1998. Ciclo A
1º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 24, 37-44
En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada. Estad prevenidos, porque vosotros no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada» .
SERMÓN
Una parte importante de las ruinas de Atenas que hoy puede visitar el turista son construcciones y refacciones que se hicieron en la ciudad en época romana. Como es sabido, a pesar de que los romanos conquistaron Grecia con las armas, fueron vencidos por ella culturalmente. El famoso verso de Horacio : " Graecia capta ferum victorem cepit "; "La Grecia conquistada conquistó a su bárbaro vencedor". Cualquier romano refinado sabía hablar en griego y leía ávidamente a sus clásicos.
Olympieion
Uno de estos grandes admiradores de la civilización helena fue el emperador Adriano , sucesor de Trajano en el 116, uno de cuyos primeros actos de gobierno fue el mandar restaurar Atenas y realizar nuevas fastuosas construcciones como por ejemplo el Olympiéion , de restos imponentes aún en nuestros días, o la biblioteca, también hoy visible. Frente a esta munificencia no es de extrañar el agradecimiento que tuvieron los atenienses a este emperador. Tanto es así que, cuando anunció su visita, echaron sus casas por la ventana para recibirlo. Incluso construyeron un bellísimo arco de triunfo en mármol pentélico que aún hoy puede verse, bajo el nombre de Puerta de Adriano, al lado del Olimpiéion y bajo la sombra de la Acrópolis .
Puerta de Adriano 131 DC
En realidad, en toda la antigüedad era común que, cuando un rey o un personajón anunciaba su visita a una ciudad, ésta se preparara a ello como a una fiesta, adornando todas las calles, construyendo arcos de madera, guirnaldas de flores, alfombrando los lugares por los cuales el personaje con su comitiva debía pasar, haciéndole regalos y ofreciéndole banquetes y espectáculos, yendo a esperarlo el día de su venida fuera de los límites de la ciudad.
A estas visitas, llegadas, o venidas, en griego se las llamaba parusías -que eso significa ‘ parusía' : presencia, comparecencia, arribo-. Así se conservan memorias, en diversos antiguos manuscritos, de la espléndida parusía de Demetrio Poliorketes , también a Atenas, cuatrocientos años antes de Adriano; de Ptolomeo Filometor y Cleopatra a Menfis; de Germánico a Munich, y hasta de Nerón , otro admirador de Grecia, a Corinto. Se guardan en el Louvre monedas acuñadas para esa ocasión con la inscripción latina de " Adventus Augusti ", es decir la parusía o visita del Augusto, de Nerón. Como Vds. ven la palabra "adventus", adviento, traduce el término parusía.
Ptolomeo Filometor
En realidad estas costumbres no han desaparecido. Yo me acuerdo, cuando chico, al inaugurarse la capilla del campo y ante la llegada del obispo que venía a consagrarla, toda la paisanada, espontáneamente fue a esperarlo a caballo -y los vecinos en auto- fuera de las tranqueras, a la calle, para acompañarlo en su ingreso entre caracoleos, gritos y bocinazos de alborozo.
Aún hoy, cuando en alguna diócesis del interior el nuevo obispo toma posesión de ella, los feligreses van a aguardarlo al límite de su circunscripción; el obispo se baja de su vehículo, besa el suelo y, luego, es rodeado y escoltado hacia su catedral entre vítores, entusiasmo y calles y balcones adornados.
De eso se trata en nuestro evangelio de hoy, cuya traducción "cuando venga el Hijo del hombre", diluye la fuerza solemne y casi litúrgica del original griego que dice "así será he parousía tou viou tou anzrópou ", “así será la parusía del Hijo del hombre”.
Esta parusía, este encuentro con el Señor, es el fin de toda la historia y, por lo tanto, lo que le da su sentido. Es por ello que, en este domingo primero de Adviento, comienzo de nuestro año litúrgico, otra vez la Iglesia quiere hacernos mirar hacia el horizonte que da significado a toda nuestra vida. Nuestro existir humano alcanzará su plenitud en el encuentro final con el Hijo del hombre, Jesucristo, capaz de llevarnos con él a la vida verdadera.
La figura de la parusía es soberanamente gráfica: lo que pueda hacer el hombre con sus propias fuerzas y sus talentos no es lo que últimamente le da su perfección. A pesar de sus portentosas realizaciones, el ser humano es como el pobre habitante de los pueblos y ciudades de la antigüedad, que solo eran capaces de salir de su rutina y ser levantados de su mediocridad, por los dones y regalos del emperador.
