No se necesita ser economista para darse cuenta de que los sistemas estatistas, intervencionistas, socialistas, han fracasado como productores y distribuidores de la riqueza de los pueblos. Rápidamente, salvo uno que otro ejemplo aislado, casi todas aquellas naciones que adoptaron dichos sistemas están tratando de desembarazarse de ellos, incluyendo nuestro propio país.
La manera como se está dando el tránsito a la que se da en llamar la 'economía de mercado', como se puede ver en todo el mundo, no se hace sin resistencia de los sectores que medraban en el régimen anterior. Por otra parte, dicho paso, ciertamente, no produce de inmediato los resultados esperados; y no se sabe si ello se debe a si los cambios se hacen muy rápido, o si muy despacio; si lo que traba el despliegue de las economías son los vicios heredados de los anteriores sistemas o implementaciones defectuosas del nuevo.
No me toca por cierto a mi juzgarlo. Pero yo quisiera referirme a una nueva realidad que, poco a poco, se puede ir detectando en el ambiente, un nuevo clima de valores, de tensiones, de desafíos y fracasos, que puede hacer que la sociedad hacia la cual nos encaminamos se vuelva muy dura en el futuro.
Estoy a cargo -entre otras cosas- de la vicedirección de una residencia para estudiantes universitarios del interior. Y, como nunca antes, veo entre los muchachos una enorme angustia por el estudio. No solamente quieren pasar las materias, sino que quieren hacerlo bien, sacar óptimas notas, destacarse. Como si tuvieran la conciencia clara de que su futuro depende, en esta nueva sociedad que se está gestando, de la excelencia que adquieran en el dominio de sus profesiones. Todos son conscientes de que la salida laboral de la mayoría de las carreras no es fácil, y que, con las nuevas reglas de juego, solo los óptimos podrán ubicarse en los puestos mejor rentados de la sociedad.
En no lejanas épocas aún aquellos menos dotados, aún los que apenas lograban recibirse con cuatro, aún los que no se recibían, siempre tenían la esperanza de ubicarse, gracias a algún conocido, en algún puestito del Estado, en alguna compañía estatal, incluso en alguna compañía privada que, gracias al proteccionismo del gobierno, subsistía cómodamente sin hacer culto de la eficiencia y, a lo mejor, ni siquiera del lucro.
Cierto que el Estado, aún hoy, -basta ver la Municipalidad que dejó Grosso- provee abundantes sinecuras para la clientela de los políticos, pero daría la impresión que ello tendrá que ir poco a poco, por el peso de las circunstancias, cediendo paso a la eficiencia y a la iniciativa privada.
De todos modos, el camino de los privilegiados que aún manejan los resortes siempre pingües de la política y del Estado son reservados cotos de la partitocracia, y vedados para cualquiera que tenga aún en sus programaciones algún reflejo ético. No digamos nada de la posibilidad de dedicarse a la delincuencia e introducirse en el mundo poderoso y lucrativo de las diversas mafias.
Queda pues, para el resto, el camino despiadado de la competencia y del triunfo de los excelentes. Sin más, que esto ‑amén del esfuerzo tremendo que significa para los que llegan a los ansiados puestos, jerarquías y prestigios arroja a los menos dotados, a los menos aptos, a un mundo de frustración, mediocridad y descontento.
No solamente porque no han podido llegar a esos lugares que la sociedad les enseña a ambicionar, sino porque, sobre todo al principio de las transformaciones económicas, los bienes a repartir no son abundantes y solo tienen acceso a ellos precisamente aquellos que son capaces de obtener esas posiciones que, al mismo tiempo que prestigiosas, son las bien rentadas.
Y, precisamente, parte del prestigio de dichos puestos está inestricablemente unido al status, al nivel de vida que dichas plazas garantizan: el auto importado, el piso sobre la avenida Libertador, el country, las vacaciones en Punta del Este, el deporte costoso, el viaje en primera clase, el jet-set.
Y eso es lo trágico: el ideal del hombre nuevo, del ejecutivo, del ocupante del puesto gerencial o del exitoso en cualquier campo de las actividades del gran mundo del deporte, del periodismo, del cine, del arte, está reservado a ser alcanzado por unos pocos. Pero, desdichadamente, y quizá como necesaria dinámica de esta sociedad eficiente y consumista, ese ideal es el que se propone a todos. No, pues, que la mayoría necesariamente se tenga que morir de hambre ‑quizá algunos marginados- pero sí que -si no hay otros valores- está condenada al resentimiento, al abatimiento, a la humillación de no pertenecer al núcleo de los elegidos, de los exitosos.
Aún la profesión se elige cada vez más no por la capacidad que tenga de satisfacer una vocación personal a determinada competencia o maestría -el médico que, antes que nada, quiere ser un buen médico y curar; el ingeniero, orgulloso de su profesión y de su posibilidad de realizar obras...- sino por su capacidad de garantizar el status que la sociedad actual le enseña a ambicionar y le muestra como el pináculo de los logros humanos.
