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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Tercer día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús

San JosÉ de Flores 1971

Hoy es, pues, nuestro tercer día en esta novena de pláticas dedicadas al Sagrado Corazón de Jesús, preparando la celebración solemne que haremos el próximo domingo en la cual celebrará la Santa Misa Mons. Jorge Carreras, obispo de San Justo.

Supongo que casi todos Vds., alguna vez en la vida al menos, habrán tenido la oportunidad de salir de Buenos Aires e irse algunos días al campo o a la montaña. Y allí –si han tenido la buena precaución de no llevarse con Vds. las radios a transistores- habrán gozado de la paz de la campiña, la serenidad imponente de la montaña, el cansino murmullo de los arroyos, el sosiego de las puestas de sol, la sencillez de la gente de campo.

Yo he tenido muchas veces la oportunidad de hablar con estos hombres rudos pero de corazón noble, con el alma forjada a martillazos de viento e intemperie, con la palabra lenta del que tiene mucho tiempo por delante y pocas cosas importante que decir, con los ojos límpidos del que no tiene nada que ocultar y las manos callosas dispuestas siempre a ayudar, a hacer una gauchada.

Vida sencilla, humilde, reposada. Mujer e hijos, trabajo y descanso, mate y truco, oraciones antes de acostarse apenas se oculta el sol.

¡Qué distinta de la vida moderna de las ciudades! ¡Qué diferencia con la vida de Buenos Aires! Uno de estos paisanos, que cierta vez se había visto obligado a venir aquí por motivos de salud, me decía que la próxima vez, aunque se estuviera muriendo no volvería a pisar esta ciudad. No creía que el mismo infierno fuera peor que esto.

Claro, nosotros ya estamos habituados a la complicación y apenas nos damos cuenta. Sin embargo nunca los manicomios estuvieron más llenos de dementes ni los consultorios de los psiquiatras más atestados de hombres y mujeres enloquecidos por el lío tumultuoso de la urbe.

La vida se nos ha complicado de una manera increíble. Que lo diga, si no, cualquiera que deba hacer el aparentemente más sencillo de los trámites en alguna repartición pública: ¡cuántas hojas a llenar, papel sellado, cambiar de ventanillas, subir y bajar escaleras, colas equivocada que hay que volver a empezar, firmas aquí, firmas allá, horarios que no coinciden!

Que lo diga el pobre diablo que para llegar al trabajo tiene que viajar todos los días en tren, subterráneo y colectivo: corridas, empujones, empellones, pisadas de pie, codos en los riñones.

O, peor aún, el pobrísimo diablo que creyó alcanzar la felicidad con el auto propio y debe enfrentarse diariamente con el tránsito del centro, los semáforos frenéticos, buscando un lugar en dónde estacionar.

¿Y en nuestras casa? Los fabricantes dicen que han querido simplificarnos la vida. Pero nos han llenado de aparatos extraños que, a cada rato, se descomponen y exigen el servicie, teléfonos que suenan todo el día, radios a todo volumen, noticias que nos complican la cabeza y que entran a raudales por las ventanas de los diarios y la televisión, problemas de la vecina y de la nieta de la vecina, chismes de la portera y peleas en el piso de arriba. Hijos y nietos gritando y corriendo en nuestros departamentos de Liliput.

Sí, la vida se ha complicado, intrincado, enrevesado.

¡Qué ganas tenemos todos de un poco de paz, de sencillez, de simplicidad! ¡Qué felices aquellos que tienen su quintita en las afueras de Buenos Aires y pueden respirar allí el aire sereno de los domingos y sentarse a descansa en camiseta en el jardín sin que nadie los moleste!

Si hasta en la Iglesia, donde todos podíamos, antes, retirarnos un momento, parece todo complicarse. Cambian los ritos, cambia la Misa, ya no hay silencio, habla el guía, habla el cura, la gente contesta, la gente canta, nos paramos, nos sentamos, nos arrodillamos.

A veces no entendemos nada: unos curas dicen una cosa; otros dicen lo contrario. Todos los días el Vaticano saca un documento nuevo; acabamos de leer una cuando el Papa publica otra encíclica; abraza al que hasta ayer era enemigo de la Iglesia; modifica costumbres que parecían inamovibles.

¿Quién puede estar al tanto de estas cosas? ¿Quién tiene tiempo para leer todos los documentos que se escriben?

Ser católico hoy en día se ha vuelto un asunto peliagudo y complicado. ¿A quién debemos seguir para ser cristianos? ¿Qué debemos hacer para ser santos entre todas las cosas que se dicen? ¿Cristianos guerrilleros, cristianos santulones, cristianos laxos, estrechos, tercermundistas, integristas?

¿Habrá una respuesta única, sencilla, simple, que todos podamos entender; vivos y bobos, cultos e incultos, jóvenes y viejos, varones y mujeres?

Sí, la hay. Pio XII una vez dijo: “el culto al Sagrado Corazón es el resumen más completo de la religión cristiana”.

¿Por qué? Porque el culto al Corazón de Jesús es el culto a la humanidad de Cristo y Cristo, Verbo de Dios, es la palabra única, sencilla, singular, perfecta que el Padre ha querido pronunciar para nosotros.

Dice San Juan de la Cruz, haciendo hablar a Dios: “pon los ojos solo en Él (Jesús), porque en él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas ”. Y San Pablo afirma, en su carta a los hebreos: “Lo que antiguamente habló Dios en los profetas de muchos modos y complicadas maneras ahora nos lo ha hablado en el hijo todo de una vez”.

Por eso decía Pablo, también, que él no pretendía ‘saber otra cosa sino Cristo'. En la figura de Jesús ‘están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios'. En Jesús Dios nos ha dicho su última y única palabra.

Y por eso nos llamamos cristianos: no porque vayamos a Misa todos los domingos, ni porque obedezcamos al Papa, ni porque cumplamos lo mandamientos y recemos todas las noches antes de ir a la cama y nos casemos en la Iglesia y bauticemos a nuestros hijos (aunque todo eso haya que hacerlo) sino, principalmente, porque seguimos a Cristo, en El creemos, a él queremos imitar.

Por ello, cuando las complicaciones de la vida nos pongan los nervios de punta, cuando necesitemos respirar a boca llena paz y sencillez; cuando los curas y las monjas nos desconcierten con sus consejos y actitudes, cuando un día nos preguntemos finalmente qué debemos hacer para ser santos, miremos Cristo, refugiémonos en su Sagrado Corazón.

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