2001. Ciclo A
3º DOMINGO DE ADVIENTO
(GEP 16-12-01)
Lectura del santo Evangelio según san Mt 11, 2-11
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»
Jesús les respondió: «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!»
Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo:«¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: "Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino".
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él»
SERMÓN
El territorio que había tocado a Herodes Antipas, uno de los hijos de Herodes el Grande, estaba caprichosamente fragmentado en dos porciones: una, la Galilea , al norte -en aquella época región próspera y feraz- y otra, más al sur, Perea, separada de la primera por la Decápolis, territorio semiautónomo administrado por el gobernador romano de Siria.
Perea, etimológicamente quiere decir ‘al otro lado' del Jordán. Efectivamente, era un territorio desértico y estepario de la Transjordania que llegaba hasta la mitad de la orilla oriental del Mar Muerto. Allí, donde se levantaba, al límite del territorio de los nabateos, amenazadoramente, la fortaleza de Maqueronte .
Podemos colegir algo del carácter desconfiado y sombrío de Herodes Antipas al anoticiarnos de que, a la bella ciudad de Tiberíades, en Galilea, su capital, a orillas del lago del mismo nombre, el tetrarca prefería pasar gran parte del tiempo refugiado en el inexpugnable bastión de Maqueronte, rodeado del paisaje abrupto y enjuto del montañoso desierto.
Es verdad que las excavaciones arqueológicas del equipo italiano del Estudio Franciscano de Jerusalén, realizadas entre 1978 y 1981 en su emplazamiento, descubren un establecimiento de gran amplitud, con un lujoso palacio dotado de patios, peristilo, triclinios, termas y toda clase de dependencias anejas. Herodes y sus cortesanos evidentemente no la pasaban mal en Maqueronte Pero lo mismo era un gran bastión, una prisión de lujo, erizado de almenas, en medio de un paraje desolado.
También es verdad que el fuerte se encontraba lindero a las tierras nabateas de donde provenía la primera mujer de Herodes, hija del rey Aretas IV. Y a ella le habrá gustado estar cerca de su tierra natal y sus parientes. De hecho fue de Maqueronte cuando una noche huyó a sus tierras, a Petra, capital de los nabateos, repudiada por su marido, que se había unido a Herodías mujer de su hermano Filipo. Fue entonces cuando Aretas IV, indignado, declaró la guerra a Antipas y le infligió severas derrotas en diversas batallas.
Pero Aretas no había contado con la amistad que unía a Herodes Antipas nada menos que con el emperador Tiberio. De hecho se había constituido en su informante, de allí que todos los funcionarios romanos de la zona, incluso Pilato, le temieran: un mal informe de Herodes podía significar deposición o traslado. El asunto es que, frente a las iniciativas bélicas de Aretas, Tiberio ordenó a su legado en Siria el pro-pretor Lucio Vitelio que avanzara con dos legiones sobre Petra. Lo hizo de malagana porque él también odiaba a Herodes. De todos modos, mientras los romanos desfilaban por Perea camino a Nabatea, Herodes pudo mostrarse orgulloso frente a los suyos del apoyo del emperador, y continuar con sus excesos.
Lo malo fue que Vitelio avanzó tan lentamente que, cuando, a mediados del 37, estaba por penetrar en la peligrosísima garganta de Sik que conduce a Petra, le llegó la noticia de la muerte de Tiberio, con lo cual alegremente él y sus tropas volvieron para atrás. A partir de entonces cambió la suerte del tetrarca. Los informes de los gobernadores romanos empezaron a tener mayor peso en Roma que las confidencias del reyezuelo. Al final, Herodes Antipas acabó destituido y desterrado a las Galias, adonde -hay que decirlo en su honor- le acompañó fielmente su compañera Herodías. Era el año 39 después de Cristo. Los funcionarios romanos de la región respiraron.
Pero, diez años antes, cuando todavía la hija de Aretas soportaba la competencia de Herodías y en Maqueronte todo era jolgorio, y fiestas, y conspiraciones del entonces todopoderoso Herodes Antipas, confidente de Tiberio, en alguna de las mazmorras descubiertas en las recientes excavaciones por los italianos, el llamado Bautista, Juan ben Zacarías, había sido decapitado por la afilada espada del verdugo.
Herodes Antipas, a pesar de su aparente poder público, era un hombre insidioso y débil, adulador y hábil como su padre, pero sin la grandeza de aquel. Delator y confidente de Tiberio –como dijimos- era, aunque temido, íntimamente despreciado tanto por sus allegados como, sobre todo, por su pueblo. En materia religiosa sumamente supersticioso no dudó en interesarse por el mensaje del tremebundo profeta bautizador, con sus amenazas de un nuevo orden instaurado por Dios. Pensó que si lo dejaba actuar y lo protegía, en el ‘día de la venganza de Jahvé' a él no le tocaría tanto castigo. Lamentablemente, hombre de instintos no controlados, acabó por meterse en graves problemas e implicar en ellos a la misma Roma. Su ilícita y caprichosa unión con Herodías, tan denostada por Juan, le llevó, ante la exigencia de ésta, a que finalmente tuviera que ponerlo en prisión. Gesto benevolente, si se piensa que en esos tiempos era facilísimo para un monarca imponer pena de muerte. Cosa que a la postre lo mismo tuvo que hacer, excitado por el baile lúbrico de Salomé, hija de su incestuosa amante y, por tanto, su sobrina.
