Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004. Ciclo a

1º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 28/11/04)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 24, 37-44
En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada. Estad prevenidos, porque vosotros no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada»

SERMÓN

            Caminando por la calle, o viajando en colectivo; y viendo a la gente, o conversando animadamente entre ella, o sumergida en sus cavilaciones o mirando vidrieras, me suelen asomar pensamientos como "¡Tanta gente ajena a los problemas religiosos, al llamado de Cristo, a la vocación para la cual han nacido y por quienes el Señor ha derramado su sangre!"

            Pero también me llevo sorpresas, porque, a pesar de que soy mal fisonomista, muchísimas veces, a esa misma persona con la cual me crucé por la calle haciendo estas reflexiones, la veo, luego, rezando en la Iglesia, o aún comulgando. O, al revés: alguno al cual he escuchado en mi despacho o en el confesionario viviendo intensamente su fe, luego lo veo en ambientes naturales, laicos, desenvolviendo su vida con toda naturalidad y, por supuesto, santamente.

            Tendemos inconscientemente a separar la vida cotidiana de lo santo, de lo sagrado. Hay algunos que todavía se sorprenden de que yo, sacerdote, haya tenido una familia normal, ido al colegio, a la universidad, al cine, hecho política, tenido mis amigos, mis novias... y que aún hoy la compañía que más me hace feliz sea la de mis amistades normales, la de mis hermanos...

            Quizá uno lleva adelante una especie de cristianismo dualista, en donde, por un lado, está nuestra vida de piedad, de liturgia, de rosario y misa; y, por el otro, nuestras actividades, recreaciones y deberes cotidianos. Por un lado, rezar; por otro, estudiar, salir, jugar al rugby, escuchar música...

            Sería necio pensar que todas estas cosas se pueden hacer al mismo tiempo. Pero tampoco es verdad que debamos separarlas de tal manera que las unas no tuvieran que ver con las otras.

            Una vida sin oración estaría, por cierto, privada del oxígeno propio de la gracia, de la existencia de un hijo de Dios, pero, salvo una vocación peculiar y ajena a los parámetros normales, sería disparatado y ajeno a la enseñanza de Jesús el que uno se la pasara siempre rezando o en la Iglesia.

            Porque, por supuesto que esa oración -que, en el orden de lo sobrenatural, cumple las funciones del encuentro con los seres queridos en la vida familiar- no sería ni auténtica ni digna si no se trasuntara, luego, en el compromiso diario del vivir cristiano. Como el amor pregonado por la mujer o por los hijos no sería sincero si no se tradujera en deseos e impulsos de trabajar por ellos, de crecer por ellos, de ayudarlos a crecer.

            Así el amar a Dios, intensificado en sacramentos y oración, se ha de volcar al cumplimiento excelente de nuestros deberes cotidianos, al gozo multiplicado de las cosas buenas que nos da la vida en este mundo, al amor cordial y paciente a nuestros prójimos, a la serenidad frente a las adversidades propias de este tiempo.

            Algo de eso insinúan, en nuestro evangelio de hoy, las palabras de Cristo, escritas y recordadas por Mateo en un ambiente apocalíptico y lleno de presagios durante las desastrosas guerras judías. Espera de intervenciones milagrosas, de Mesías fulgurantes, de días del Señor aterradores, con aniquilación del enemigo y victoria de los justos, vuelta inminente del Señor Resucitado...

            Jesús nos dice: no será así. Y, a los que esperan que él asuma ese papel tremendo, a propósito, se les presenta no como 'hijo de Dios' o 'hijo de David' -que lo es- sino como 'hijo del hombre'. Expresión sencilla que, en sus labios, no quiere sino confirmar la maravilla de la Navidad. Esa Navidad que, desde hoy, primer domingo de Adviento, comenzamos nuevamente a esperar. Esa Navidad que es Dios irrumpiendo en el mundo con su actuar salvador, pero en pañales de hombre.

            Semánticamente, 'hijo de hombre' no quiere decir sino eso: un hombre de la especie hombre. Dios ha querido venir a nosotros en lo bien humano, en la sencillez de una vida aldeana, en la bonhomía de una familia común, en la recia herencia de un apellido, el de David, en las tristezas de una patria amada y humillada. Dios sí; pero hombre, bien hombre. Ejerciendo su actuar divino en el actuar humano.

            ¿Quién distinguiría, en la vida humana de Jesús, en su casa, con su madre, con sus compañeros de juego, en el taller; quién lograría descubrir fácilmente en él, sus profundidades divinas? ¿Quién podría decir, comparándolo con sus primos o sus amigos, más allá de las cualidades y aspectos humanos superiores, éste es Dios?

            ¿Quién me enseñará a distinguir por la calle, si no los conozco, y todos se comportan medianamente normales, a aquel que es un verdadero católico del que no lo es? ¿Aquel que está signado por el carácter bautismal de hijo de Dios y el pobre pagano? Habría que bucear en la interioridad de cada uno para percibir alguna diferencia, algún signo distintivo, ya que los exteriores no siempre cuentan.