¿Quien no se da cuenta de que una sociedad así, aun cuando alcanzara a repartir suficientes bienes de consumo para todos, no satisfaría en serio sino a una minoría de superdotados o privilegiados?
Pero, ni siquiera a éstos: no solo por el esfuerzo y la competencia terrible que lograr o mantener esos niveles requiere, sino porque, de hecho, el ser humano no está naturalmente programado para satisfacerse solo en el mundo de lo económico. La económica es solo una de las dimensiones del hombre; importantísima, pero de ningún modo la más importante.
Por eso nuestra crítica no va al sistema económico como tal; ni siquiera vamos a exigir en nombre de una solidaridad que a la larga sería perjudicial para todos, que el Estado intervenga para ayudar a los menos dotados. El problema es otro. Se trata de la jerarquía de valores. De cuáles son los verdaderos objetivos de lo humano. De cuál es el campo en donde verdaderamente se juega la felicidad o la desdicha, el verdadero éxito o el fracaso de nuestras vidas.
Porque ¿No hay otros valores más importantes? Empezando por lo más bajo: esa afirmación tan común "Basta la salud" ¿es realmente una frase hecha? El que se ha enfermado en serio, el discapacitado, el que ha perdido parte de su cuerpo o su motricidad ¿no daría cualquiera de sus bienes económicos por recuperarse? Y, al revés, ¿vale la pena perder la salud solo para ganar más dinero?
No hemos pasado hasta aquí, empero, el plano de la trivialidad. Al fin y al cabo tampoco la salud es garantía de verdadera plenitud humana, como podrán decir, me imagino, los fisioculturistas. Por otra parte, es un bien que, como todos, tarde o temprano se deteriora y pierde.
Pero pasando a cosas más serias: realmente ¿vale la pena, en mi formación, sacrificar a mi vida profesional o a mi futura eficacia técnica o gerencial, otros aspectos de mi hacerme humano: la cultura, el arte, la música, la historia, la literatura, el pensamiento de los grandes, el interés por otros saberes más allá de los de mi específica competencia? Una sociedad que solo supiera estimar mi eficiencia, ¿sería realmente un ámbito adecuado para realizarme en plenitud? En el fondo, allí, los que triunfen, ¿no serán más bien víctimas que auténticos victoriosos?
¿Que será de una sociedad en donde las actividades no eficaces no sean valoradas, pierdan atractivo, incentivo? :una sociedad sin poetas, sin artistas, sin filósofos, sin ancianos, sin contemplativos, sin gente que sepa perder el tiempo en cosas inútiles, pero bellas, amables en si mismas...
Pero, yendo más al fondo ¿quién no sabe que, en realidad, el hombre, fundamentalmente dotado de inteligencia y capacidad de amor, no para enamorarse de los puestos y los objetos y las cuentas bancarias, sino para amar otras personas, se realiza sobre todo en la medida en que es capaz de relacionarse y religarse en conocimiento, compromiso y amor con otras personas, sobre todo en el ámbito natural de la familia?
¿Quien no sabe que el mayor de los éxitos económicos y profesionales no es nada comparable a la alegría del amar y ser amados, y que es incapaz de darnos auténtico consuelo si fracasamos en esa nuestra vocación al amor, a la amistad?
¿Porqué se fomenta en la gente la ambición de lograr bienes y objetos y puestos que no están de ninguna manera al alcance de todos y no se los promueve en aquello que el más humilde de los hombres y de las mujeres puede hacer y en ello dar significado a su vida: el saber querer y ser querido por los suyos? ¿Acaso las exigencias de la economía son tan despiadadas que tenga que sacrificarse todo lo demás para que ella funcione en aceitada eficacia y perfección? ¿Será verdad que algunas empresas americanas prefieren de empleados a divorciados porque éstos trabajan mejor, intentando compensar su frustración familiar con una mayor eficiencia en sus tareas?
¡Qué terrible asesinato de los pueblos el que sistemáticamente se destruyan y oculten los sencillos valores capaces de hacer valiosa en serio la vida de los hombres y se los cambie por antivalores o valores menores y, para peor, solo capaces de ser alcanzados por minorías!
Pero aquí aún no hemos llegado al fondo del problema. Porque aún esos valores realmente humanos -y menos en medio de la estulticia y la inmoralidad actuales- son aleatoriamente alcanzables colmadamente por los más. No es tan sencillo amar en serio, no es tan fácil encontrar a alguien que me quiera y me aprecie de verdad. El hombre herido por su egoísmo innato y, peor, extraviado su sentido del amor por el ambiente, fuera del ámbito de la gracia sobrenatural y de las enseñanzas evangélicas y de la cultura cristiana hoy destruida, difícilmente pueda encontrar en el amor humano, en su sed de amar y ser amado, plena felicidad.