Tampoco nosotros, con lo humano, podemos hacer nada por salir de lo humano: no podemos llegar a Dios por nosotros mismos. Él tiene que ‘venir' a nosotros, abajarse, visitarnos y traernos la cornucopia de su infinita riqueza. Por eso a los primitivos cristianos les gustaba más hablar de ‘la venida de Cristo', que de ‘la ida al cielo' del cristiano. No somos nosotros quienes vamos al cielo, es Jesús quien, en su parusía, en su venida, viene a buscarnos, llega a nuestro encuentro.
Y la vida del cristiano consiste en eso: en esperar la parusía, el adviento, la venida del Hijo del hombre. Espera, por cierto, que no es un estar con los brazos cruzados. La parusía de Cristo exige más preparativos que los de la venida o visita de nadie: festonear nuestro corazón, adornar nuestro interior, preparar nuestro entorno, transformar nuestro mundo en un lugar bello y acogedor para aquel que ha de venir, salir de nosotros mismos al límite de nuestros linderos humanos para recibir a Cristo. No quedarnos en casa, en nuestro yo, en nuestras cosas: salir a su encuentro.
Pero ¿cuándo será esta venida? Las imágenes apocalípticas que se refieren a estos hechos son ciertamente simbólicas. Los astros que se conmueven, los fenómenos terribles en la tierra y en el mar, pestes y guerra, Cristo que desciende cabalgando las nubes, más que anunciar acontecimientos concretos, son alegorías de lo definitivo que es Cristo y lo precario de lo más aparentemente sólido de lo mundano.
Pero esa precariedad no signa solo el final del universo, cuando la entropía haya evaporado toda la materia y consumido toda la energía del universo, billones de años por delante. El delante de cada hombre no se mide en millones de años, ni en milenios, apenas en decenios. ¡Apenas años, meses, son lo que nos separa a todos los aquí presentes de la venida de Cristo a cada uno, en el instante del morir!
Y el evangelio de hoy ni siquiera se está refiriendo solo a ese momento -difícil de fijar pero no tan difícil de prever, sobre todo cuando uno tiene unos cuantos años sobre sus espaldas o alguna grave enfermedad-, nos habla de un alerta y de una vela que ha de prolongarse toda la vida. Porque cada momento de nuestra existencia se disuelve con rapidez efímera en la inmovilidad muerta del pasado, a menos que lo hagamos perennemente vivo llevándolo al encuentro del que viene.
También nosotros comemos y bebemos, nos casamos y trabajamos como en la época de Noé, y eso está bien. Lo que el evangelio reprocha es que creamos que, con ello, sin reparar en Dios, estamos construyendo algo definitivo. Jesús nos exhorta a no dejarnos distraer por los recovecos del camino. Nuestro caminar solo tiene hondura y perspectiva de permanencia si va dirigido al encontrarse con Jesús.
Cristo está llegando a nosotros en cada instante; Dios se insinúa al hombre en toda circunstancia, y debemos aprender a hallarnos siempre con Él, en nuestro trabajo, en nuestros estudios, en nuestras familias, en nuestros problemas y alegrías. Encuentro que no puede realizarse si no preparamos nuestro ánimo, sino no nos transformamos en lugar de coincidencia entre su llegada y nuestro ir a Él.
Ese es el sentido del tiempo del Adviento, de la Parusía, que hoy la liturgia de la Iglesia inicia con su color morado y su poco de austeridad, preparando el encuentro de la Navidad. Navidad es la conmemoración de algo que ya ha sucedido, que ya está realizado en el mundo desde hace dos mil años y que de por si no necesita renovarse todos los años. Lo hacemos únicamente porque no queremos ser como la gente del tiempo de Noé. Como nos achanchamos en las cosas de este mundo, de vez en cuando, otra vez, al modo de un retiro espiritual, hemos de volver a alertarnos del permanente estar viniendo a nuestro encuentro del Señor.
Aprovechemos pues este corto tiempo de Adviento, de gozosa preparación a la presencia navideña de Jesús, para remozar el interior de nuestra casa, de nuestra persona, de nuestro corazón, de nuestro carácter, de nuestro empeño y tesón cristianos, de nuestro espíritu de oración y de fe, para que todos los instantes de nuestra vida, en cualquier circunstancia, sean motivo siempre de encuentro con Jesús, de preparación a la definitiva parusía, cuando, recorrida nuestra peregrinación por este mundo, lo encontremos gozosos, en la frontera final del tiempo, llegando, atravesando su arco de triunfo, en la definitiva presencia de su gloriosa eternidad.