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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

1998
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»


SERMÓN
(GEP 01/11/98)  

         Este año la fiesta de todos los santos coincide con el domingo y nos permite festejarla con una concurrencia mayor de fieles que en los años ordinarios cuando cae en día de semana. En otros tiempos eso no importaba, porque domingo o no, Todos los Santos era feriado y de precepto, como tantas otras conmemoraciones que, poco a poco, fueron suprimidas por la fiebre de la eficacia y de la economía. Debemos pensar que, poco antes de la Revolución Francesa, -que eliminó la mayoría de ellas- más de la tercera parte de los días del año, sumada a los domingos, eran jornadas no laborables. La gente se dedicaba, en esos días, al culto, a la fiesta, a sacar afuera sus mejores ropas, a estar juntos, a reflexionar, a conversar, a cantar... La alegría proverbial del mundo católico -que destruyeron luego la seriedad protestante, la disciplina del trabajo calvinista, la absorción de las fuerzas sociales por la revolución industrial y la fría y anónima tiranía de los números de la economía global- fué suplantada por formas mucho más estiradas de festejos civiles o por dudosos jolgorios de grosero humor, cada vez más aislados en medio de una vida de puro y aburrido esfuerzo.

            Hoy esa misma economía, que paulatinamente necesita menos del hombre como factor de producción, hace que -en muchos países del primer mundo, Francia o Alemania, p. Ej.- muchos políticos y sociólogos estén pensando en la necesidad de reducir nuevamente el tiempo laboral, entre otras cosas como recurso para que más personas puedan acceder a fuentes de trabajo cada vez más reducidas. Pero, amén de no parecer fácil económicamente el instrumentar esta reducción, un problema que se presenta es el de que ya la gente no sabe qué hacer con sus horas de ocio. No sabe leer, no sabe estar con los demás, no sabe pensar, embrutecida, por un lado, por las responsabilidades de un trabajo estresante, cada vez más exigente en eficacia y atención, y, por el otro, acostumbrada a las diversiones superficiales que le ofrecen los medios, o a un mercado de consumo de entretenimientos cada vez más desfachatados o epidérmicos y, a la vez, costosos.

            El cristiano de antes sabía en qué utilizar su tiempo aún cuando no tuviera que trabajar. Hoy la gente se desespera no solo cuando no tiene trabajo porque necesita ganar un sueldo y mantenerse, sino cuando simplemente no tiene nada que hacer, como si lo factual, la labor, el hacer algo remunerable fueran la única manera de justificar la existencia. Es admitido por todos que uno vale no por lo que tiene sino por lo que es -al menos en teoría-. Pero lo mismo hay que decir respecto al hacer: también uno vale por lo que es no por lo que hace. Si no, llegamos a la aberración de que nada vale un niño, un estudiante, un anciano, un jubilado, un enfermo, un poeta ... La gente tiende a pensar que porque no trabaja, porque no encuentra un trabajo, porque no gana dinero, no es nadie, no sirve para nada.

            La poesía, el arte, la música, el filosofar, la contemplación, el estudio, el amor, la amistad -las cosas más importantes de la vida del hombre- no nacen en el ámbito del mundo del trabajo. La absolutización de esta esfera -necesaria pero no principal- de la vida del hombre lleva a la decadencia de lo verdaderamente humano y degrada al hombre a ser un mero factor de producción. Ninguna verdadera aristocracia de la historia ha hecho bandera del trabajo; y los grandes descubrimientos, las grandes obras de arte, incluso los grandes inventos no nacieron en el universo del trabajo sino en el espacio silencioso del pensamiento.

            La Iglesia siempre lo supo y trató de multiplicar los espacios de reflexión, de oración, de alegría inútil y de belleza no vendible. Por eso, además de los domingos, multiplicó los días de fiesta, de ese ocio cristiano abierto a lo bello, a lo humano y a lo divino. Abierto al "ver" no al trabajar. Ese 'ver' las cosas buenas de la vida que es imposible en medio del trabajo y la fatiga: ese 'verse' con los suyos, 'verse' con Dios, que es impedido por la fatiga de las ocupaciones.

            Hacia el fin del año, la celebración de todos los santos venía a recordar por enésima vez a los cristianos, con su clima de plegaria y a la vez de sano jolgorio, el futuro gozoso de la humanidad, rescatada por Cristo del mundo de la caducidad y del trabajo. La fiesta misma era ya un anticipo de esa fiesta permanente en donde todos aquellos que habrían de llegar al cielo vivirían la comunión maravillosa de la amistad, del verse y del ver a Dios.

