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otros Sermones
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires. |
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Séptimo día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús San JosÉ de Flores 1971 Decíamos, en los anteriores días de esta novena, que debíamos ser santos, y que ‘ser santos' consistía en cambiar el mezquino corazón que late en nuestros débiles pechos por el Corazón de Cristo. Ser un solo espíritu y un solo querer con Dios. “ No querer nuestras cosas en cuanto nuestras –como dice Fray Alonso de Madrid (1)- sino de querer a Dios y sus bienes, y de querer a nosotros mismos como a cosa suya y como a cosa de que él se quiere siempre servir ” aún en las pequeñas circunstancias de la vida. Y decíamos que eso era la caridad, el verdadero amor. Pero entremos, aún más, en la comprensión de esta palabra ‘amor'. Inquiramos en los secretos del Sagrado Corazón de Cristo para ver cuál es el modelo que debemos hacer pulsar con nuestra sangre. Porque hoy –y ya lo he dicho otras veces- se habla mucho de la palabra ‘amor' –incluso se habla mucho de la palabra ‘caridad'- pero cada vez menos se entiende el significado profundo, viril, auténtico de estas palabras. ¿Qué es querer a Dios? ¿Qué es querer a una persona, a un amigo, a un padre, a una mujer, a un marido? Porque es distinto querer ‘cosas' que querer ‘personas'. Puedo decir, por ejemplo: “quiero a mi perro”, “quiero un tapado de piel”, “quiero ir al cine”, “quiero panqueques”, “quiero mi trabajo”, “quiero plata”, “quiero salud”. En todos estos casos lo que deseo es la posesión, el gozo, el disfrute de estas cosas. Las quiero para mí. En último término me quiero a mi mismo a través de ellas. Lo cual, por supuesto, es legítimo, porque todos este tipo de cosas están para servirnos. Dios las ha creado o han sido fabricadas para nuestra utilidad o contento. Pero es diferente querer ‘cosas' y querer ‘seres humanos'. De esa manera no deberíamos querer a las ‘personas'. Y, sin embargo, ¡cuántas veces lo hacemos así! Decimos querer a alguien y, en el fondo, lo estamos atropellando con nuestro instinto de posesión, con nuestro apetito de gozo, de disfrute o, aún, de dominio. Creemos querer a alguien a partir del placer emotivo que experimentamos cerca de él -porque es agradable, habla bien, nos entiende, nos sentimos a gusto-. Buscamos gozar de su presencia, de su simpatía, de sus encantos, de su posesión lo más totalmente posible. Queremos poseer al ser querido y, si fuera posible, en exclusividad, arrancándolo al resto del mundo para apropiárnoslo; a veces, para dominarlo. La felicidad que le deseamos no es muchas veces sino una prisión, una prisión construida por nosotros y de la cual celosamente guardamos la llave. ¡Cuánta gente quiere así a sus amigos, en exclusividad, sospechando de los demás, con estúpidos celos de adolescente! ¡Cuántas suegras –madres egoístas que no saben desprenderse de sus hijos- que arruinan las familias incipientes rivalizando desmañadamente con sus nueras! Y la cosa se complica cuando llamamos amor al querer del hombre y la mujer. Una llama interior los ha abrasado y los lleva el uno hacia el otro. Cada uno parte a la conquista del otro para apropiárselo en exclusividad. Es una especie de invasión mutua. Cada uno cree haber descubierto en el otro el ideal en el cual soñaba: el perfecto complemento de sí mismo. Una sola alma, una sola carne. Pero esa primera llama está alimentada por el fuego de los sentidos y, por eso, no puede durar siempre. Poco a poco los jóvenes esposos se instalan en su banal existencia cotidiana, con todos sus prosaicos aspectos, con todas sus dificultades. Y llega un momento en que se miran y no se ven tales como al comienzo se creían; sino que, simplemente, se descubren tal cual son. Y entonces comienzan los desencantos. A veces sucede que comienzan a sentirse solos. Cada uno buscaba en el otro a sí mismo. Enfriada la pasión, los dos se quedan