Misioneras parroquiales
Aniversario
21 Octubre 72
Efes 1, 15-33; Lc 12, 8-12
¡Qué lindo evangelio y epístola para Vds., misioneras de San José de Flores, cuya institución se remonta a ya trece fructíferos años de trabajo!
Hoy, que invade a la Iglesia como una especie de vergüenza universal de mostrarnos distintos a los demás, que hay que adaptarse al mundo, sonreír a todos y a todo, callar frente al error y la abominación para no chocar con los demás, tener siempre cuidado de valorar las creencias e ideologías ajenas pero no las nuestras ¿no es un hecho extraordinario que un grupo de mujeres salga humildemente, de casa en casa, para proclamar, en la acción de su quizá callada presencia, la única verdad capaz de hacer felices a los hombres?
“Renegaré delante de los ángeles de Dios de aquel que reniegue de mi ante los hombres”
Terribles palabras. Pero ¡cuántas veces se hace caso omiso a ellas! ¡Cuántas pequeñas y grandes claudicaciones cotidianas! Esa señal de la cruz que omití en el colectivo pasando frente a una iglesia, por vergüenza, porque nadie la hacía, porque no iba a ser el único ... Esa defensa de Dios que casi hago, pero que callé por respeto humano, para no armar lío, porque tenía miedo de hacer un papelón. Esa ocasión en la que pude hablar de Cristo, pero quedé mudo porque no sabía cómo me lo iban a tomar, porque hubiera sido importuno, porque ‘no vayan a creer que uno es un fanático' … Ese chiste excesivo en que reí, porque todos se reían. Esa conversación inconveniente ¡claro! no iba a ser el único mojigato. Esa reunión de la cual no supe retirarme a tiempo.
Y, por eso, nuevamente ¡qué estupendo este grupo de mujeres que no solo no rechazan la ocasión de dar testimonio de Jesús, sino que la buscan! En estos tiempos que hasta hay curas y monjas que se sacan su hábito porque tienen empachos humanos en mostrar su condición de tales, ellas buscan esa ocasión, orgullosas de ser distintas, de poseer la luz de la verdad, de ser católicas. Y de poder transmitirlo a los demás.
Y ¡qué dicha, entonces, escuchar al Señor decir: “Les aseguro que el Hijo del Hombre reconocerá ante los ángeles de Dios a aquel que me reconozca abiertamente ante los hombres”.
Y más cuando la cosa no parece tan difícil ¿No se nos ha dicho acaso: “ no se preocupen entonces buscando cómo defenderse o qué decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deben decir ”?
(anécdota de algo sucedido en Rosario con mormones: “Hace poco, en Rosario ….. mormones”. Probablemente algo que ver con misioneros mormones y sus argumentos ‘de memoria')
Nosotros no tenemos que aprender nada de memoria, ni métodos de propaganda y relaciones humanas, ni siquiera saber demasiada teología o asistir a las charlas del asesor. Solamente –y nada menos, por supuesto- debemos hacernos dóciles a la acción del Espíritu Santo.
No ‘yo', mezquino, burro, ignorante, tartamudo, antipático, no ‘mi' mensaje, ‘mi' acción, ‘mi' apostolado, ‘mis' cualidades personales, sino ¡el Espíritu Santo!
Pero, para eso ¡qué programa de vaciamiento! Porque cuánto más actúe ‘yo', menos actuará ‘Él'. Cuánto más de mi mismo, menos del Señor. Cuánto más ‘mi' palabra, ‘mi' habilidad, menos la Suya.
Si, hermanitas misioneras: para que la sangre de Dios y Su vitalidad circule pujante dentro de nosotros, se necesitan arterias flexibles, sin el colesterol de nuestros propios ‘yos'. La subsistencia del propio yo es la arterioesclerosis de las almas.
Y, por eso, el de las misioneras de Flores debe ser fundamentalmente un doble trabajo: primero, un buen régimen de abnegación y mortificación para eliminar el colesterol de la propia estima y los microbios del egoísmo, la comodidad, el orgullo. Segundo, continuas transfusiones de Sangre de Jesús. En nuestras venas no debe circular la nuestra sino la Sangre del Señor.
La oración, hermanas, -oración y sacramentos-, esa es la aguja transfusora. Es en la plegaria donde nuestra acción se conecta con la de Dios.
Sin oración podremos trabajar, movernos, agitarnos, hablar bien, sonreír, hacernos simpáticos y que todos nos abran las puertas. Nos habrán abierto las puertas a nosotros, no a Cristo. Mejor quedémonos en casa. A nadie le interesa ‘tu' éxito, sino el éxito de Cristo.
Por eso, oración, transfusión. No mi debilidad, sino el poder del Padre. No mi inteligencia, mi oratoria, mis palabras, sino la sabiduría del Hijo. No mi afecto, mi querer, mi bondad, sino el amor del Espíritu Santo.
Y así termino con San Pablo en la epístola que hemos leído:
“Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo plenamente. Que él ilumine sus corazones para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamadas, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que Él obra en nosotros los creyentes por la eficacia de su fuerza” |