Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2000. Ciclo C

1º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 03-12-00)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     21, 25-28. 34-36
Jesús dijo a sus discípulos: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación» Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra. Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante del Hijo del hombre»

SERMÓN

            Galla Placidia, nacida hacia el año 390 después de Cristo, hija del emperador romano Teodosio_I, fue una importante testigo de la transición de dos épocas de nuestra historia occidental: la del imperio romano -heredero de la cultura griega y él mismo forjador de leyes y unificación universal- y la del mundo cristiano medieval, alimentada por la sangre nueva de los bárbaros y, sobre todo, por la presencia del cristianismo católico. Era la caída del viejo orden y el nacimiento de uno nuevo que, con sus más y sus menos, llegaría a nuestras propias circunstancias contemporáneas.

            En efecto, Galla Placidia, hermana del inepto sucesor de Teodosio, el emperador romano de Occidente Honorio residente en Ravenna, estaba en Roma cuando, en el año 410, el godo Alarico, ante la consternación de todo el mundo civilizado, entró en la Ciudad y la saqueó durante seis días. la urbe, la soberbia capital del mundo durante tantos siglos, caía abatida definitivamente en su orgullo, rematado en el 455 por el saqueo del vándalo Genserico. Solo lentamente volvería a renacer -pero ya en otro espíritu-, gracias al Papado, hacia la mitad del medioevo.

            Además de los bienes materiales, Alarico se llevaba, como una prenda más de sus trofeos y como rehén a ser utilizado contra el emperador Honorio, a Galla Placidia. Allí comienza una bella historia de amor entre el hermano de Alarico, Ataulfo y nuestra princesa. Ambos se enamoran perdidamente. Ataulfo, convencido por Galla, se hace ferviente cristiano. Alarico debe enviar embajadores a Honorio para que acceda a la boda. Tras largas vicisitudes, en las cuales Honorio muestra su repugnancia en entregar a su aristócrata hermana al lecho de un bárbaro y mezclar con ellos su sangre, el matrimonio debe ser permitido y se realiza en Francia en el año 414. Así se convierte Galla Placidia, la romana casada con un bárbaro, en símbolo de lo que vendrá luego: nuestro occidente, mezcla de griego, de romano, de bárbaro y de cristiano. Es verdad que Ataulfo muere un año después en España y Galla Placidia, con el corazón destrozado, es devuelta con gran pompa a la corte de Ravenna donde, obligada por razones de estado, se casará con un general romano, Constancio. Pero aquel primer casamiento, aurora de una nueva esperanza de paz para el mundo, es todo un anuncio del tiempo que vendrá y en el cual todavía, de alguna manera, vivimos nosotros.

            Pero aún quien no ha oído hablar nunca de Galla Placidia y su papel en la historia, quizá la haya sentido nombrar por uno de los monumentos más bellos del arte cristiano que existan en el mundo: su mausoleo, sito en la entonces capital del imperio romano de Occidente, Ravenna, al norte de Italia. El mausoleo fue mandado construir por la princesa para albergar los restos mortales de su hermano Honorio, de su marido Constancio y de ella misma. El cadáver de Ataulfo había sido quemado por sus hermanos godos en España.

            De planta en cruz latina, impone su interior abovedado, revestido de mármoles en las paredes y totalmente recubierto de mosaicos en la parte superior. la luz que va entrando, a través de ventanas, filtrada por lastras de alabastro, a medida que se desplaza el sol, va recreando sin violencia las maravillosas decoraciones musivas en donde predomina el color azul: una especie de cielo intemporal en donde se desplazan, serpenteando, los dibujos ornamentales y las figuras representativas: Jesús el Buen Pastor, los Apóstoles, san Lorenzo (a quien Galla tenía especial devoción). En el lunetón que se abre sobre el sarcófago de Galla Placidia, colocado en el ábside mirando a oriente, dos discípulos figurados en vestiduras blancas y con los brazos extendidos dirigen su vista a la ventana que solo se ilumina a la madrugada, a la llegada del día. Durante la jornada parece un cuadrángulo vacío, opaco, como si los dos personajes estuvieran esperando algo que todavía no ha llegado. Pero, a la madrugada, la ventana se incendia esplendente y es como si llegara el Señor, alumbrando con su luz y jugando en los reflejos dorados de los adornos, encendiendo sobre la puerta de entrada el mosaico de Cristo triunfante vestido de Pastor y rodeado de sus ovejas y, finalmente, rebotando hacia el sarcófago de Galla Placidia, que queda así inflamado en colores y alegría. Quien tiene la gracia de visitar el mausoleo vive una experiencia difícil de olvidar, llena de misterio cristiano y de serena esperanza. La maravillosa figura del Buen Pastor uno diría casi que sobra, ya que basta el sol entrando brioso por las ventanas para dar idea de la luz pascual del Cristo triunfante sobre la oscuridad y el morir.


