PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
Domingo 02-11-92
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 22-40
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel» Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
SERMÓN
Cuando en el 146 antes de Cristo Lucio Cornelio Escipión Emiliano , tomó Cartago, luego de tres años de asedio, la ciudad fue totalmente incendiada y destruida, siendo su territorio declarado maldito por el Senado romano. Recién después de la muerte de Julio Cesar se volvió a construir una nueva población sobre el terreno arrasado de la antigua.
Esta nueva Cartago se convirtió en la ciudad romana más importan-te del norte de África y, con el advenimiento del cristianismo, fue la cabeza de la Iglesia africana y sede de numerosos concilios. Tomada en el año 439 por los vándalos expulsados de España por los visigodos y, por última vez, conquistada y destruida por los árabes en el 698, nunca más fue reconstruida. Hoy es, cerca de Túnez, una inmensa ruina tapada por la arena. Lo que con mucho trabajo desentierran los arqueólogos y pueden ver los turistas, son casi todos restos de la ciudad romana. De la antigua y feroz Cartago, apenas pueden adivinarse, bajo la pala, los cimientos de lo que otrora fuera la gran ciudad.
Pero precisamente a esas profundidades de excavación, no hace muchos años, en el área atribuida al templo de Tanit , la pareja de Baal Moloc , se han encontrado multitud de recipientes, conteniendo los huesos calcinados de decenas de niños de pocos meses de edad. Lo cual confirma los relatos de historiadores como Diodoro , obispo de Tarso , quien refiere que, en el año 310 AC , los cartagineses, viendo amenazada su ciudad por un desastre, atribuyeron esa cólera a Baal Moloc, al que en otro tiempo ofrecían los mejores de sus hijos, pero después le habían ofrecido niños comprados o raquíticos. Para aplacarlo, entonces, le inmolaron doscientos niños de las mejores familias. El mismo Diodoro de Tarso cuenta que existía en Cartago una inmensa estatua de bronce de Moloc con las manos extendidas. Sobre esas manos se colocaba al pequeño, vivo, que, de allí resbalaba hacia la boca del coloso de donde salían llamaradas de un fuego permanentemente encendido en su vientre.
En una estela de piedra proveniente de Cartago y conservada en el Museo Británico se puede ver a un sacerdote dispuesto a inmolar a un niño al cual sostiene en su brazo izquierdo.
Pero esta costumbre cartaginesa -que espantaba a los mismos rom a nos, que no tenían estómago especialmente delicado- no era un invento propio. Como Vds. saben Cartago era una colonia fenicia, fundada por los habitantes de Tiro -liderados, según la tradición, por Dido , la que luego sería abandonada por Eneas - hacia el año 814 AC , digamos que más o menos hacia la época del nacimiento de los poemas homéricos, la guerra de Troya, o cuando los etruscos se instalan en Italia, o Eliseo era profeta en Israel, durante la monarquía de Jehú en norte y Joás en el sur.
Precisamente estos fenicios, llamados en la Biblia, cananeos, y a los cuales los judíos habían ocupado gran parte de sus territorios, eran especialistas en esto de los sacrificios humanos. Filón de Biblos asevera que era costumbre fenicia que, en caso de peligro nacional, se ofrecieran sus niños más queridos a Baal. De este tipo de sacrificios de infantes están llenos los relatos que nos llegan de esa época. Las excavaciones arqueológicas muestran que era habitual que, como fundamento de cualquier edificio o habitación, para propiciar a las divinidades, se sacrificara un niño que era allí mismo enterrado.
De imitar estas costumbres no se salvó Israel. La misma Escritura habla de que tanto Acaz como Manases, reyes de Judá, en sendas ocasiones, sacrificaron a sus propios hijos en el fuego. Y en ello lo imitaban muchos israelitas, puesto que, en el segundo libro de los Reyes, se menciona que, cuando la reforma del rey Josías, éste hizo destruir el quemadero de Bet Hinnom , "para que nadie" -dice el texto- "inmolara en el fuego a su hijo o a su hija, en honor de Moloc". Como Vds. saben el valle de Bet Hinnom también fue llamado posteriormente Gehena.
El asunto es que, costumbre bien extendida entre los cananeos y también entre los primeros judíos, era la del sacrificio humano, particularmente de los niños y, especialmente, la del primer nacido, el primogénito, cosa que se pensaba era de particular agrado a la divinidad.
Que ésta fuera una práctica extendida, lo muestra la cantidad de textos que en la Escritura la prohíben. El relato del sacrificio de Abrahán queriendo matar a su hijo Isaac y, a último momento, impedido de hacerlo por un ángel, que lo hace reemplazar por un cabrito, es una muestra de esta lucha por terminar con tan horrible usanza.
También es una huella de ésta, la ley que hoy menciona Lucas en su evangelio y que proviene del Pentateuco, del libro del Éxodo: " Conságrame a todos los primogénitos. Porque las primicias del seno materno entre los israelitas, sean hombre o animales, me pertenecen. " Lo que no aparece en Lucas es el terrible significado primitivo de la frase: porque lo que allí quiere decir literalmente " consagrar " es, sencillamente, matar y quemar . Lo que sucede es que, a diferencia de los animales, el texto actual del Éxodo, tratando de abolir la sanguinaria costumbre, al menos respecto de los seres humanos, permite que éstos sean rescatados, recomprados a Dios. También el asno que era un animal demasiado útil para los campesinos, podía ser rescatado. " Consagrarás al Señor -dice el texto que hoy Lucas cita- todos los primogénitos, y el primogénito de tus animales, si es macho, también pertenecerá al Señor. Al primogénito del asno, en cambio, lo rescatarás con un cordero. También rescatarás a tu hijo primogénito ".
