Aniversario creación Misioneras de San José de Flores
1971
Uno a veces se pregunta por qué se celebran y festejan los cumpleaños de las personas. Si hay alguna cosa en la cual no tenemos ningún mérito, esa es ‘cumplir años'. Basta obedecer a nuestro instinto de conservación y dejar, simplemente, transcurrir el tiempo.
Nuestros antepasados cristianos eran más agudos. Festejaban preferentemente no el día del nacimiento al mundo, sino el aniversario del bautismo o de la profesión religiosa, ya que seguir, a través de los años, siendo cristiano o religioso, exige un esfuerzo y, por lo tanto merece aplauso. O, si no, festejaban su llamado ‘santo' –‘hoy es mi santo'- u ‘onomástico' que coincidía siempre con el día del nacimiento, ya que los padres, para sus hijos, elegían uno de los nombres de los santos que figuraban ese día en el martirologio romano. Festejando pues al correspondiente de la fecha se ponían nuevamente bajo su protección y le daban gracias por todos los años de protección que le debían. O, finalmente, como con los primeros mártires, declaraban días de fiesta los aniversarios de sus muertes terrenas, que no eran sino el cumpleaños de sus nacimientos a la Vida verdadera, de su 'triunfo'.
Sin embargo, hay otros cumpleaños que, sí, merecen ser festejados. Son aquellos de las obras humanos que, para sostenerse en el tiempo, necesitan de un esfuerzo continuado, del empeño sistemático de las personas que las realizan. No basta que caigan las hojas del almanaque –al contrario, el tiempo conspira contra ellas- para que podamos celebrar sus aniversarios. Es necesario llegar al cumpleaños con esfuerzo, prolongando y renovando el trabajo todos los días.
Si uno se sienta en una silla o se tira en la cama, lo mismo le llegará anualmente, automáticamente, el día de la torta con velitas, de los regalos y del ‘happie birthday'. Pero no es sentadas en una silla o tiradas en la cama como las misioneras de San José de Flores han alcanzado hoy sus once años de existencia. El tesón, la perseverancia, la paciencia, la labor sistemática de un puñado de mujeres de esta parroquia son lo que han obtenido esto. Y es por ello quizá que, para festejar estos once años, no se necesiten regalos o tortas con velas, porque no se ve necesario añadir un símbolo material o una recompensa externa a la satisfacción íntima de mantener en vida –y en vida pujante- una organización de este tipo en las difíciles épocas que atravesamos, en el mundo y en la Iglesia.
Desde el Concilio , anunciado y nacido con tanta esperanzas, nada parece estable en la Iglesia: todo se destruye –en el trágico proceso de ‘auto demolición' del cual, no hace mucho, hablaba Pablo VI . Lo poco que se construye dura poco, las cosas y las iniciativas nacen y mueren como hongos. Se ha levantado una cohetería de fuegos artificiales que hace mucho ruido y produce pocas nueces. Solo deja humo, olor a chamusquina y desconcierto. No se emprende ninguna obra seria. Todo son reuniones, mesas redondas, comisiones de estudio, declaraciones, sínodos, subcomisiones y ‘sub-sub-comisiones'. No nos alcanza el tiempo para leer los discursos, los documentos y el palabrerío que parece ser lo único que la Iglesia es capaz de producir en estos momentos. La inflación de la palabra, la charlatanería, el ruido vacío parecen ser la nueva tónica del catolicismo.
Y a eso llaman ‘comprometerse'. Una Iglesia ‘comprometida' es el slogan hoy de moda. Y comprometerse es firmar una solicitada, una carta abierta, salir con carteles a la calle, lanzar dos o tres gritos de protesta y, después, volver tranquilamente a la casa a comer la comida de los padres y tirarse a ver televisión. Mientras tanto los seminarios están vacíos, los matrimonios se divorcian, no hay sacerdotes en los confesionarios, faltan monjas y personal religioso para los hospitales, las escuelas y las obras de caridad.
Todo se derrumba. Desde el Concilio, en Francia, se han debido cerrar últimamente cuatro asilos de ancianos y varios orfanatos, hospitales, escuelas y hasta iglesias. Varias de ellas, como en la diócesis de Lyon, transformadas en garajes, sino en cosas peores. A eso llaman ‘comprometerse'.
Pero esos compromisos, hermanitas, son fáciles. Nada cuesta una firma, un grito, un cartel, una mesa redonda tomando café y fumando un cigarrillo. Lo que cuesta es el compromiso callado con la vida, con el deber cotidiano, con la rutina de las horas de 365 días del año.
Basta una bomba atómica para hacer desaparecer una ciudad; cuesta decenios levantarla. Basta un microbio, una maceta, para hacer morir a un hombre; se necesitan años para hacerlo crecer y educar. Cuesta años llevar adelante una organización; basta un día para suprimirla de un plumazo. Pero es mucho más ruidosa la bomba atómica que los ladrillos puestos uno sobre el otro. Más conmovedora la muerte que el crecimiento, Más impactante la desaparición que el sostenimiento. Eso hace notica, da tema de conversación.
A un mundo acostumbrado al ruido, a la moda y a la novedad, más le atrae el chisporrotear fugaz de los fuegos artificiales que el lento acumular de las hormigas, el pertinaz horadar de la gota de agua, el libar obstinado de las abejas.
Porque todos somos aptos, alguna vez, para el esfuerzo heroico y romántico de la aventura. ¿Qué joven no es capaz de un acto de generosidad, de un gesto de desprendimiento, de una carga violenta de caballería? Pero poquísimos son capaces del esfuerzo continuado y tenaz de las trincheras, del trabajo cotidiano, del sacrificio diario. Miren esos amores violentos como huracanes de los novios de hoy ¿cuánto duran? ¿Y quién es capaz de decirles que el único amor verdadero es el que se compromete para siempre, en una larga vida de actos rutinarios y hasta tediosos, pero que son mucho más valiosos y profundos que la pasión desatada del encuentro fugaz?
Comprometerse con la moda, con la novedad, con lo impactantes es fácil; pero, de compromiso no tiene nada.
Comprometerse es perseverar. Elegir un camino y seguirlo hasta el fin, en la monotonía de los mismo paisajes, en el aburrimiento de la rutina, en la repetición de los idénticos y pequeños gestos. Solamente así se construyen las obras duraderas, se hacen huellas penetrantes, marcas que quedan.
Esto falta hoy en la Iglesia. Perseverancia. Decía Manuel Gálvez : “ más vale un plan mediocre que se lleve adelante durante diez años, que diez planes excelentes que duren uno ”.
Por eso: ¡Basta de marchas y contramarchas, de novedades y de inventos! No son novedades las que necesitamos, sino gente sencilla que trabaje y persevere en las mismas cosas substanciales de siempre. Aunque no salgan en los diarios, aunque parezcan poco importantes y no hagan ruido.
Y ese es el inmenso mérito de las misioneras de Flores.
Porque nunca han esperado resultados ruidosos y espectaculares han sabido ser sacramento de la presencia callada y constante del Señor y de la parroquia en las almas, en las casas y en las calles.
Sin desalientos, porque sin falsas espectativas. Con constancia y esperanza teologal, porque realmente comprometidas con Cristo. Compromiso que no sale en los diarios ni recibe los halagos de la televisión, pero único compromiso que vale, porque surge del diálogo con Dios, se sostiene con la fuerza de la gracia y la tozudez de la perseverancia.
Los sacerdotes de Flores les agradecen su trabajo de todo corazón Un día Jesús se los agradecerá personalmente en el cielo. |