice pedagógicamente esta subordinación.

Pero, más aún: la Iglesia no es solo custodia de las leyes naturales que rigen todo proceso humano y por tanto también el económico en cuanto atañe a la moral y lo teologal. La Iglesia es -sobre todo para el optimismo pueril del hombre moderno- la aguafiestas que tiene el ineludible deber de señalar la ambigüedad y el peligro de todos los bienes creados y terrenos.

Aún las cosas mejores pueden ser mal usadas por el hombre –eso ya lo sabemos- pero lo peor del caso es que, a causa del pecado original al cual más arriba hicimos referencia, existen tendencias negativas: la concupiscencia, el egoísmo, que nos llevan muchas veces a, espontáneamente, utilizar mal los bienes creados. El recto uso de las cosas, entorpecido por este confuso egoísmo original, se vuelve dificultoso y aleatorio. El ser humano tiende, en muchas ocasiones, desviadamente, a pervertir el recto uso de la creatura. Por eso, a pesar de la gracia y de los sacramentos, la restauración cristiana no se logra solamente por las virtudes aristotélica y la política social. El cristiano debe seguir a Cristo en la Cruz y en la renuncia radical –a veces efectiva- de las cosas terrenas a través de los tres consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia. No por desprecio maniqueo a los bienes a los cuales esos consejos renuncian, sino, al contrario, por respeto a ellos, porque se siente incapaz de usarlos correctamente según los fines en ellos impresos por el Creador.

Y vean que esta actitud típicamente cristiana de abnegación y desprendimiento frente a los bienes de este mundo es redescubierta actualmente por autores no cristianos como Moravia , que dice, textualmente: “La pobreza y la castidad, si nos fijamos bien, son o debieran ser, hoy y en este mundo, las dos condiciones normales del hombre. En cuanto hoy en este mundo no veo como el hombre pueda cesar de ser un mero productor-consumidor sin a través de la pobreza y la castidad ”.


Esta es, pues, señores, la única y auténtica contestación global al hombre unidimensional (2), a los excesos materialistas de nuestra civilización contemporánea. En el orden económico y social, la lucha tesonera por implantar la plena vigencia de la doctrina social de la Iglesia. En el orden personal, defenderse de las tentaciones del poder, la riqueza y la poltronería, en la practica, al menos interior, del despego radical de las cosas de este mundo implicados en el misterio de la Cruz de Cristo y los consejos evangélicos.

Recién en los nuevos cielos y la nueva tierra parusíacos el hombre recuperará totalmente su unidad y, entonces, todo el cosmos y toda la realidad material contribuirán, definitivamente y sin sombras, a la felicidad del hombre y a la gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

1- Ciclo de Misas sobre diversos temas, uno de los cuales tocó ese día al P. Podestá, organizada por la Asociación del Colegio San Pablo, para universitarios.

2- Sermón escrito en las épocas de la contestación estudiantil francesa, cuando estaban de moda libros como “El hombre unidimensional” de Herbert Marcuse

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