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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.


PRIMERA MISA
17 Agosto 1980

¡Alabado sea Dios! ¡Demos gracias al Señor! Porque, desde hace dos días, en el mundo, en San Miguel, brilla una nueva luz, se ha alzado un estandarte, hay otro foco de fuego y de calor.

En este mundo obnubilado -no digo de tinieblas para no ser melodramático-, pero sí de falsas luces, de espejismos engañadores, de horizontes menguados y agrisados por distintas nieblas, alguien ha querido recoger la luz, para intentar devolver, al vivir nuestro, color y brillo.

En este mundo desorientado, de hombres que corren y corren sin saber adónde, ni en quien poner su confianza, ni hacia donde apuntar sus destinos, alguien ha querido alzar un estandarte y, vibrando clarines, convocar a la lucha y restituir sentido a la vida.

En este mundo excitado, de velocidades y de ruido, pero, en el fondo huero, exangüe, alguien ha querido encender un fuego, para prestar a los hombres calor y llama.

Sí, ha recogido el desafío y, desde hace dos días, el Señor lo ha designado portador de la luz, de la enseña y de la llama.

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De la luz, Javier, porque somos ‘ la luz del mundo' . Para ponerla bien alto y “ que ilumine a todos los que están en la casa ”. El que, en la noche de los tiempos, dijo “ Haya luz ” y “ hubo luz y vio Dios que la luz estaba bien ”, y “ apartó Dios la luz de la oscuridad ”, ese mismo Dios, por las manos y palabras de tu Obispo, te dijo “Seas luz”. Y te hiciste luz. Y aventarás las tinieblas.

¡Tantas oscuridades! En una época en que se supone que la gente es instruida porque se hacen escuelas, porque todos saben leer y escribir y leen el diario y las revistas y van al cine y miran televisión y escuchan lo que les dice el locutor, el amigo, el compañero de trabajo o de estudio. Cuando todos hablan de todo y sobre todo y les parece que saben tanto. No saben lo más importante.

Porque nadie les habla de Dios, ni de Jesús, ni de María. Estos no aparecen en la televisión, ni en los diarios, ni en el cine, ni los nombran los doctores graves, ni los profesores anteojudos, ni los políticos gritones.

¡Pobre la gente! Está –así decía El- “ como ovejas sin pastor ”.

Porque, cuando vienen los verdaderos problemas –no los que inventan, para llenarlos de rebeldía, los agitadores-, cuando sienten el hambre profunda de sus almas –no la de los estómagos, ni la del sexo, ni la del bolsillo-, cuando llega el dolor, la desilusión, la enfermedad, la soledad, la muerte, nadie puede decirles nada y no tiene nada con que ayudarse.

Cuando mi alma está triste y enferma, cuando me carcome esa angustia que se anida como en el medio del estómago, cuando me pasan cosas y no entiendo por qué ¿quién me va a consolar? ¿La geografía, la matemática, Neustadt, el hombre nuclear, Fidel, Balbín?

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No: solamente la fe, la luz, Dios, Cristo. La palabra de Jesús que Él pone, desde hoy, luminosa, en tus labios.

El te ha hecho, Javier, profeta. Como dice el canto jubiloso de Zacarías al nacer el Bautista, Él ha hecho que “ por sus entrañas de misericordia nos visite ”, en vos, “ la luz que viene de lo alto a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y girar nuestros pasos por el camino de la paz ”.

Guiar nuestro pasos. Tantos pasos y caminares, tanto correr y removerse, tanto colectivo y tren y bocina y semáforos violados, apurados, excitados, continuamente moviéndonos y nunca llegando a ningún lado.

Pero siempre hay un momento de paréntesis, porque ni los pies, ni el corazón, ni la mente pueden estar continuamente moviéndose y, en ese momento, en ese instante, al caer de la noche o en la penumbra semidormida de la mañana al comenzar la jornada, o a la última sacudida de la fiesta o al apagarse de las pantallas y los parlantes o al primer desengaño, vuelve a irrumpir la pregunta dormida, frenada, pero nunca muerta ¿para qué vivo? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál el de mi familia y de mis hijos?

Y resonarán como respuestas vacías los gritos fáciles de los hombres. “¿Para qué vives? ¡Para tu vientre, para tu cuerpo, para tu gozo! ¡para tu auto, para tu quinta! ¡para tu cuenta, para tu banco, para tu éxito!”

Y todos corren y luchan, algunos llegan, otros no.

