SERMÓN
La figura del Bautista aparece hoy, con su vozarrón tonante, a modo de una especie de resumen de la predicación de los profetas del Viejo Testamento.
Sin más que su figura tradicional suele estar algo exagerada por una iconografía parcial. Nos lo pintan barbudo, hirsuto, cubierto por una piel de camello, con una correa al cinto, alimentándose de bichos.
En verdad su aspecto era algo más pasable. El texto no dice, respecto de su túnica, ‘ piel' de camello, sino ‘ pelo' de camello. Pensemos que la vicuña, por ejemplo, es un camélido y nadie desprecia absolutamente un buen poncho de vicuña. Aún así no era lino ni seda, era un tejido basto, fuerte, que, hasta hace muy poco, seguían utilizando los beduinos. Tampoco hemos de despreciar ligeramente las langostas. No solo porque, en Bosnia, algún piloto francés, siguiendo las indicaciones de su manual de supervivencia, ha podido, escondiéndose de los serbios, alimentarse muy proteínicamente con ellas durante tres semanas, sino porque, en algunos restaurantes de París y Nueva York, se ofrecen platos deliciosos hechos con estas langostas terrestres. Nadie debe dejar de probar alguna vez las riquísimas hormigas fritas y saladas que se enlatan, venden y exportan de Colombia. Y nuestros primos los monos comen, con mucho provecho nutritivo, gusanos e insectos de diversas especies.
De la miel no digamos nada.
Por cierto que no vamos a decir que Juan era un epicúreo, pero tampoco hemos de exagerar las tintas de su ascesis.
Lo que sí en cambio resulta patente es su falta de tacto y diplomacia para decir las cosas. No es extraño que, para que finalmente se callara, haya habido que cortarle la cabeza.
Claro que las enormidades y amenazas del bautizador no son ‘todo' el evangelio. Pero son parte de él. Hoy la predicación tiende a mostrar solo los aspectos misericordiosos y gratificantes de la ‘buena nueva', el rostro bueno de Dios en Jesús. Y está bien. Aun cuando uno, a veces, pueda dudar de si esto se hace porque realmente se ve a un mundo llagado, enfermo, abatido, necesitado de perdón y amor y no de amenazas, o por demagogia y por vender un producto más bien de poco mercado como es la doctrina cristiana.
Aún así, Juan el Bautizador nos viene a recordar que todo lo bueno del evangelio, la maravilla de su alegre mensaje, el don del niño Dios que ha de nacer en nosotros, exige previamente un momento de rectificación, de renuncia, de dolor, de despojo de bienes menores, de vencimiento de egoísmos, de dejar de vivir por lo trivial, de purificarse de opiniones frívolas... Y, también, que la salvación que trae Cristo, su paz y su invitación a la verdadera vida, no se nos impone. Dios no puede obligarnos a ser salvos, a vivir la Vida eterna. Debemos decirlo: para que el hombre lo pueda amar y acceder así a la Vida, Dios debe hacerse como ‘impotente' frente a su libertad.
Dios no puede darnos el cielo si nunca lo hemos deseado, si nunca hemos hecho lugar para quererlo, ocupado nuestro corazón en tantos quereres que no son Él. Dios se acerca a nosotros no como el déspota que esclaviza, sino como el novio que seduce, que conquista, que quiere hacerse libremente amar. La única manera que Dios tiene de dársenos es que nosotros nos enamoremos de Él, y no podemos enamorarnos de Él si estamos seducidos o distraídos por otras cosas.
Dios no puede llenar nuestros bolsillos con el oro de su amor, si nuestros bolsillos están llenos de billetes falsos. Dios no puede hacer brillar el sol radiante de su verdad en nuestra casa, si los cristales de nuestras ventanas están sucios. Dios no puede hacer saborear en nuestros paladares su vino bueno, si los tenemos impregnado de ajo.
Aún siendo el evangelio pura ‘gracia', tenemos que destapar nuestros oídos para escucharlo, y elevar nuestra mente para recibir, entendiéndolo, su mensaje. Esto nos enseña Juan.
Jesús no predicará, como Juan, en el duro desierto de Judea, lo hará en los pueblos y ciudades de la fértil Galilea. Pero el desierto es una etapa previa al aprecio del oasis, la sed la mejor recomendación del agua, el hambre el mejor aderezo de la comida. Juan siempre será en nuestras vidas la preparación necesaria para Jesús.
En toda elección hay algo por lo cual se opta y algo que se deja. En todo ascender, un escalón previo que queda atrás. Juan insiste en lo que ha de dejarse, en lo que ha de purificarse para que, en nosotros, gaudiosamente, se instale la palabra feliz y plenificadora de Jesús; advierte sobre lo que ha de desocuparse y quemarse para que pueda caber El.
Yo puedo decir: ‘no veas televisión' o puedo decir ‘lee el Quijote'. Lo que queda claro es que no puedo leer al Quijote si prefiero ver televisión.
Yo puedo decir: ‘conviértete', ‘dejá tus pecados' o decir ‘ama a Jesús y a tu prójimo'. También aquí lo que queda claro es que no puedo amar a Dios y a mi prójimo si no me convierto y dejo mi pecar. Del mismo objetivo, la misma cosa, Juan insiste en la parte negativa, Jesús en la positiva.
Porque la salvación que ofrece Cristo y es fruto de la gracia y la misericordia divina, es salvación de ‘algo'. Y ese algo del cual nos salva Cristo es lo que hoy señala tremebundo Juan. No puedo hablar de ‘salvación' si no digo también de qué me salvo. La parte desagradable de decirlo le tocó al Bautista.
Y lo hizo bien.
La ‘ira de Dios'. Como la ira del médico que ve morirse al enfermo por descuido de la enfermera; como la ira del padre que se da cuenta a que, porque no le hace caso, su hijo marcha hacia el fracaso y la desgracia; la ira del maestro que ve que sus discípulos se abrevan en teorías falsas; la ira del que ama porque su amada elige irse con quien no puede hacerla feliz; la ira del que mira corromper y pervertir a tantos inocentes; la ira del que ve arriada la bandera de su patria; la ira del que ve morir a sus hijos soldados por la estupidez del general; la ira del que ve recompensada y alentada la deshonestidad, la mentira, la cobardía, la perfidia, y castigada la inocencia y el valor...
Esa es la ‘ira de Dios', la ira del que ama y quiere el bien de los que ama: y por la protervia libre del hombre ve impedida y disminuida la medida de su amor.
Dejemos en este Adviento actuar en nosotros a Juan el Bautizador. Que, al bramido de su voz, ‘la ira de Dios' caiga benigna sobre nosotros. Que se una a nuestra propia catártica ira, para despojar -en agua y fuego- de nuestra vida y de nuestros apegos y de nuestras inclinaciones y de nuestra mente y de nuestras acciones, todo aquello que se opone a Su amor, que conspira contra nuestra verdadera realización, que insidia nuestra felicidad, que nos impide decir que sí a Jesús que llega.
‘Marán athá'. ¡Ven Señor Jesús!