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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

1997
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»


SERMÓN
(GEP 01/11/97)  

         Decir de una persona que es una santa es afirmar que es bondadosa, paciente, altruista, siempre ecuánime, compasiva... Y está bien, porque todos los santos conocidos tienen en general estas cualidades. En ese sentido podríamos decir también, a lo mejor, que Mahatma Ghandi fue santo, o Sócrates o cualquier personaje bondadoso que hayamos conocido prescindiendo de sus convicciones religiosas o no.

            Pero tal concepto es un vocablo empobrecido respecto a la realidad que específicamente designa. Porque la santidad, tanto en la Escritura como en la tradición católica, no es algo que tenga estrictamente que ver con lo moral o lo ético, ser bueno o malo, sino que se refiere al ámbito de lo religioso.

            Más aún, en realidad el único santo, como dice Jesús, es Dios. Precisamente cuando el pueblo hebreo se da cuenta de que Jahvé su Dios no se identifica con ninguna fuerza de la naturaleza ni con la naturaleza misma, ni con ninguna parte del hombre ni del universo, sino que es totalmente trascendente y distinto del mundo, allí es cuando descubre la verdadera índole de Dios, el otro por antonomasia, el distinto, el que está fuera de lo natural, el separado de todas las cosas. Tanto es así que el término hebreo que nosotros traducimos por santo, 'kodesh", etimológicamente quiere decir eso, separado, distinto. La famosa teofanía de Isaías con el clamor de los serafines "Santo, Santo, Santo", que nosotros seguimos repitiendo en la Misa, tal quiere decir: "distinto, distinto, distinto" o "separado, separado, separado", afirmando que Dios, por más cercano que esté a nosotros, es alguien infinitamente distinto de nosotros y de todo lo creado. El mismo término latino 'sanctus'' también viene del término 'sancire', que significa cortar, separar. Justamente el que Dios sea el Santo hace de nosotros criaturas, no como en el hinduismo o el budismo o la gnosis o el materialismo panteísta que hace del hombre una parte o un momento de lo divino. Para estas erradas posturas lo divino es algo que se confunde con la naturaleza o con personificaciones de las fuerzas naturales o con el hombre mismo. Dioses o dios pensados a la medida del ser humano y por lo tanto incapaces de hacer nada por el hombre más allá de lo que lo humano pueda dar.

            El cristianismo dice mucho más: que Dios llama al hombre a disfrutar no solo de la vida humana que le pertenece por creación, sino a participar de su propia vida, de su existir trascendente, otro, distinto, santo, infinito, eterno, maravillosamente más pleno, bello y regocijante, que la 'apenas muestra' de su poder que es este universo.

            Ser cristiano no es una manera de comportarse, una moral, una ética, es antes que nada el haber sido elevados al plano de lo santo, es decir de lo que no forma parte del cosmos, -lo hipercósmico decían los griegos- o, -lo que no es natural, lo sobrenatural, dirán los latinos-.

            De allí que al bautizado, a aquel que ha sido llevado por la fe a salir de su condición puramente humana y respirar el aliento de Dios, ya de alguna manera se le puede decir santo. Así llama San Pablo a todos los cristianos, los santos, aunque no todos sean perfectos. No se trata de una determinada manera de comportarse se trata de una transformación de nuestro ser. Los cristianos somos santos, actuemos o no como tales, porque por nuestras arterias corre la sangre nueva de los hijos de Dios, de los hermanos de Cristo.

            Ciertamente que esa sangre nueva o gracia sobrenatural, santa, que circula por nuestras venas obliga a las obras del amor, ya que siendo Dios amor, cualquier contacto o contagio de él no puede sino engendrar en nosotros amor. Pero aún en una vida mediocre si no expulsamos de nosotros a la gracia, a lo santo, mediante una opción grave, lo que se llama pecado mortal, seguimos siendo técnicamente santos. Y el hombre más bueno del mundo, en cambio, si no tiene la gracia de la fé, de santo no tiene nada. Lo que decía Jesús de Juan el Bautista, antes de que éste hubiera alcanzado la santidad por medio de su bautismo de sangre: "Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista, y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él". Por eso la santidad, más que algo que los cristianos tengamos que conseguir es algo que llevamos ya en nosotros por el bautismo y que nos obliga con una responsablidad nueva. Aquellos a quienes nosotros llamamos popularmente los santos, han sido los que sintiendo durante su vida la responsabilidad de estar santificados, trataron de ser coherentes con esa santidad que tenían, como nosotros, por el bautismo y la llevaron a su pleno desarrollo, y por eso ahora la gozan en la eternidad.

            Como la Iglesia solo tiene 365 días por año para celebrar a sus santos y estos traspasan muchísimo, entre los conocidos y los desconocidos esa cifra, hoy quiere celebrarlos a todos juntos en una misma fiesta.

            Ellos son ya la creación y el universo plenamente realizados, el objetivo final de Dios al lanzar a la criatura a la existencia, la Iglesia triunfante, hacia la cual gozosamente iremos añadiéndonos uno a uno nosotros, por ahora en este mundo, santos en ciernes, en pañales, de la Iglesia peregrina.