            "Verse", decimos. "¿Cuándo nos vemos?" "Te veo el fin de semana". Ese verse que no es simplemente un mirar, como cuando vamos al cine y vemos una película, o cuando miramos un espectáculo. "Verse" dice mucho más: habla de encuentro, de comunión, de estar juntos, de compartir.

            "Ver a Dios" -esa promesa que hoy dirige el evangelio a los puros de corazón, es decir a los que son capaces de purificar el corazón de atracciones que no hacen a la perfección de la persona- , ese "ver a Dios", es precisamente el encuentro final del hombre con la riqueza plena de aquel que -Padre Hijo y Espíritu Santo- nos ha creado en este mundo como lugar a donde nos hace llegar la invitación a ese encuentro, y en donde nos vamos preparando a él en la aceptación humilde de esa su oferta de amor.

            El objetivo de nuestra existencia es 'ver a Dios' y, con El, 'vernos' con los nuestros, -mejor dicho con los de él-: con toda esa pléyade de cristianos, conocidos o no, encabezados por la santísima Virgen María, que entrarán a formar parte del mundo definitivamente en fiesta que, poco a poco, va creando Dios.

            Por eso la liturgia de la Iglesia siempre se celebró en fiestas, para que el cristiano anticipara en ellas la alegría que lo esperaba al fin. Y la fiesta no era solo el precepto de ir a Misa, la obligación fastidiosa que hay que cumplir cuanto antes, y a la cual se reduce nuestro empobrecido domingo, era el festejo popular, era el eximirse del pesado trabajo cotidiano, era el reunirse las familias y los pueblos en festejos colectivos que hoy lamentablemente solo quedan en algunos lugares como fechas de atracción para turistas, fiestas que de tal manera marcaban la costumbre e imaginación de todos que apenas se utilizaba el calendario numérico: las cosas sucedían para Pascua, o para la fiesta de San Juan, o para la Anunciación, o para todos los santos, no el primero del segundo mes o el décimo del octavo.

            Es verdad que se descansaba, pero el descanso no era solo la holganza inútil o deportiva de las tardes de football o la estampida por la Panamericana o la hipnosis de la pantalla fluorescente, era elevación del espíritu, era alborozo de las pequeñas y grandes alegrías de la vida, era ocasión de conocerse, de elegir novio o novia, de reconciliarse las enemistades, de, a la vez, levantar el corazón a Dios y gozarse con los seres queridos.

            Al mismo tiempo la fiesta no se realizaba alrededor de pavadas o conmemoraciones civiles artificiales forzadas por el voto de legisladores, sino de hechos conspicuos para el hombre, acontecimientos familiares -como bautismos y bodas- o fechas y memorias pedagógicas que iban develando o recordando a los fieles durante el año el sentido de la existencia. La liturgia era una alegre didáctica del significado del mundo y de la vida que traía a la mente de los cristianos los misterios principales de la fe y que hacían apuntar la vista y ambiciones del hombre hacia los valores permanentes.

            Y las Bienaventuranzas -que se leían siempre en esta conmemoración de Todos los santos- eran como la carta magna del cristianismo, pues señalaban la inevitable precariedad de las cosas de este mundo, que ningún artilugio de distracción ni de engaño podían ocultar, y una invitación a esas virtudes de mansedumbre, misericordia, rectitud y búsqueda de la paz, que llevan a construir a nuestro alrededor un mundo propicio a la convivencia y a la realización humana.

            Búsqueda de la paz que se logra precisamente mediante el hambre y la sed de la justicia. Términos que hoy nos vienen cargados con resonancias revolucionarias, políticas o meramente sociales, pero que en el lenguaje evangélico se refieren a la justicia que viene de Dios, es decir a la santidad, participación del existir divino que, en este mundo, se desarrolla en fe, esperanza y caridad y que es el único objetivo no transitorio de la vida humana.

            Nada de lo que el hombre trajine en este mundo, de su trabajo, de sus invenciones, de sus progresos económicos, de su prosperidad material, tiene significado alguno frente a lo que es auténticamente importante para su realización definitiva, para su santidad, a menos que se hagan por amor a Dios y al prójimo. Tampoco, al contrario, sus aflicciones, dolores y fracasos conspiran contra esa perfección, si se viven en el espíritu de Cristo. Eso es lo que nos viene a enseñar esta celebración conjunta de todos los ciudadanos del cielo.

            La fiesta de todos los Santos anticipa, pues, -este domingo en la ruptura de la semana laboral y en la medida en que la vivamos en alegría cristiana- la fiesta permanente que, más allá de este tiempo de fatigas, zozobras y trabajo -o falta de trabajo- , será el verse con Dios y sus amigos en la definitiva y permanente alegría de la eternidad.