Ya Aristóteles en su Etica afirmaba que el querer virtuoso, es decir el amor verdadero, solo podía ser alcanzado por los mejores, por una minoría.
De todos modos, sabemos bien que, aún en el mejor de los casos, los lazos humanos, en el ámbito de lo puramente temporal, siempre, tarde o temprano, se cortan, se quiebran, y como mucho, ahí nomás, solo pueden prometerse, como dicen los grandes amantes, "hasta la muerte".
También en este plano, pues, de lo humano la plenitud es incapaz de distribuirse equitativamente entre los más, ni siquiera ofrecerse en serio a nadie, porque caduca inevitablemente con el morir.
Pero quizá todo eso, en sus deficiencias insalvables, sea el llamado de atención que Dios hace para que busquemos otra cosa, para que prestemos atención a un llamado terminantemente más sublime, pleno y satisfactorio, y a la vez mucho más democrático y al alcance de cualquiera que oiga, y que es: el llamado a la santidad.
Porque en última instancia es allí donde se juega, no solamente la posibilidad de ser verdaderamente dichosos en esta vida, sino la de alcanzar la verdadera y definitiva dicha en aquello para lo cual Dios nos ha creado: la eternidad.
También, digo, la posibilidad de ser dichosos en esta vida, porque solo la gracia sanante que nos dan las virtudes teologales, las infusas y los sacramentos puede ayudarnos a vivir lo humano en plenitud, y a vencer las tendencias desbocadas de nuestros egoísmos, envidias y mezquindades. En realidad, aún en el plano de lo económico, solo entre hombres virtuosos y caritativos la economía de mercado puede funcionar humanamente, más allá de la despiadada competencia que margina a los incompetentes y a los menos dotados.
Pero, sobre todo, porque el destino del hombre no es el límite de este mundo, sino el panorama infinito de las bellezas de Dios, de sus ternuras inefables, del regocijo de los que, con EL, se querrán juntos, en pura fiesta, inútilmente, para siempre.
Ese, como sabemos, es el propósito divino al crear el universo: el que otros puedan acceder a la felicidad que El mismo vive en el éxtasis poderoso y rutilante de su convivencia trinitaria; el que, mediante Cristo, el hombre pueda llevar al nivel divino todas las felicidades de la tierra, para hacerlas puro reflejo y participación de la felicidad suprema.
A tal meta, absolutamente más alta que cualquier realización humana por grande que sea, que cualquier gloria científica, política, bélica, artística, patriótica, no está llamada solo una exigua casta de escogidos: está llamada absolutamente toda y cualquier persona, con tal que le llegue el mensaje de la predicación evangélica. Cualquiera sea el hombre o la mujer, ocupe el lugar que ocupe, en casa o en el trabajo, en el campo de deportes o en la cama de un hospital, doctor en astrofísica o empleado de Manliba, lindo o feo, argentino o thailandés, blanco o negro, joven o viejo, genial u obtuso, lúcido o chiflado, apto o inepto, en Punta del Este o en un campo de concentración, todos y cualquiera, esté donde esté, sea lo que sea, está llamado a hacerse santo, es decir, a entrar en comunión con la santidad propia de Dios, con su misma vida divina. El sermón de las bienaventuranzas es un gran canto a las verdaderas metas, con la risa de Dios a las vanidades humanas.
Ese es el mensaje igualitario de la solemnidad de hoy, la de Todos los Santos, en donde celebramos no solamente a aquellos que, canonizados, pasaron a integrar la pléyade de modelos múltiples y variados que la iglesia propone para mostrar como se es posible ser santo en las más diversas circunstancias, sino también a todos aquellos, mucho más numerosos santos anónimos, que, a través de los siglos han construido la iglesia y han alcanzado su plena realización, la verdadera excelencia.
De esto ‑y más en estos tiempos, a pesar de su pregonado igualitarismo, de profundas desigualdades humanas no hemos nunca de olvidarnos.
Es una tragedia que el mundo contemporáneo ponga al ser humano detrás de la casi imposible realización de deseos que están más allá de sus posibilidades, y le oculte cuidadosamente el ideal que, en épocas cristianas, se ponía al alcance de todos, con iguales posibilidades para cualquiera de realizarlo: la santidad. Ninguna frustración en el campo de lo económico, de lo profesional, ni aún ‑aunque mucho más dolorosa ciertamente- en el campo familiar, puede hacernos perder de vista el Fin, lo único importante, la única realización definitiva -como así también, de no alcanzarla, la única frustración verdaderamente desesperante e inapelable-.
Que todos aquellos que ya han llegado, nos ayuden también a nosotros a llegar.