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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Triduo, Santa Teresa de Niño Jesús

30-IX-1971

1º día

No es difícil llegar a Lisieux desde París . Son más o menos dos horas de viaje en tren, una hora y media en automóvil. Es una ciudad antigua, relativamente pequeña, que cuenta con unos 15 000 habitantes, algunos grupos de barrios modernos y un tráfico de automóviles bastante intenso. Sin embargo, el movimiento de gente que se ve es superior a la cantidad de habitantes y, si uno se fija con atención, nota que la mayoría de la chapas de los autos no pertenecen a Lisieux sino a diversas ciudades y provincias de Francia, cuando no de automóviles provenientes de todas partes de Europa y del mundo –como el que guiaba un amigo mío, un colombiano que había tenido la gentileza de llevarme-.

Hoteles, negocios, restaurantes, bares y santerías son el primer anuncio de que esa ciudad cuenta con algún poderoso polo de atracción para los de afuera. La dirección del tráfico conduce, al que llega desde París, hacia la izquierda de la ciudad. Pareciera que a nadie le interesa dirigirse al centro a contemplar la estupenda catedral románica del siglo XII, antigua sede del arzobispo-conde de Lisieux y llena de magníficas obras de arte.

De estilo gótico normando, construida entre los siglos XII y XIII , fue sede de un obispado hasta la Revolución francesa.

Teresita la frecuentaba antes de su entrada en el Carmelo.

Cerca de la entrada se encuentra la capilla en la que Teresita hizo su primera confesión. Al fondo, una estatua moderna indica el lugar desde el que asistía a misa con su familia. El altar mayor fue donado por su padre en 1888.

A nadie le interesa demasiado el arte cuando encamina sus pasos a Lisieux. Allí se va a rezar. Allí se dirigen anualmente cientos de miles de peregrinos hartos del trajinar fatigoso de la vida moderna a buscar paz, inspiración, fuerzas, en el mismo ambiente que fue el marco de vida de una de las personas más extraordinarias de la época contemporánea: María Francisca Teresa Martín , muerta a los veinticuatro años de edad en la oscuridad y el silencio de un claustro carmelita.

En el punto más alto de los inmediatos alrededores de la ciudad se levanta hoy, en honor de esa joven, una espléndida basílica, construida un poco al estilo del Sacre Coeur de París, e inaugurada en 1929 por el entonces Cardenal Pacelli, después Papa Pio XII .

No tenemos una iglesia tan grande en la Argentina. Cuenta con dos inmensas criptas debajo de la nave principal En una de ellas se alinean a sus costados capillas donadas por casi todos los países católicos del mundo. Por cierto que los argentinos tenemos el orgullo de contar con una, a la entrada, a la derecha, con nuestros colores patrios y la imagen de Nuestra Señora de Luján.

Pero no es en esa ostentosa basílica, ni en sus mármoles blancos, ni en su inmensa cúpula que se levanta en el vacío, ni en los negociantes de estampas y recuerdos, ni en los vendedores de pachos y Coca-Colas donde uno podrá descubrir el misterioso y sencillo espíritu que convirtió en santa, admirada y respetada por todo el mundo, a una chiquilina de no más de veinte años. La basílica es el justo homenaje de los hombres, quizá el signo externo y terreno de la gloria con la cual Dios la ha premiado en el cielo, pero no tiene nada que ver con el espíritu de una vida consumida en el silencio, la humildad, los pequeños gestos de todos los días, la aparente monotonía de una existencia oculta vivificada por la gracia y extraordinaria solo en el amor sublime encerrado en un corazón que no se ve.

No. A Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz no se la puede encontrar en la enorme y fría basílica construida por los hombres.

Hay que dejarla atrás y comenzar a buscar pacientemente lo que queda de los lugares que ella misma vio y vivió.

Y quizá, antes que nada, convenga –porque está cerca de la basílica- caminar apenas unos cientos de metros e internarse en el antiguo cementerio de Lisieux. ¡Magia de los camposantos! Hasta los pocos turistas que lo visitan guardan silencio. Árboles y cruces, otoño y marchitas flores; alguna viejecita cambiando el agua de un florero. Uno de los tantos y anónimos cementerios de la campiña normanda. El tiempo se detiene en ellos y las tumbas parecen aguardar el día en que serán abiertas definitivamente, para siempre.

Pero ahora nos interesan dos de ellas, excavadas en la tierra, en un lugar apartado de la entrada y con lápidas semejantes a sus vecinas. Las lluvias y los vientos no han conseguido borrar aún los nombres: Luis José Estanislao Martín (1823-1894); Teresa Celia Guerín (1831-1877).

Allí comienza nuestra historia –la historia de un alma- porque esos dos cuerpos privilegiados, reducidos ya a cenizas, habían sido el instrumento del surgir a la vida de nuestra Teresa, el 2 de Enero del año del Señor de 1873.

¡Ah, Padre, estoy desesperada con mis hijos: no quieren saber nada de la Iglesia, no me estudian, están hechos unos melenudos rebeldes, guitarreros y minifalderas!

¡Dichosos padres de Teresa ! ¿Pero será casual que de esa pareja haya surgido una santa canonizada y cuatro religiosas ejemplares: Paulina, Celina, Leonia y María?


Paulina y Teresa

Porque la paternidad no es el fugaz acto de arrojar un crio al mundo, ni entregarlo al jardín de infantes o al colegio religioso o al catequista para que me los eduque; y pagarle zapatos, ómnibus, útiles y vestidos nuevos. Ser padre y madre es, antes que nada, vivir en uno mismo aquello que deseamos para nuestros hijos.

La santidad de Teresa comienza con la santidad de sus padres. Ellos no pidieron ni exigieron para sus hijos sino aquello que antes habían sabido exigirse con creces a sí mismos. ¡Ah nuestro hogares argentino! ¿Cuántos padres verdaderos encontraremos en ellos?

Y por eso empezamos hoy nuestro triduo, que será un santo paseo por Lisieux, por estas dos humildes tumbas.

Que Sor Teresa guie nuestros pasos.