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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

1975
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»


SERMÓN
(GEP 01/11/75)  

Las lecturas que hemos escuchado en esta solemnidad de Todos los Santos vienen a ser como un pequeño catecismo, un compendio de doctrina, un resumen lo que esperamos, de lo que somos y fundamenta nuestra esperanza, de cómo llegar a lo esperado.

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Icono ruso, El Juicio final, siglo XV, escuela de Novgorod, Galería Tretyakov, Moscú

(1- Lo que esperamos.) El pasaje visionario de Juan en el Apocalipsis (7, 2-4, 9-14), usando el lenguaje simbólico, apropiado al misterio indescriptible e inefable, eleva nuestra mirada hacia nuestro último destino, hacia ese horizonte que jamás debería perder de vista el cristiano y que es lo único que justifica y da razón a nuestra a veces dura marcha tras los pasos de Cristo: la Vida de eterna felicidad y amistad con el Trono y el Cordero, el ingreso en el club de los que ya han llegado.
Pocos o muchos aquí en la tierra, instalados o perseguidos, aplaudidos o burlados, promovidos o apaleados, sanos o enfermos, la victoria última nos pertenece. Si perseveramos podremos añadirnos a la vuelta olímpica de los únicos ganadores. Y, cuando el tiempo haya hecho caducar en el olvido risas y lágrimas, y la inflación de los años haya apolillado las fortunas, y las bellezas se troquen en arrugas, y las arrugas en polvo, y el polvo en viento, y los amores en cartas viejas, y los velos de novia en amarillas hilachas, y cuando, inexorable y lento, el viejo Cronos vaya apagando una a una la estrellas, y giren en silencio imperturbado los planetas muertos y chatarras flotantes de Apolos y Soyuces ‑carcasas vacías de olvidadas hazañas espaciales‑ y el frio y la muerte proclamen su victoria sobre el pulular vano de la terrena vida, de las ambiciones y utopías, de los abrazos y traiciones, de pasajeras juventudes, entonces, todavía y para siempre, resonará el griterío alborozado de los verdaderos campeones, de los que llegaron, de los que fundaron ‘nuevo cielo y nueva tierra’, de los marcados en la frente con el sello de Dios.
(2- Lo que somos.) La lectura intermedia, la de la epístola de Juan (I Jn 3, 1-3), nos recuerda, a los que aún estamos en medio del viaje, el motivo de nuestra esperanza. No somos cualquier cosa –nos dice‑ no hemos nacido por casualidad. Cada una de nuestras vidas cristianas es un misterio del amor de Dios. Él nos ha elegido, Él nos ha llamado con nuestro nombre y apellido, Él nos ha transfundido su sangre por medio del cordón umbilical del bautismo. Ya no somos solamente hombres, meros seres humanos, somos Sus hijos, Él es nuestro Padre.
(3- Cómo llegar.) La tercera lectura, del Evangelio de Mateo (5, 1-12), nos habla del camino. A tal meta, a tales viajeros, no cualquier camino ni trillada ruta. La soberbia, la hipocresía, la violencia injusta, los placeres y la astucia podrán ser ruta para mezquinas metas en este mundo, pero no son llaves para el Cielo. Está demasiado alto, es demasiado bello, demasiado santo. Tus fuerzas no alcanzan para conquistarlo.
La mano humilde del niño que busca la del Padre, las lágrimas y aflicción del que reconoce su impotencia, los esfuerzos de los que quieren imitar a Jesús, los senderos difíciles que él recorrió. Esos nos llevarán al cielo.

Felices Vds. cristianos. Alégrense y regocíjense –aún en las durezas del camino‑ porque tendrán una gran recompensa en el cielo.
Esto nos recuerda la fiesta de Todos los Santos.