solos. Porque los sentidos son siempre egoístas: buscan para sí. Y, cuanto más la pasión inicial ha sido violenta, más ese amor corre el riesgo del naufragio. A menos que se ingrese en la etapa del verdadero amor. A menos que las almas sean suficientemente humildes y generosas como para sentir que no hay amor sin sacrificios. Porque amar no es ‘poseer', sino ‘dar' lo mejor de sí mismos para la felicidad del otro. Querer no es amarme a mí en el otro, sino querer el bien del otro. Amor no es obligar al ser amado a realizar un retrato quimérico de la figura ideal que uno de él se había hecho. Es poner todas las fuerzas, sacrificar el egoísmo, domar el instinto de dominación y posesión, para que el ser querido pueda desarrollarse plenamente por el camino que le es propio. Amar es desear la felicidad del otro . Amar, para el cristiano, es, sobre todo, desear al ser querido la felicidad eterna. En el fondo, hacerlo santo. ¡Pero que pocos son los psicólogos, los novelistas, los dramaturgos, los libretistas que describen así el amor! La mayor parte de las obras literarias, de teatro, del séptimo arte, de la televisión, pretenden habla del amor, pero, en su visión enana, no pasan de ser aguachentas tonterías sentimentales, o melodramas de fotonovela, o, peor, pornografía. ¿Y nuestro amor a Dios? ¿No es verdad que también muchas veces buscamos en Dios a nosotros mismos? Nuestra seguridad, nuestra sensación de devoción, nuestro consuelo, la ayuda que podría darnos, el premio que nos promete. Porque ¡qué fácil es decir que amamos a Dios cuando de la oración salimos llenos de consuelo, cuando el sentimiento acompaña nuestras plegarias, cuando parece que Dios escucha nuestros ruegos, cuando lo necesitamos… Pero, cuando la oración se transforma en una operación dolorosa y fría de la pura fe, cuando delante de Dios no sentimos sino el dolor de nuestra rodillas y la fatiga de nuestro cuerpo, cuando parece que nadie nos responde y, a pesar de las súplicas, las cosas siguen yendo mal, cuando en Dios no encontramos consuelo ni aparente ayuda y nuestra angustia rebota en el vacío de la gélida iglesia ¿somos capaces de seguir ‘amándolo'? Porque amor es buscar el bien del otro olvidándonos de nosotros mismo, en el sacrificio, en la abnegación. Amar a Dios es afirmar y buscar su Gloria. Así nos ama el corazón de Cristo. No en el corazón del tango, ni el de la novia boba, ni de la madre melosa o la monja dulzona y engreída. Es el corazón que se da, que solo busca nuestro bien, que se olvida de sí mismo. Y por eso gotea sangre, lo circundan espinas, lo atraviesa una lanza, lo corona una cruz. Sagrado Corazón de Cristo, ensénanos a amar, Haz nuestro corazón semejante al tuyo. 1- Arte de servir a Dios (1521): “Como seamos criados hombres puros y pobres con poder de tornarnos hombres divinales y de muy altas riquezas, lo que siempre debemos procurar para esto, presupuesto el cierto socorro de Dios, es hacer una mudanza en nuestro ánimo, tal que sintamos que ya nuestra voluntad no sirve de querer nuestras cosas en cuanto nuestras, sino de querer a Dios y cuanto bien tiene Su Majestad, y de querer a nosotros mismos como a cosa suya y como a cosa de que él se quiere siempre servir por su merced y bondad infinita, en manera que tengamos siempre sus grandezas y excelencias y gloria infinita como cosas nuestras y más que nuestras, y lo amemos y nos gocemos con ello mucho más que con todo cuanto bien tenemos y esperamos y nos puede venir, teniendo por perfecta bienaventuranza que Su Majestad tenga tan infinitos bienes como tiene, casi no curando de nosotros, pero procurando con todas nuestras fuerzas de ir al cielo a verlo y gozarlo más cumplidamente, no por gozarnos más, sino porque Su Majestad, con gloria infinita, infinitamente quiere de bueno vernos engrandecidos de la muy alta posesión y riquezas que él posee, y que poseen asimismo los que escogen por último descanso y bien que Su Majestad tenga tanta gloria como tiene; y esto es ser un espíritu con Dios” |