Y, los que no, se instalan en los bajíos del resentimiento, de la frustración, de la mediocridad. Y los que llegan, agotan pronto el gusto por las cosas obtenidas. Y, si el hastío de cuerpo o las preocupaciones del poder o del dinero no los destruyen casi siempre, tarde o temprano, llegan los amargores y ¡siempre! ¡Soberanas Señoras! la Vejez y la Muerte.

Por eso, entre tantos falsos señuelos, mendaces propagandas, erróneas direcciones, has querido, Javier, levantar el estandarte, la enseña, la bandera de la Esperanza. El mástil flameante de la Cruz de Cristo.

Y serás guía, pastor y jefe. Y habrás de indicar, con la energía de tu extendido brazo y el brillar de tu mirada, nuestros destinos sagrados, nuestros horizontes de cielo. Y gritarle al hombre que la vida es breve; pero hermosa para el cristiano, a pesar de sus penas y dolores, porque es empresa y combate que lleva premio de eternidad.

¿Para qué vives? ¡Para tu Dios, para tu prójimo, para el Reino!

Y los conducirás, pastor, por los valles de leche y miel. Y, también, por los atajos de lucha y de hierro.

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Y los tuyos, los que siguiendo a Jesús ‘te' sigan, habrán de encontrar también en vos calor y fuego.

Porque no bastan las estufas para caldear los fríos del alma. Y puede haber más calidez en las celdas frías de los monasterios que en la loza radiante de los departamentos. No es solo el calor de afuera el que necesitamos; el de adentro es el que falta.

Mundo de fríos egoísmos, de amores que parecen incendios, pero que se desvanecen como ardidas hojas en tumultos de pasiones o de pasajeros sentimientos.

Y, mientras tanto, crece el número de los solos, apiñados en los colectivos, haciendo colas, a lo mejor bailando juntos, viviendo juntos, pero, en el fondo, solos.

Y la soledad de los viejos, y de los hijos de padres separados, y de los sin hermanos, y de los mal amados.

Y el choque de las envidias, de los resentimientos, de los rencores. Y la indiferencia de la burocracia y de los politicastros y el ‘qué me importan los demás' y la brutalidad mal educada.

Y la violencia y el terrorismo y la guerra. Y los debates de los políticos y los promotores del odio, y la frialdad brutal de los grandes negocios y de los negociados.

Ráfaga de invierno que anuncia peores fríos y tempestades; y que también llega a la Argentina y a San Miguel.

Vos Javier, sacerdote, tendrás que caldear el ambiente con el fuego de la caridad, del verdadero amor. No el del halago de los sentidos, no el del adolescente que se busca a sí mismo, no el que vende el cine y la novela, sino el ‘Amor-Caridad' que es don y entrega y que, en vos, habrá de ser calor de fuego.

“He venido a prender fuego al mundo ¡y ojalá estuviera ya ardiendo

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Sí: esa es la triple misión encomendada. Profeta de la Fe; pastor de la Esperanza; sacerdote del amor, de la Caridad.

Y ¡qué terrible empresa será! ¡Qué osadía la de cualquier hombre si pretendiera emprenderla con sus solas fuerzas.

Y, nosotros, cristianos ¿a qué hombre que fuera solamente hombre, podríamos pedirle fe y esperanza y verdadero amor?

Por eso Dios no nos ha dejado solos. Él mismo, en el seno de una Virgen Madre, se hizo hombre y, como Dios y como hombre, nos dio su luz y su paz y su calor.

Y cuando, como hombre, debió morir y, resucitado, se fue de este mundo, dejó prendida la semilla de Dios, el Espíritu Santo, en el pecho de sus doce apóstoles y de sus discípulos.

Porque la fe, la esperanza y la caridad, la luz, la enseña y la llama, que es resplandor y emblema y fuego de Dios, no de los hombres, los dejó en manos de estos Doce.

Y, desde entonces, la semilla sagrada ha ido pasando de uno a otro a través de los siglos. Dios no nos ha dejado, porque siempre hubo varones generosos que aceptaron la grandiosa misión.

Por eso ¡cuánto hay que ayudar al sacerdote! ¡pobre hombre y hermano pecador encargado de llevar la simiente divina!

No es de él la luz que predican sus labios, la fe que tiene que enseñar. ¿Cómo no perdonarle que hable mal y que enseñe pobremente, cuando la verdad que ha de transmitir es tan grande? ¿Cómo no perdonarle si, el mismo, no vive como habla? No importa. No importa el hombre. Es la verdad de Dios la que sale de su lengua si es fiel a la palabra de Cristo. Y, por eso, tampoco nada vale si, en lugar de enseñar la fe, nos da sus opiniones o se mete en cosas que no le corresponden.

