Triduo, Santa Teresa de Niño Jesús
2-IX-1971
3º día
En este triduo en honor de Santa Teresa del Niño Jesús, hemos comenzado nuestra peregrinación por la enorme basílica y el humilde cementerio de Lisieux. Hemos bajado luego a la pequeña casa de Teresa, “Les buissonnets”, “Los Matorrales”. Ahora debemos dejarla y, en compañía de la pequeña joven de quince años –que para dar ese paso trascendental ha debido recurrir, dada su temprana edad, al mismo Papa- encaminemos nuestros pasos hacia el norte de la ciudad.
En un barrio que ya poco que ver tiene con el del tiempo de Teresa, rodeado de albergues, restaurantes, bares y un moderno edificio de Correos donde los turistas se agolpan para expedir sus coloridas postales, se alza, rodeado por un breve jardín o plaza y acordonado por los autos y ómnibus de los peregrinos, el Carmelo de Lisieux.
Pero, allí nuestros pasos deben detenerse, porque un muro, sencillo pero inexpugnable, separa el mundo bullicioso y movedizo que nos rodea, del interior pacífico y austero del claustro donde solo pueden entrar las almas elegidas, y en donde nuestra joven de quince años ingresa ansiosa, dejándonos en la calle con un vaga nostalgia de cosas mejores y de eternidad.
Solo nos es permitido entrar en la antigua capilla del convento, abierta modernamente hacia el exterior para permitir la devoción de los fieles. Y aún en esa capilla una imponente reja separa el acceso permitido del coro donde el murmullo del canto de las vírgenes nos llega al oído como auras de otro mundo.
Por un vano abierto a la derecha de la nave se accede a un espacio donde, en una urna de vidrio y bronce, reposan los restos de Sor Teresa. Su rostro de cera luce aún la sonrisa con la cual se despidió del destierro de este mundo, despedida gozosa que comenzó el día en que las puertas del Carmelo se cerraron a sus espaldas para siempre.
Sonrisa enigmática y serena de Teresa. Dos hippies ingleses llegados por casualidad o por curiosidad a Lisieux se detienen largo rato contemplando la urna y la sonrisa de Teresa. Los observo. Sus sajones ojos azules miran sin comprender a través de la maraña de sus largos pelos y sus barbas. “¿De qué se sonreirá ésta monja?” parecen preguntarse. Monjita de penitencias y de rezos, de claustro y de silencio.
¡Qué vas a comprender vos, melenudo guitarrero, droga y sexo! ¡Quien te va a hacer entender a vos, nacido en los abrazos de los discos Beatles, el estampido de los caños de escape, la abundancia inútil de los supermercados, la carne fácil de las hetairas adolescentes! ¡Quién te va a hacer entender –digo- la felicidad inefable de una vida joven y pura entregada al Dios amor! El mundo moderno te ha arrancado los ojos y horadado los tímpanos. ¿Cómo vas a entender el lenguaje de las hadas, oír el aleteo de los ángeles, sentir las caricias del sol de tu Creador? Del apagado coro de voces que rezan y cantan al caer de la tarde más te separa el cruel engaño de tu época que la verja de hierro que divide en dos la nave de la iglesia.
Nadie puede entrar en el Carmelo. Las agencias de turismo aún no han podido violar la clausura. Pero, a la curiosidad del peregrino satisface en parte una exposición de fotografías que se ha organizado en una construcción al costado del templo. Las fotos en blanco y negro nos permiten atisbar el interior del universo carmelita. Las celda encaladas: catre, cruz y mesa; los largos corredores limpios y austeros; los suecos de trabajo y los delantales blancos; carreteles y agujas; escoba y ollas; el jardín de los recreos comunes; los labios rientes y felices de los rostros vírgenes; los reclinatorios rústicos de la capilla; los ojos entrecerrados y las manos juntas; la luz bermeja del Sagrario.
Sagrario carmelita. Señor escondido. Esposo de las vírgenes. Allí está el corazón del Carmelo. Allí quedó prendido y abrazado para siempre el corazón de Teresa. Santísimo Sacramento. Corazón de Lisieux. Corazón de la Iglesia. Corazón del mundo.
Porque los pies caminan; los brazos mueven y trabajan; la cabeza piensa y ordena. Pero es el corazón el que da fuerzas. Corazón que no se ve, enclaustrado en el pecho de la Iglesia. Pero corazón de donde surgen todas las gracias, las energías, las esperanzas.
Oculta en una pequeña ciudad de Normandía, detrás de los velos y los muros, Santa Teresa fue declarada, después de muerta, patrona de las misiones.
Porque el amor, el amor verdadero no necesita la propaganda burda de las revistas, ni el grito brutal del revolucionario, ni los altoparlantes de las radios. El amor es fértil aún en el medio del desierto; es sonoro aún rodeado de silencio; es potente y universal aún en la tumba dichosa de las verjas y los claustros.
No hay vida pequeña, no hay trabajo humilde, no hay pobreza miserable, ni soltería frustrada, ni desprecio que hiera, ni existencia inútil cuando los menudos, callados y rutinarios actos de nuestras vidas –de monja o laico, chino o porteño- se agrandan con el amor. Más vale lavar un plato en el amor a mis hijos y a mi Dios, que predicar vanidoso desde el púlpito. Más vale una lágrima de madre, una fatiga de padre, un esfuerzo de estudiante, ofrendados a Jesús, que mil mesas redondas, cien escapularios o diez sínodos. Más valen la plegaria del abuelo, la vigilia del que cuida a un enfermo, la oración del monje, que el ímpetu alocado de los jóvenes, los puños crispados, las gargantas enronquecidas.
Eso nos enseña el corazón crucificado de Teresa desde el pericardio de los muros de su Carmelo.
Así lo comprendamos.
En una representación de Santa Juana de Arco en prisión