SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
1974 C
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»
SERMÓN
(GEP 01/11/74)
Trataremos hoy de ser breves. Cuando era chico y me resultaba pesado y aburrido ir a Misa todos los domingos sentía como una grave injusticia y me daban mucha rabia estas misas obligatorias que agregaban los curas en medio de la semana, a pesar de la pequeña compensación que significaba el no tener que ir al colegio porque eran días feriados.
Pero crean que no caprichosamente la Iglesia impone hoy el precepto de la asistencia. La proximidad con el Día de los Muertos –que, aún sin ser de precepto, ha calado tan fuerte en la costumbre de nuestro pueblo- ha tapado un poco la importancia alegre y gozosa de esta fiesta de Todos los Santos, pero eso no quita que de por si sea mucho más importante que la fecha de mañana.
Mañana celebramos el día de los difuntos, rezando por ellos; hoy celebramos el día de los vivos rezándoles a ellos. A aquellos que ya poseen la Vida.
Y esto es lo que nos quiere recordar hoy la Iglesia: el concepto de la verdadera Vida. Más aún en estas épocas en las cuales, hipnotizados por las realizaciones y riquezas de este mundo, de este ubérrimo siglo XX, nos olvidamos que la vida verdadera comienza recién después de la muerte y que el cristianismo no mira tanto a esta vida incipiente de la tierra –vida embrionaria, germinal, rudimentaria y perecedera a pesar de todas las cosas buenas y lindas que posee- sino que mira a la vitalidad y existencia definitiva, plena, estupenda, activa y alegre del Reino de los Cielos. Vida difícil de imaginar –a pesar de los esfuerzos del Dante- y por eso quizá no inmediatamente atractiva a nosotros, hombres acostumbrados a las evidencias inmediatas de los sentidos, pero que ciertamente no tiene nada que ver con una siesta interminable en medio de nubes y de arpas, ni con los dibujos de las estampas mustias de los antiguos devocionarios, incapaces de resistir la comparación con cualquiera de los paraísos utópicos que nos ofrece el mundo moderno.
Domenico di Michelino (1417- 1491), «La Divina Commedia di Dante». Fresco en nave central de la Catedral de Florencia, 1465.
“El cielo más vale esperarlo que imaginarlo” decía San Buenaventura, porque ni aún la fantasía más maravillosa podrá nunca concebir lo que Dios tiene preparado para sus elegidos. Pero ¿qué no nos regalará Dios, Padre increíblemente bueno, multimillonario, superpoderoso, a nosotros que nos ha adoptado como a sus hijos muy queridos? No: no quiero ni pensar lo que puede ser el cielo. Prefiero confiar en Dios. No vaya a ser que me dé lo que yo imagine o pida y no lo que en Su infinita bondad me tiene preparado.
Así pues la vida del cielo será la verdadera vida. Vida plena. Vida con mayúsculas, existencia munida de un cheque en blanco firmado por el mismo Dios. Actividad sin fatiga, sin cansancio, sin dolor, sin angustias. En medio de la radiante vitalidad del mismo Dios Uno y Trino.
No habrá deseo insatisfecho, ansia que no se sacie, hambre que no se satisfaga, soledad que no encuentre compañía. No habrá matrimonios que se deshagan, ni hijos que queden huérfanos, ni inspectores de réditos, ni políticos, ni terroristas. Se acabarán los viudos y las viudas, se borrará la tristeza de los enfermos, la congoja de los inciertos futuros, el pavor a los exámenes y el sabor amargo de los bochazos, la melancolía de los solitarios, la tortura de los corazones mezquinos y egoístas. Dios con todos, todos con Dios, todos con todos. El abrazo del amigo y del hermano, de la novia y del esposo, del padre con los hijos. El abrazo lleno de ternura de María, de los santos. El viril abrazo de Jesús.
¡Dichoso cielo hacia el cual Dios a todos nos llama, a todos nos ofrece! Y hacia el cual vamos lentamente gestándonos, envueltos en el seno materno de la tierra, preñados con el semen de la gracia.
Lento y difícil parto para la eternidad que se gesta al impulso creador y divinizante de las bienaventuranzas: “¡Felices los que lloran, felices los que sufren, felices los que tiene hambre, los misericordiosos!”
¡Paradoja del cristianismo! Lo que todos llaman blanco, aquí es llamado negro, lo que creíamos era un mal –sufrir, llorar, padecer- puede transformarse en bien, lo que pensábamos que era un bien -ser ricos, estar satisfechos, ser alabados- puede resultar un mal.
Fra Angelico (Guido di Pietro, 1395-1455) Fiesole, Retablo de San Domenico)
¡Dan risa todas las revoluciones de los hombres, comparadas con la radical subversión de este sermón de la montaña! ¡La única revolución verdadera! La inversión total de los valores. La revolución permanente de la Cruz. Porque los bienaventuranzas pueden resumirse en esta paradoja extrema, en esta absurda e increíble afirmación: ¡Felices los crucificados!
¿Qué porteño o yanqui o montonero o tercermundista -revolucionarios de pacotilla-, será capaz de entender esto, visible en el supremo testimonio de los mártires y de los santos? ¡Felices los crucificados por amor a Cristo!
Felices sí, porque ellos alcanzan, en el sacrificio abnegado y en la muerte ofrecida, la única estupenda alegría que no se acaba jamás.
Hoy nos alegramos, pues, con aquellos que ya han nacido definitivamente: los santos –conocidos o desconocidos, canonizados o no- avanzada de la Iglesia en la casa definitiva, vanguardia victoriosa de los cristianos que ya han llegado a la meta.
Desde allí nos gritan su aliento, nos señalan el camino, nos prestan su luz.
Allí nos esperan.