Tampoco es de él la meta de la esperanza, ni el combustible para alcanzarla, ni el camino. La meta está más allá de todo humano esfuerzo: es el Cielo, que no puede construirse en esta tierra. No lo escuchemos si nos habla de cielos humanos, de utopías políticas, de sociologías. Tampoco el camino: porque éste ya ha sido señalado. Son los mandamientos, los preceptos de Jesús y sus consejos, la autopista del Calvario. No le pidan que sea blando o que diga que ‘sí' cuando Cristo ha dicho ‘no'. Dolor grande del sacerdote cuando ha de exigir algo difícil o señalar -porque a veces no queda más remedio- el camino de la Cruz. Y no será extraño que, porque a los hombres no les gusta lo que anuncia, como a Jeremías, lo arrojen al lodo del aljibe.

Y tampoco es suya la caridad, el amor. Porque el amor que ha de dar el sacerdote, no es el que se estrecha en los límites de su pericardio, ni el que palpita en dulces sentimientos y, ni siquiera, el de sus ganas de servir y de ser noble. Por sus manos sacerdotales fluye el mismísimo amor de Dios. No es su calor humano el que late en la Hostia consagrada de la Misa, ni el que se hace alivio y alegría de perdón en el confesionario, ni el que por el agua y el espíritu transforma a una criatura humana en hijo de Dios, ni el que se hace fuerza de lucha decisiva en la sagrada unción. Es el amor infinito de Dios el que pasa, como llamarada quemante, por sus labios y sus manos y transforma el pan, el vino, el agua, la carne y el dolor.

Y para eso Dios, antes, transforma a algunos hombres para que se hagan canales, voceros, instrumentos, de esa fe, de esa esperanza, de ese amor.

Así como, en la Misa, lo que era pan se convierte en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús, así, hace dos días, porque el obispo, con el poder de Dios, puso sus manos sobre él, Javier ha sido transformado.

Seguirá -si no se hace santo como todos esperamos- pareciendo el de siempre: cabeza dura, iracundo, con cara de serio –pero en el fondo bueno y pícaro, como lo conocemos-. Parecerá, digo, el de siempre. Pero ya no es el mismo, porque ha sido transformado, consagrado. Como el pan de la Misa. Bajo la apariencia de Javier, ya vive la fuerza de Cristo sacerdote. Y puede bendecir y consagrar y perdonar, en nombre y con la autoridad de Jesús.

Y siempre podrá hacerlo, malo o bueno que sea como persona.

Pero ¡cómo Dios quiere y nosotros necesitamos sacerdotes que no solo nos enseñen con su palabra la fe, nos lleven por los caminos de la esperanza con sus indicaciones o nos entreguen el amor con los sacramentos, sino que nos iluminen, impulsen, caldeen, también, con su ejemplo!

¡Ah el sacerdote santo que él mismo se hace fe, esperanza y caridad, con su vida! Porque se ha entregado totalmente a Dios; porque se ha entregado totalmente a los demás. ¡Ojalá hubiera muchos!

Pero aquí empezamos bien, porque Javier ya ha comenzado a dejarlo todo por Cristo y por su prójimo. Dejó su carrera para entrar al seminario, el que era tan buen estudiante. Renunció al amor humano, a la mujer, él que, al fin y al cabo, tan feo no era. Siendo porteño, como Abraham, dejó su casa para irse a Paraná y, ahora, aquí, en San Miguel. Y, si algo le quedaba, -el amor de sus padres-, el Señor, en sus misteriosos caminos, también se lo quitó.

Ya no le resta más remedio que hacerse santo.

Yo apuesto por él. Estoy seguro que sus padres, que lo engendraron y formaron, desde el cielo, también apuestan por él.

Todos apostamos por él. Y todos lo vamos a ayudar con nuestra oración y nuestro fraternal cariño y nuestros propios sacrificios. Y, también, con nuestras quejas y retos, si corresponden.

Ahora, en el milagro de la Misa, cuando sus labios transformen por primera vez ante nosotros el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, vamos a pedir a Dios y a su santísima Madre, la Virgen María, que, al mismo tiempo, transforme el corazón de Javier.

Para que nunca suene a falso cuando al decir “Esto es mi cuerpo” florezca en sus manos, por el poder de Dios, el corazón en trigo de Jesús.

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