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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Cuarto día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús

San JosÉ de Flores 1971

Vds. conocerán el cuento –no tan cuento- de aquel hombre pobre que se quejaba de su suerte y suspiraba por tener el dinero suficiente para vivir. “Cuando tenga 100 monedas con las cuales poder comer y vestirme decentemente, entonces quedaré tranquilo y no me quejaré más”, decía.

Trabajando como un negro logró reunir finalmente sus cien monedas. Pero no por ello dejó de quejarse. Miró a su alrededor y vio como el vecino tenía una casa mejor que la suya y cómo tomaba buen vino en sus abundantes comidas. Y entonces se dijo: “Cuando pueda reunir 500 monedas para poder construirme una casa parecida y tomar vino en mi mesa, entonces quedaré tranquilo”.

Sudó al sol y la luna fatigándose como un chino y obtuvo por fin sus 500 monedas. Pero tampoco entonces quedó conforme porque descubrió conocidos que tenían mulas y caballos, vajilla de plata y oro, jardines de amapolas y azucenas. “Cuando reúna 2000 monedas entonces quedaré tranquilo”.

Y se ajetreó, laboró, traginó, se afanó, bregó y, a la postre, juntó sus 2000 monedas. Pero, ni tampoco. Y ni 10.000 monedas lo aplacaron, ni 50 ni 100 000 monedas, ni un millón. Y siempre acumulando más y más, con una sed cada vez más despiadada en su garganta y en sus manos. Hasta que, por fin… Pero el final no importa…

¡Cuántos de nosotros, los mayores, nos hemos pasado la vida quejándonos de nuestra suerte, de lo que tenemos, deseando siempre más y más! ¡Cuántos de los jóvenes comienzan ya a desear desmedidamente y nunca pararán!

Porque quisiéramos tener más dinero, porque nunca nos alcanza –aunque en realidad tenemos mucho más que otros que no tienen nada- y “es una vergüenza cómo hay que vivir” y “Dios no mea ayuda”. O quisiéramos tener más salud –porque “Padre yo no quiero ser rica, pero quisiera tener al menos salud”- O “nunca tengo suerte, Padre, las cosas siempre me van mal”. O no tengo amigos y quisiera tenerlos. O querría mudarme de departamento porque la vecina es insoportable… y el trabajo donde estoy no me gusta y quiero cambiar. Y mis padres o mis hermanos mi marido son insoportables y ya no se qué hacer. Y quisiera tener más éxito con la mujeres, o ir a más fiestas, o tener más vestidos que mis amigas, o poseer un auto como el del papá de mi compañero de escuela, o saber más de tantas cosas para poder conversar sobre todo y no quedarme nunca callado…

Y nunca estamos satisfechos con lo que somos o tenemos. Como si, en el fondo de nuestra almas, hubiera un estómago que, cuánto más se llena, más hambre tiene.

Y cuando se es joven ¡cuántos trabajos para mejorar y progresar, cuántas fatigas, cuántos empleos, esfuerzos, horas de estudio, horas quitadas al sueño, horas quitadas a nuestra familia, a nuestros amigos!

Y cuando se es viejo ¡cuántas quejas, cuantos malhumores, acidez, berrinches, lamentos, gemidos, querellas!

No, Nunca estamos conformes.

Y el mundo no nos ayuda a estarlo: porque Fulanito tiene tanto más que yo y la envidia me corroe; porque he visto en la televisión que ha salido un nuevo producto que quisiera, ya, tener; porque en los diarios he leído que se vende un nuevo aparato que me soluciona muchísimos problemas; porque en Radiolandia he visto como vive la actriz Mengana y los palacios de Rockefeller.

Y las vidrieras y escaparates del mundo nos ofrecen todos los días cosas nuevas, actuales, recientes, originales, ¡necesarias! ¿Cómo no vamos a querer tener lo que ‘todo el mundo' tiene?