Galla Placidia estuvo sin duda en un momento de la historia en el cual moría toda una época y nacía otra. Ella sin embargo no lo supo. Ella vivió su existencia como una cristiana de tantas. Más aún: sufrió el desgarrón de la muerte de su amado Ataulfo, de la de su hijo, de la de su segundo marido poco después de casada, de la de su segundo hijo asesinado días después de su coronación, de una cultura y civilización en la que había sido educada y que parecía esfumarse en medio de las invasiones y depredaciones de los bárbaros. Y, sin embargo, ese mausoleo que levantó en vida es todo un himno a su alegría y esperanza cristiana.

            Pero hay muchas representaciones semejantes en el arte cristiano en donde el espacio vacío marca, precisamente, la expectación de algo no acaecido del todo todavía. En la capilla de San Zenón, en el interior de la Basílica romana de Santa Práxedes, -a un paso de Santa María la Mayor-, también una joya del arte musivo de influjo bizantino, sobre la luneta de la puerta de acceso, Pedro y Pablo levantan las manos derechas en gesto de oración y saludo a un trono vacío, como en preparación expectante a la llegada del que habrá de ocuparlo. Es el concepto oriental de 'etimasía' recogido por el arte figurativo cristiano: un lugar vacío en donde es esperada la presencia de alguien que está por llegar. Encontramos varias de estas figuraciones, tanto en el museo de arte bizantino de Atenas, como en Roma, Palermo y Ravenna. 

Y es que esta etimasía, expectación, es como la quintaesencia de la actitud cristiana frente a la vida desde la Resurrección del Señor: un prepararse para la definitiva llegada de Cristo: la ventana -apagada pero limpia-, esperando ser iluminada, el trono dispuesto para recibir a su Rey.

Y esta esperada venida la expresó el cristianismo primitivo con vocabulario extraído de las categorías profanas de la época. Es sabido que la generalidad de los hombres de la antigüedad, salvo los ricos, los guerreros y los poderosos, no eran grandes viajeros. El duro trabajo de la tierra no les permitía abandonarla fácilmente: estaban atados a su terruño, a la urgencia de la siembra, del riego y de la cosecha, del trabajo, del oficio que fácilmente no se podía dejar. El aldeano jamás dejaba su pueblo, apenas conocía por razones de comercio o matrimonio las aldeas vecinas, pero jamás mucho más allá de unas pocas leguas. Del mundo grande solo se tenía noticias por los relatos de los que habían ido u oído hablar de otros lugares, o del viajero que causalmente pernoctaba con ellos y les hablaba de otros sitios. El mundo era una inmensa incógnita que apenas se asomaba a sus vidas cotidianas cuando irrumpía alguien desde fuera. Por eso todo lo que venía del exterior, cuando era anunciado, causaba una extraordinaria excitación: el patrón que llegaría a visitar sus campos; el gobernador que avisaba su venida para tal fecha; el noble, el rey que vendría o pasaría cerca y a quien uno podía recibir y aclamar o al menos saludar a la vera del camino.

            Y lo que era el personaje a las pequeñas aldeas, era el rey o el emperador a las ciudades importantes. Tenemos infinidad de crónicas y, también, de monumentos, arcos de triunfo, columnas, estatuas, levantadas en ocasión de la visita de un emperador a una ciudad de provincia, o monedas y medallas acuñadas para festejar esta llegada. Así, en Atenas, el arco de Adriano, levantado cuando su visita; o las monedas acuñadas en Corintio ante la presencia de Nerón, o en el alto Nilo inscripciones jeroglíficas en homenaje a la llegada de Cleopatra. Estas visitas eran esperadas no solo por el espectáculo que significaban -con la ciudad ornada de flores y de tapices y de músicas, la sala del mejor palacio aparejada con un trono vacío esperando al regio huésped, y fiestas que se prolongaban varios días, más la posibilidad de ver rostros de famosos y legendarios- sino porque se transformaban en ocasión de solicitar justicia contra las autoridades locales, o privilegios para la ciudad, o dones de diversa índole.

            El nombre técnico de estas visitas era, en griego, 'parousía'; en latín, 'adventus', adviento. 'Parusía' viene etimológicamente, de 'estar presente', 'llegar' o 'haber llegado'. Adviento, del latín 'venir a uno', 'venir para estar'. No habla de una simple llegada, sino de un presentarse para hacer algo, para dar, para acompañar, para beneficiar.

            Cuando, después de la Resurrección, los discípulos constatan que Jesús ha triunfado sobre el pecado, la maldad, el dolor y la muerte, saben que lo ha hecho también para ellos y que un día vendrá para llevarlos con El.

