“
Felices los pobres”. “
Felices los que padecen”. “
Felices los afligidos”. “
Felices los perseguidos” Frases célebres del Evangelio que hemos escuchado tantas veces, que quizá ya nos hayamos acostumbrado a ellas. Y, aún cuando el oírlas nos produzca una cierta desazón, ya no nos hacemos demasiados problemas para pensarlas y pasamos nuestra atención inmediatamente a otras verdades cristianas aparentemente más comprensibles: portarme bien, cumplir los mandamientos, confesarme, tratar de ser bueno.
En realidad, esta actitud de no tomar por las astas el problema y fijar decididamente nuestra mente en la paradoja brutal de estos enunciados no es honesta. Porque resulta que nos encontramos, con ellas, en el mismísimo centro del mensaje cristiano. Tanto es así que San Mateo, para indicar esta centralidad ha querido evocar, por medio del tema de la montaña, la famosa promulgación de la Ley a Moisés en la montaña del Sinaí.
Estas ‘Bienaventuranzas' reemplazan, nada menos, o por lo menos subliman, lo que era la Carta Magna de la Revelación del Viejo Testamento: el Decálogo. Nos encontramos con una nueva Constitución. Pero esta nueva Constitución resulta que está sistemáticamente reñida con el sentido común.
Porque ¿cómo diablos puede asociar, cualquiera que esté en su sano juicio, felicidad con pobreza, dicha con aflicción, alegría con lágrimas, gozo con persecución? ¿No nos encontramos aquí con una flagrante violación del principio de no contradicción? ¿No son estas realidades incompatibles? O ¿se tratará solamente de esas hiperbólicas paradojas que utilizaba Cristo ‘ pour épater le bourgeois '?
Quizá la cosa habría que estudiarla precisamente en comparación a la vieja Ley. Porque, en realidad, también la vieja Ley, lo que prometía era la felicidad. Si Vds. toman, por ejemplo, el Deuteronomio, donde hallamos la versión más moderna del Decálogo –hay otra, más antigua, en el libro del Éxodo- verán Vds. Que, al final, se dice “si Vds. cumplen estos mandamientos, tendrán una larga vida en la tierra de la que van a tomar posesión; gozarán de bienestar y llegarán a ser muy numerosos en la tierra que mana leche y miel, serán felices y poseerán la tierra”. Un poco después: “El Señor nos ordenó practicar todos estos preceptos para que siempre fuéramos felices y para conservarnos la vida”. En cambio, a los que no cumplan, les sobrevendrá la desdicha, la pobreza, la victoria de los enemigos y toda clase de males.
Por eso en el AT se repite contantemente: ‘Dichoso el que obedece al Señor: será poderoso, bendecido, tendrá muchos hijos, muchos rebaños, larga vida'. Todo lo contario le pasará al desobediente.
Es decir, el que cumple la Ley, el por eso llamado ‘justo' en el Antiguo Testamento, tendrá todos los bienes que un hombre puede desear sobre esta tierra. Lo opuesto sucederá con el ‘injusto', con el pecador.
¿Ven? Así comienza, lentamente, el camino de la Revelación. Un mecanismo simplista, casi supersticioso: cumplo los mandamientos, soy ‘justo'; Dios, entonces, me bendice, todo me irá bien, prosperaré, tendré salud. Me porto mal, soy ‘injusto': las cosas me irán mal. Así piensan, aún hoy, infantilmente, muchos cristianos.
No solamente engranaje simplista. Dicho dispositivo se encamina a la satisfacción de aspiraciones limitadas: Fíjense que, salvo en los últimos escritos del AT, no se habla para nada de una recompensa eterna. Abraham, Jacob, David, Salomón, a lo único que aspiran es, como premio, a lo que casi toda la humanidad de hoy en día: ¡“salud y pesetas”!. Y todo lo que acompaña a las pesetas.
Pero, en realidad, esta concepción simplista, a la larga, hace agua por todos lados y no satisface ni al hombre, ni a Dios.
Al hombre, por poco que se piense, ciertamente no. Porque si hay algo que en todos los tiempos fue haciéndose evidente y hoy lo es más que nunca –sobre todo en la Argentina- es que ser ‘justo', honesto, cumplir la Ley de Dios, de ninguna manera garantiza la felicidad en esta tierra.
El escándalo del triunfo y la prosperidad de los malos, puso en crisis fácilmente esta concepción primitiva del AT. Quien quiera darse cuenta de cómo esto tocó profundamente a los judíos, puede hojear el famoso libro de Job, precisamente uno de los más tardíos del AT. Su tema es ¿qué explicación tiene el sufrimiento y la desgracia de los ‘justos'? Los amigos de Job le dicen, atados a la antigua concepción: “seguramente habrás cometido algún pecado”. Pero Job se obstina en defender su inocencia, su ‘justicia'. El libro termina sin poder dar ninguna respuesta.
Es verdad que, ante el hecho obvio del triunfo de la injusticia en el mundo y de que la prosperidad en esta tierra no está unida siempre o casi nunca al ser ‘justos', se va abriendo, poco a poco, la esperanza de los judíos -al amparo de una fe que permanece incólume respecto a la bondad y justicia de Dios- a una recompensa que Dios dará de alguna manera después de la muerte o triunfando sobre la muerte.
Pero es recién en el Nuevo Testamento, con Cristo, donde se hablará con claridad del destino final del hombre y de una ‘justicia' última que cumplirá estrictamente lo prometido a Moisés, pero a un nivel infinitamente más sublime.