            A toda esa gente, cristianos o judíos, que esperaban una intervención rimbombante de lo divino, signos precursores en el cielo, un cataclismo universal, el fin del mundo, Jesús los apacigua, haciendo bajar sus expectativas a figuras más sencillas y simples. En los versículos inmediatamente anteriores se ha referido a señales precursoras obvias normales: "cuando ustedes ven que brotan las hojas de las ramas de la higuera, se dan cuenta de que se acerca el verano". Como si dijera: "cuando sus cabellos encanezcan o las articulaciones empiecen a doler o necesiten anteojos para ver, se darán cuenta de que ya no son tan jóvenes, que el tiempo pasa"

            Y sucederá como en tiempos de Noe: la gente comía, bebía, se casaba... caminaba por la calle Santa Fe, se embotellaba en el tráfico a la salida de la Lugones, caminaba por los shoppings, iba a la escuela, a su trabajo... Las cosas malas suceden a los demás, aparecen en los diarios, le pasan a aquel amigo de nuestro amigo, a ésta nuestra pariente... A nosotros no nos toca: nunca leeremos nuestro propio aviso fúnebre...

            Todo tiene falso aspecto de permanencia, porque estamos sumergidos en una historia, en una humanidad que constantemente se renueva. Pero, si nos ponemos a pensar: en el lapso de los próximos cien años morirán los 6 mil 409 millones 043. 276 habitantes que poblaban la tierra hoy, 28 de noviembre de 2004, a las cero horas, según datos de Internet. Excepto uno que otro que superará el siglo, ninguno quedará vivo. ¿Qué importa si eso sucede en un día, un año o cien? Ya sea en una sola ráfaga, ya sea en cien años, da lo mismo, todos morirán. Y, sin embargo, la cosa no nos impresiona, porque no mueren todos juntos, porque los nacimientos compensan y aún superan la mortandad. Falsas impresiones que desdramatizan la vida, que nos sumergen en la falsa seguridad de un existir que se justifica solo por el permanecer en la existencia y en donde extraños juegos psicológicos nos desvían del pensamiento de nuestra caducidad.

            Al comienzo de este nuevo año litúrgico, primer domingo de Adviento, Jesús nos invita a la reflexión, a meditar una vez más en el sentido último de nuestra existencia. No 'último' porque haya de ser aquel en el cual tenemos que meditar en último lugar, sino porque debería presidir todo nuestro vivir cotidiano, de jóvenes, de estudiantes, de matrimonios, de profesionales y, también, aunque ya sea un poco tarde, nuestro vivir de adolecidos con achaques y de tercera edad.

            La vida humana se nos da, desde el vamos, como la maravillosa posibilidad de encuentro con el Señor que viene. Con Dios que, más allá de nuestra vida mortal -destinada a inevitable catabolismo- nos ofrece rescatarnos para la vida verdadera, el vivir divino.

            Y eso no es para aquel que, declinando en su existencia, se pone a pensar en la posibilidad de prolongar de alguna manera su vida en la ultratumba, es para aquel que, asomado a la racionalidad, en pleno ímpetu juvenil, en existencia todavía en proyecto, con sus armas todavía relucientes y afiladas, se pregunta el porqué de su existencia en este mundo, qué escala de valores elegirá, qué tipo de amores preferirá, qué enemigos combatirá...

            Eso podrá realizarlo en circunstancias difíciles, donde ser cristiano supondrá sacrificios, enfrentamientos y dolor, rechazos y martirio; eso podrá, perfectamente, vivirlo en la aparente neutralidad del mundo real o virtual donde se desarrolla nuestra existencia: tomando el subterráneo, manejando el auto, estudiando, trabajando, noviando, desarrollando talentos, fundando familia y educando prosapia, asumiendo cristianamente las alegrías -y también las penas- que, más o menos equitativamente, suelen repartirse en este mundo. Y, eso, sin que sea fácil que nadie lo perciba desde fuera.

            Que sobre todo se trata de una actitud, y antes que nada actitud interior, nos los muestran los sencillos ejemplos del discurso de Cristo: dos hombres trabajando en el campo, dos mujeres moliendo... Las mismas caras tropezando con uno por Florida, los mismos compañeros de aula, de oficina, haciendo aparentemente las mismas cosas: uno es recibido por Cristo, el otro abandonado; una llevada, la otra dejada.

            El que eso no dependa de la arbitrariedad del 'hijo del hombre' lo señala Mateo en los últimos versículos. Solo puede recibir 'al Señor que viene' quien esta preparado, quien vela esperando y deseando su llegada. Es sabido que el Señor puede arribar sin que nadie lo espere; llegar y nada pasa si no hay un corazón dispuesto a cobijarlo, una casa hecha albergue para El, una mente abierta a sus inspiraciones. El puede golpear a la puerta sin que le abramos. Seguiremos trabajando en el campo y moliendo grano.

            Adviento es todo el tiempo de nuestro vivir. Atenta espera del Señor, para escuchar sus pasos, para responder todos los días a su llamado, cuando nos invita al estudio, cuando nos participa sus penas, cuando nos llama a amar a una mujer, cuando nos solicita dejemos todo por seguirle, cuando nos pide nos inquietemos en problemas, aún económicos, que nos superan, cuando nos dice que descansemos o divirtamos, cuando nos llama a la fiesta de la oración y de la Misa, cuando nos insta a amartillar nuestras armas y afilar nuestros sables...

            El Señor siempre está viniendo. La figura de la venida final es casi un recurso literario. Pero finalmente y sin retorno es cada hora que pasa sin habernos, de una u otra manera, encontrado con él.

            La Navidad se anticipa en los escaparates de los shoppings y en los árboles y lucecitas sin Jesús que las municipalidades prenden con el magro presupuesto que destinan para ello. Vivámosla nosotros en Adviento, en auténtica espera, hecha de vela, de vigilia, de plegaria, de gozosa espera. La de todos los días, cuando Él viene llegando, como si todo fuera lo más normal del mundo, en el silencioso gestarse del fruto del vientre de María. Ahora, y en la hora de nuestra muerte. Amén.

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