            Así comienza el cristianismo, la Iglesia, este tiempo de espera, en donde sabemos que todo mal, que todo dolor, que toda insatisfacción terminará el día de la visita del Señor, de su adviento, de su parusía. Nuestro vivir en este mundo como bautizados es esencialmente esta espera en la cual nuestro corazón se va abriendo, nuestras ventanas limpiando, el trono de nuestro ser vaciando de falsos señores, desocupados de nosotros mismos, aguardando la llegada de Cristo, su parusía, su adviento, en obras de fe y de amor.

            Como en el tiempo de Galla Placidia también nosotros vivimos en épocas de transición, tiempos difíciles en donde nos preocupa terriblemente lo que pasa en el orden político y económico tanto en nuestro país como en el mundo. El orden de la economía, del poder, la globalización, la técnica, se abren a perspectivas que todavía no somos capaces de columbrar. las formas de antes caducan, no hay trabajos seguros, no hay estabilidad en las familias, no parece que vayan a subsistir las naciones como tales. Alrededor de los triunfadores, de los pescadores a río revuelto, se esconden extensos dramas de miserias, de frustraciones, de soledades, de miedos, de nuevas pobrezas que no tocan solo a los de abajo sino a todas las clases. Llegan momentos en que muchos no sabremos a donde apuntar nuestras esperanzas humanas. Seguramente todo pasará y la historia de alguna manera renovada seguirá adelante. También la caída de Roma pareció en su época una catástrofe definitiva, insalvable.

            Pero lo que importan finalmente no son estas grandes perspectivas históricas, puro marco de nuestras vidas, sino nuestras propias historias personales. Y es, justamente, en las máximas tribulaciones en donde nos hacemos más receptivos a la verdadera esperanza. Es una pena que tantos eclesiásticos, en las actuales duras circunstancias, en vez de hacer levantar los corazones a Cristo, única y verdadera esperanza, alimenten la espera de la gente por soluciones mágicas: la promoción de una hipotética justicia que nunca llega, el reparto equitativo de una supuesta riqueza mal distribuida, la condonación de la deuda externa, una acción social más intensa y coordinada, derechos humanos, reclamos vacíos que apelan a un voluntarismo que lamentablemente poco asidero tienen en las duras exigencias de la realidad y de las tiránicas leyes de la economía y que condena así a la gente, ignorante del auténtico mensaje de Cristo, a la frustración, al resentimiento, al odio de clases, a la perpetua queja y desconsuelo ... Pero, aún cuando estos hombres de Iglesia propusieran soluciones técnicas inteligentes y políticas sensatas y no fruto de sus utopías e ingenuidades, eso no sería el verdadero anuncio de Cristo, ni la auténtica meta del cristiano...

            Nuestro esperar cristiano está muchísimo más allá de todo lo que pueda darnos nuestro ingenio, o nuestro trabajo, o la acción de los políticos, o de los científicos, o de lo que podamos exigir del estado, u obtener con nuestro trabajo honesto o con nuestros cortes de ruta y huelgas. Quiero que se elimine la pobreza, por supuesto; quiero conseguir ese trabajo; quiero que los míos no se enfermen, no se mueran; quiero que se descubra el remedio contra el cáncer y contra el SIDA; quiero que no haya guerras; quiero que no haya dolor... pero, se que nada de eso -aún si fuera posible- ni dura, ni es pleno y definitivo; y se que el único sentido de la vida -en las buenas y en las malas- es esperar la llegada del Señor que viene, su parusía, su adviento. Es ese alegre, fabuloso anuncio el que debo gritar al mundo, elevando mi esperanza más allá de las cosas de esta tierra y tratando de esperar ese adviento con pujos de santidad, con obras de amor y de entrega.

            El evangelio de hoy, con el cual la Iglesia inicia el tiempo litúrgico de Adviento, en imágenes aparentemente terribles nos describe, en realidad, cualquier situación límite por la cual tengamos que pasar en nuestra vida: "conmoción en la luna, en las estrellas...": la separación, el marido que se va, el hijo que enferma, el anuncio con cara seria del médico, el telegrama de despido, la quiebra, el desalojo, la vejez que viene preanunciando el fin... Y, sin embargo, aún en medio de la angustia y del rugido del mar de nuestras desdichas, el mensaje es anuncio de esperanza, de adviento, de parusía: "cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad la cabeza, porque está por llegaros la liberación".

            Esa es la auténtica espera del cristiano, no las temporales aunque legítimas esperanzas de este mundo. Eso es lo que San Pablo nos insta a vivir en cada Misa: "siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerde del Señor hasta que el vuelva". Por eso pedimos "vivir siempre libres de pecado mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo"

            "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección ¡Ven Señor Jesús!"

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