Triduo, Santa Teresa de Niño Jesús
1-IX-1971
2º día
Dejemos, pues, el cementerio de Lisieux con las dos humildes tumbas de los padres de Teresa. Dejemos también, a nuestras espaldas, la enorme basílica teresiana. Bajemos hacia la ciudad. Si tenemos tiempo hagámoslo a pie. Lisieux, recostada al borde del río se ve bien desde la altura mientras bajamos lentamente por el camino que sube a la basílica. Los campanarios medioevales de la catedral y las iglesias de la ciudad vieja apenas soportan la competencia de los altos edificios que, en la parte nueva, aparecen como el desafío del hombre moderno a Dios.
Pero nuestros pasos se dirigen a un barrio chato, de casas de altos y bajos. Un barrio viejo al estilo del que la piqueta demuele implacable en nuestra zona de Flores y es reemplazada por los departamentos de mil pisos.
La municipalidad de Lisieux ha sabido organizar muy bien el movimiento del turismo y del peregrino, y diversas flechas e indicaciones señalan la dirección de la casa adonde vivió sus años niños María Francisca Teresa Martín.
Un letrero nos obliga a girar a la derecha e introducirnos por una estrecha calleja que remonta una suave pendiente. Si cerramos los ojos e imaginamos que desaparecen los pequeños negocios llenos de recuerdos, estampas e imágenes de mal gusto –inevitable compañía de los santuarios populares- podríamos ver, subiendo calmosamente, después de las Vísperas rezadas en la Iglesia, a Monsieur Louis Martin con su bastón de caña en la mano acompañado de sus hijas. Su mano izquierda aferra protectora la mano de la más pequeña, Teresa, “su pequeña reina”. Todos juntos nos detenemos frente a una pequeña puerta que escava el muro de piedra.
Estamos frente a “Les Buissonnets”, “Los Matorrales”, casa que, después de la muerte de la madre de las pequeñas, el Sr. Martín ha alquilado mudándose de Alençon.
Los santos no suelen nacer en cualquier lugar. Es importante la casa en la cual viven, el ambiente donde se crían, la gente con la cual cambian sus primeros interrogantes infantiles. ¡Cómo influye en el carácter de un hombre la marca que le imprime el paisaje de su infancia, las personas que acompañan sus primeros pasos, el clima espiritual de la familia! Hoy se cree que lo que más necesita un niño son alimentos compensados, pañolines no se cuanto, talcos perfumados, chupetes esterilizados. Poco importa que sobre su cuna se crucen las miradas indiferentes o superficiales de los padres, raje el silencio los gritos de las discusiones, reverberen los sonidos o las luces de radios y televisores, nunca se oiga el musitar de una plegaria, ni se sienta la caricia austera de una bendición, ni se vea la sonrisa religiosa de una imagen.
En Lisieux, “Los Matorrales” se conserva hoy día tal cual como en los años en que la alegre risa de Teresa resonaba en sus paredes. Y aún parece conservar los blancos velos de las cortinas de los cuartos el eco de la voz grave de Luis Martín y las canoras voces de la hijas rezando juntos el rosario todos los atardeceres, la bendición del pan, el ‘Angelus' del mediodía, las manos juntas antes de acostarse.
Celina y el perro Tom de Teresita
Una casa igual a tantas otras. Pero, en el fondo ¡qué distinta! Porque la casa, el hogar, no son las paredes, los muros y los techos. El hogar es un ambiente indefinible, los lazos del amor y del respeto, la felicidad o las tristezas compartidas, los labios de Dios besando el esfuerzo laborioso del padre, el querer de la madre, los juegos de los niños.
Algo de eso aún impregna los ambientes de la casa de Teresa.
Y, a pesar de los peregrinos que recorren las habitaciones, una paz extraña nos invade mientras, desde el jardín, se oye el canto de los mismos jilgueros que saludaban el despertar de Teresa en sus mañanas.
Jardín de árboles y de rosales, de fuentes y de nidos. Ese fue el teatro de las largas confidencias de Teresa y de su padre. En aquel banco de pintura descascarada le confesó por primera vez su deseo de entrar en el Carmelo. Ese roble añoso es el testigo de las lágrimas a la vez de tristeza y de alegría del buen viejo.
Beato padre de Santa Teresita. En sus ojos de padre cristiano Sor Teresa aprendió a descubrir los ojos bondadosos de aquel Padre que es nuestro Padre por excelencia.
A la paternidad fuerte y tierna del Señor Martín, reflejo providencial de aquella otra paternidad de nuestro eterno papá, debe quizá la Iglesia el nacimiento de la conmovedora espiritualidad teresiana de la “infancia espiritual”.
“Qué maravilla llamar a Dios nuestro Padre y sentirnos sus hijos”, decía Teresita. Y podía decir eso porque el amor de Dios había florecido, antes, en la ternura de su padre carnal, en las caricias de sus fuertes manos, en los consejos de su voz serena, en la protección de su trabajo.
¿Significará algo para nuestros hijos el decirles que Dios es padre? ¿Qué puede decir ese nombre a un huérfano? ¡Y cuántos huérfanos hay hoy en Buenos Aires teniendo aún al padre vivo! Huérfanos de cariño, huérfanos de consejo, huérfanos sobre todo de ejemplos. ¿Dios padre? El padre que apenas se ve, porque llega tarde de sus dos trabajos; el padre con el cual no se conversa, porque las pocas horas que está en casa se emboba frente a la televisión o frente al diario; el padre que no me conoce; el padre de la farra y las carreras; el padre minúsculo que no reza y no va a Misa y a quien tempranamente descubro sus debilidades; el padre chinchudo que no tolera mis ruidos y mis juegos, que se pelea con mi madre …
Dios es Padre, sí, pero padre en serio. Teresa tuvo la gracia de descubrirlo en su propio padre de la tierra. Por eso pudo decir un día: “ Dios, papá mío, te amo ”.
Santa Teresa nos enseña, pues, el camino de la infancia espiritual, sentirnos como pequeños hijos de Dios. Ese es el secreto de toda su santidad. Pero esa santidad nació en los jardines y cuartos de “Los Matorrales”, de Lisieux, y en la entereza de un hombre que supo ser verdadero padre.
Que el papá de Teresa –cuyo proceso de beatificacion ya ha sido introducido- y Sor Teresa enseñen a los padre y mamás aquí presentes los secretos de la verdadera paternidad, para que así, todos juntos, aprendamos a ser pequeños hijos de nuestro Dios.