Pero claro, es evidente que, aunque según la ley, en época de Jesús este rescate debía hacerse pagando cinco monedas de plata, ya esto no era sino una acción simbólica, y no se pensaba en ningún sacrificio humano, sino en una pertenencia espiritual del primogénito a Dios que, rescatado, en vez de dedicarse al servicio de Dios, podía volver a su familia, especialmente bendecido por ÉL, y dedicarse a los trabajos profanos.
En todo caso lo interesante del relato de Lucas es que María y José de ninguna manera llevan a su hijo al templo para rescatarlo según el texto de la ley que allí se cita. De las cinco monedas de plata no se dice una palabra. Y en vez de rescate, se habla de presentación. Cosa tanto más extraña por cuanto ni en el Antiguo Testamento ni en la tradición judía existen indicios de la práctica de presentar niños en el templo de Jerusalén.
En esta acto extraordinario, que iba en contra de todas las reglas, María y José lo que hacen es explicitar su reconocimiento humilde de que ese que es su hijo es, antes que nada, hijo de Dios y que no hay dinero ni bien humano que pueda recomprarlo, adquirirlo. Yendo al templo de Jerusalén, llevan a Jesús a su verdadera casa, como otrora lo había hecho con su hijo la madre de Samuel -episodio que seguramente está en la mente de Lucas cuando compone su relato-.
Sin más, que el acto de dejar a su hijo en manos de Dios, de entregarlo al Padre, de ningún modo recuerda los horrendos sacrificios humanos de los cananeos o fenicios en su tenor literal. Ya la religiosidad depurada de la época ha comprendido que si el hombre quiere entrar en comunión, en comunicación con Dios no puede hacerlo tratando de comprarlo por medio de ritos o de magias o de sacrificios cruentos, sino dándose a si mismo a la voluntad de Dios, a su servicio.
No es rescatando mi vida, pagando lo que sea a Dios para independizarme de él, o negándome a obedecer, escapándome de su voluntad, haciendo lo que quiero, sino dándome a él, entregándome a su querer, a su ley, a sus empresas, a su servicio, cómo, saliendo de lo puramente humano, seré capaz de realizarme, trascendiendo a su vida superior, al existir trinitario.
Darme a Dios no es, como entre los fenicios, ofrecerme como pasto de sus apetitos sanguinarios, sino introducirme en el ámbito de su vida, de sus bienes, de su felicidad, aunque para ello tenga que abandonar a veces -y cierta y definitivamente el día de mi muerte- algunos de mis deseos de este mundo.
En esta presentación Lucas ve todo el misterio de la vida de Cristo: porque entregado totalmente a Dios; porque no habiendo rescatado, reservado, nada para si mismo; porque finalmente ofrendado en el ara de la cruz; por eso alcanza la resurrección, y la plenitud de su señorío de Hijo de Dios sentado a la derecha del Padre.
En esta acto de oblación se consuma toda la lenta pedagogía con la cual Dios , a partir de la bestialidad de los sacrificios humanos ha ido transformando la religiosidad de los judíos. Por eso Jesús solo puede nacer en medio de la cultura religiosa de Israel, que ha comprendido estas cosas: "para gloria de Israel ", como bien dice hoy Simeón que, junto con Ana, representan esa auténtica aspiración religiosa del antiguo testamento, de los que esperan el verdadero consuelo y que, finalmente, se encuentra plenamente con Dios, haciéndose, desde allí, luz también de las naciones.
Esa luz que hoy la iglesia quiere representar con la bendición y procesión de las candelas, aprovechando una fiesta pagana que caía para estas mismas fechas -las lupercales- y que, con esta procesión, transformó.
Pero las velas o las candelas que hoy bendijimos no quieren sola-mente simbolizar la luz que Cristo nos viene a traer y que por eso los cristianos acostumbraban luego, durante el año, a encender cuando había problemas, tristezas u oscuridades. El cirio, la vela, siempre fue usado también como ofrenda: esas velas que se encienden como muda oración delante de la imagen de Cristo o de la Virgen o de un santo y que, en recta intención, deberían significar no una compra supersticiosa de favor, sino, al revés, el hecho de quererse gastar uno, consumirse, quemar sus fuerzas, en servicio de Dios.
Es solamente quemándose, cansándose y dándose a Dios -a su servicio y al de sus hermanos- como el cristiano se transforma realmente en luz y en calor de Cristo para si y para los demás.
Ni Cristo ni el cristianismo son una doctrina que puedan iluminarte desde fuera, como una lámpara, como una teoría, como una ciencia, como un libro. Cristo es, más bien, el cirio pascual que ha de encender tu propia mecha, tu propia candela, tu propia vida. Como la noche de Pascua en que la iglesia se ilumina, no porque se haya prendido el cirio pascual, sino porque cada una de las velas que llevamos se ha inflamado en él y el fuego se multiplica en nuestras manos. Ese mismo fuego y luz que un día entregaron a tu padrino en tu nombre cuando fuiste bautizado y que también fue encendido en el cirio pascual presidiendo el baptisterio.
Ese fuego que serás si, entregado a Dios, consumís tu vida en servicio y combate, luz para los paganos que te rodean, y gloria para ti, y para tu familia, para tu patria, para tu Orden y para el pueblo de Dios. |