Y la vida se transforma en un loco afán de correr detrás de metas que se multiplican una detrás de otra. O de quedarnos rezongando y amargados porque no tenemos ni fuerzas, ni ganas, ni salud, ni posibilidades para alcanzarlas.

Sin embargo no es del todo verdad que nunca nos conformamos con lo que tenemos. Hay algo de lo cual casi todos hoy solemos, tristemente, contentarnos: nuestro estado de relación con Dios, nuestra vida religiosa, nuestro mínimo grado de gracia, el que apenas parece garantizarnos la entrada, raspando, en el purgatorio …

¿Quién se ocupa hoy de tratar de ser santo con las mismas fatigas, ímpetus, esfuerzos, sacrificios que emplea tratando de alcanzar los perecederos bienes de este mundo? ¿Qué señor o señora anciana sufre su falta de santidad, de caridad, como sufre por su falta de salud, o de dinero, o de amistades?

Sin embargo, aquello que nos hará felices o desgraciados eternamente, aquello que medirá para siempre el grado de dicha que tengamos en el cielo, aquello que nos fijará definitivamente y sin apelaciones en nuestro puesto sempiterno, no será ni las riquezas que hayamos logrado acumular, ni la salud que hayamos disfrutado en esta nuestra corta peregrinación terrena, ni la sabiduría que podamos haber alcanzado en el estudio, ni la belleza, ni la fama, ni la tranquilidad, ni el automóvil o el lavarropas último modelo, sino la caridad y santidad que, como don de Dios, hayamos sabido guardar –en tesoro que no se apolilla ni se pierde- en nuestros corazones, acumulándolo para el cielo.

Dios no nos ha creado para una vida mezquina, pequeña; no ha derramado su sangre preciosísima para que arrastremos una vida espiritual de gusanos; no se ha tomado el trabajo de forjarnos a su imagen y semejanza y depositar como un germen en nuestras almas su Vida divina por el bautismo, para que la conservemos encerrada en húmedos armarios penumbrosos evitando apenas los pecados mortales o confesándonos rápidamente cuando los cometemos.

Nos ha llamado a horizontes plenos de luz y vitalidad; nos ha indicado a gritos el camino auténtico de la felicidad; nos ha dado la posibilidad de una existencia de gigantes, de nobles, de perfección. Ha abierto el corazón de su Hijo para mostrarnos el abismo de su amor por nosotros y sus deseos locos de hacernos plenos y felices.

Nos ha dado la gracia como un grano de mostaza que debemos hacer árbol pleno de frutos y de hojas.

He venido para que tengan Vida y la tengan en abundancia” no como un granito de arena del cual apenas nos acordamos cuando venimos a misa o rezamos a la noche.

La voluntad de Dios –dice San Pablo- es vuestra santificación”. “Sed perfectos como mi Padre es perfecto”. “Sed santos, porque Yo, vuestro Padre y Dios soy santo”. “Creced, creced en Cristo” clamaba, también, Pablo. “Creced siempre en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo

¿Crecemos nosotros? ¿Estamos disconformes con lo que somos antes Dios? ¿Nos preocupamos de ser santos?

El mundo ofrece a gritos sus mercancías. Nos incita con sus propagandas en las paredes, en los colectivos, en los subterráneos; nos hipnotiza con sus anuncios musicales en la televisión; nos fuerza a la competencia de la ostentación y la riqueza; nos hace correr como poseídos detrás de bienes ilusorios; nos hace fatigar como esclavos para no parecer menos que los demás; nos deslumbra en los negocios de la calle Florida y del barrio de Flores. Todos detrás de los falsos colores, del brillo de la hojalata, de las pompas de jabón.

Y, en medio de la indiferencia más absoluta, del desdén, de la ignorancia, atropellado por los peatones presurosos que le hacen ningún caso, el Corazón de Jesús, solitario, sangrante, traspasado, ofrece el único tesoro que vale la pena.

¿Habrá aquí alguno que quiera recibirlo? ¿Abrirle las puertas de su casa? ¿Darle cabida y abrigarlo en su propio corazón?

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