Ilya Repin, Job y sus amigos , 1869
De todos modos esto no explica plenamente la cuestión. Esta justicia de ultratumba, así nomás, como postergada, aparece sospechosamente como ‘opio del pueblo', como consuelo algo barato para mantener quietos a los que penan mientras oyen, a través de las ventanas iluminadas de los prósperos, el jolgorio de los que ríen.
No. La cosa tiene que tener alguna explicación más profunda.
Forma, de alguna manera, parte de la pedagogía divina. El histórico y sistemático dar al traste con las esperanzas terrenas de Israel, sucesivamente aplastadas por asirios, babilonios, persas, griegos y romanos, no es algo que simplemente Dios tolere ¡total un día se lo va a recompensar!; tampoco las desdichas que aquejan a los individuos: pobreza, enfermedades, fracasos, quiebras, dolores, vejez y muerte.
La explicación pasa, más bien, porque tampoco Dios está satisfecho con la mediocre recompensa que, a las obras buenas, podrían dar los bienes y la felicidad de este mundo.
¿Ven? Dios ‘quiere' que las cosas de este mundo no nos satisfagan. Porque Él pretende darnos muchísimo más. El hombre ha sido creado por Dios, increíblemente, no para la felicidad humana, sino para la mismísima Felicidad Divina. Esto es lo que provoca la lucha constante entre lo que quiere darnos Dios y las pavadas que queremos nosotros.
Si estamos satisfechos con lo que tenemos; si estamos contentos con nuestra vida, con nuestros bienes, con nuestra profesión, con nuestra juventud, con lo que podamos alcanzar con nuestras fuerzas, con nuestro auto, con nuestra familia, con nuestra inteligencia ¿cómo vamos a desear lo que Dios persigue darnos?
La vida terrena, el mundo, la plata, la familia, ¡son cosas tan lindas! Dios no ha creado ni siquiera lo natural sin volcar en ello su liberalidad. ¿Para qué voy a querer más?
Y, sin embargo, Dios insiste en querer darnos más que lo natural. Nosotros estamos contentos con nuestra casita en Berazategui y resulta que Dios tiene reservado para nosotros una magnífica quinta en Punta del Este.
Tengo talentos para llegar, con ayudas varias, a ser jefe de una gran empresa y, sin embargo me conformo con mi puestito estatal.
Y no basta con que hable y pondere encomiásticamente las bellezas de Punta del Este y de lo mejor que voy a estar en el alto puesto.
¿Qué hacer?
Vamos a hacer al hombre incómoda la vida en Berazategui. Vamos a hacerle insatisfactorio el puestito. A ver si de una vez se despierta y empieza a aspirar a Punta del Este, a ascender.
Algo de eso hace Dios con nosotros, mediante la permisión de los males y las penas. Quiere transformarnos en insatisfechos, quiere desilusionarnos de las posibilidades de lo humano, de lo natural; quiere que deseemos aquello que Dios aspira regalarnos, más allá de todas nuestras posibilidades. Dones infinitos que solo podemos recibir abriendo las manos vacías de nuestra pobreza.
Por eso el estar satisfechos, el estar contentos, es el peor enemigo del ser cristianos. En el fondo, eso es el pecado. Detener nuestros deseos en las cosas humanas, descansar nuestra ambición en lo terreno, conformarnos con las cosas de este mundo, confiar farisaicamente en nuestra ‘justicia'.
Claro; uno puede ser rico, joven, lindo, saludable, feliz y lo mismo, porque ha comprendido lo que significa ser cristianos elevar su corazón al deseo y al amor de Dios. Pero ¿quién dudará que así, en medio de la conformidad y la felicidad terrenas, suena como a más difícil e irreal levantar el corazón a las cosas de Dios? ¿Quién no se da cuenta de que el mundo de hoy –y de siempre- tiene tantas cosas estupendas y divertidas en las cuales detener torpemente nuestra ambición, que hace dificultoso aspirar a Dios, esperar de Él? Si todo lo podemos conseguir con nuestra inteligencia, con nuestra plata, con nuestras fuerzas, para qué acudir a lo Celeste.
De allí que será siempre terrible verdad lo de “ es más difícil que un rico entre en el Reino de los cielos que el que un camello pase por el ojo de una aguja.”
El pobre, en cambio, el que sufre, el que llora -porque alguna desilusión ha destruido sus falsas seguridades, sus endebles dichas, sus febles felicidades- más fácilmente puede abrirse a lo que Dios quiere darle, mucho más allá de las cosas perecederas de esta tierra y sus múltiples pero finitas ofertas de supermercado.
Pero Dios es bueno y aún a los ricos le suele dar oportunidad de alcanzarlo: porque, a pesara de todas las riquezas de las que pueda gozar en esta tierra, tarde o temprano vendrá la pobreza de la vejez y el despojo final del lecho de la muerte.
La juventud puede vivir de ilusiones terrenas. El viejo, el moribundo, ya no.
Hoy la Iglesia festeja el triunfo de los insatisfechos. Los que de entrada o en algún momento de sus vidas, se dieron cuenta con lucidez de la precariedad de la felicidad en esta tierra y -a lo mejor en el llanto, en la persecución, en la pobreza, en el sufrimiento- descubrieron los inmensos riquezas de Cristo y ensancharon su corazón a aspirar el Bien infinito.
La victoria de los verdaderamente ‘Dichosos', ‘Bienaventurados', que, ahora, en la medida de la holgura que lograron en la tierra mediante la Caridad, gozan de los bienes maravillosos que Dios, desde Su Corazón rebosante de infinita dicha, hace manar eternamente.