En ese lapso de tiempo, entre su encierro y su degüello –no sabemos si meses o años- Juan no habrá llevado una vida ni peor ni mejor que la que había elegido adrede, tanto cuando, de joven, había permanecido en las duras condiciones del monasterio de Qum-ram, como cuando, maduro, había vivido austera y ásperamente, rezando y predicando, en el desierto.
Desde su prisión en Maqueronte Juan había seguido con angustia y esperanza las actividades de Jesús, su primo, a quien había conocido ya de grande, pero a quien inmediatamente había señalado como el Cordero de Dios. Empero, pasado el tiempo, algo le hizo revolver una y otra vez sus pensamientos, debilitar sus convicciones, vacilar respecto a sus viejas afirmaciones... Juan el Bautizador, el hombre de Dios, el fuerte, el tonante Juan, aquel que había sido columna inconmovible de cantidad de discípulos, en quien tantos se apoyaban y por quien cambiaron de vida, se convirtieron, Juan, el adalid de Dios, el profeta del Ungido, el incorruptible, el conocedor de todas las respuestas, aquel a quien todos consultaban para edificar su propia fe... ahora duda, vacila, es llevado por la tentación del desaliento, por el abatimiento, por la sensación de fracaso...
No es la oscuridad de su calabozo lo que lo abate y desanima. No es la cortedad o infrecuencia de la visita de los amigos, o que piense que se han olvidado de él... Está habituado a la lobreguez de las cuevas del desierto, de las celdas sin lumbre. Está habituado a la soledad del claustro y del yermo. Por otra parte, si bien es cierto que había tenido muchos seguidores, no era hombre que necesitara de amigos, de consuelos sensibles... Ya lo sabemos: cuánto más grande es una persona, más sola se encuentra. Cuánto más capaz de amar, menos respuesta de verdaderos amores y, por lo tanto, de amistad; de ese intercambio que solo se puede dar entre los iguales... Y el no era igual a nadie: -según palabra del mismo Cristo- era ‘el más grande de los hijos de los hombres'...
Y, sin embargo, ahora se descubría a si mismo igual a todos, en su duda, en su vacilar... Ahora que, aislado en su prisión, no tenía necesidad de mostrarse fuerte y seguro delante de nadie, ahora que sabía que su misión había terminado y que nadie precisaba apoyarse en él, ahora que supuestamente aquel a quien él había bautizado y señalado lo había descargado de su responsabilidad, Juan se permite finalmente ser débil. No tiene porqué continuar siendo el profeta de las denuncias, no tiene porqué levantar sus brazos, enderezar su columna, echar llamas por los ojos, apostrofar, repetir sin flaquear, sin quebrársele la voz, la palabra de Dios... Juan puede ahora taparse la cara con las manos, apoyarse en la fría pared de la prisión y abrir cauce a sus incertidumbres, a sus temores, a sus penas, a sus faltas de fe... Y seguramente, si tuviera a mano el regazo cálido de una madre, de una hermana, de una mujer, apoyarse en su pecho... Quizá llorar... ¡Pobre niño Juan!
Es que él ha anunciado siempre el día de la venganza de Dios, ha indicado con el dedo a aquel que venía a bautizar con espíritu y fuego, ha anunciado el hacha puesta en la raíz del árbol estéril, la siega de la cosecha, el incendio inextinguible de la paja, la desaparición de toda prepotencia, de toda maldad, aventada por la palabra y la espada del Mesías... Una y otra vez llegan a su memoria los textos amenazadores de los viejos profetas. Insistentemente ha repetido lo que a él mismo le han inspirado su largas horas de ayuno y oración...
Y la realidad de la cual oye hablar no encaja para nada con este su mensaje. Los rumores de ese primo rodeado de miserables, de impuros, de gente de cuarta, de pobretones, de multitudes harapientas, de enfermos... no coincide con ese ejército de elegidos que él había previsto para su Mesías. Y eso ¡vaya y pase! porque Dios era capaz de sacar fuerzas de la debilidad, y transformar con una sola palabra a pobres en ricos, a enfermos en sanos, a piedras en hijos de Abrahán... Pero lo que le cuentan de publicanos y pecadores, de mujeres de mala vida, de comidas en sus casas -¡y aún de abundante vino!-; lo que se rumorea de alguno de sus seguidores, como el Iscariote, la Magdalena; su trato con paganos, su oferta de perdón a todo el mundo... Eso no encaja en sus esquemas. Somos tan tontos que rápidamente encontramos razones para convencernos de que lo que anuncian nuestros miedos o nuestra sensibilidad o nuestros desalientos es verdad. ¡Noches oscuras de los sentidos que siempre llegan justificadas por las noches oscuras del espíritu!
Y Juan no puede más. Tiene que hablar, no puede vivir de la pura fe, exige explicación, pide a Dios un signo, requiere una palabra. Y, en cuanto lo rescata del olvido una visita piadosa de algún discípulo fiel, él, Juan, el inconmovible, el entero, el de una pieza, se derrumba y dice lo que no quería decir, manda preguntar sobre la duda que nunca hubiera querido expresar: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? ”
¡Pobre Juan! ¡pobre hijito de Zacarías y de Isabel! ¡pobre tan, tan, hermano nuestro! ¡Pobres los dos discípulos que sorprendidos y apenados por el quebrarse de su maestro han tenido que alcanzar su mensaje a Jesús!
¡Y qué vergüenza, Juan, escuchar la respuesta que, cabizbajos, han tenido la caridad de traerte tus dos seguidores! ¿Cómo no va a recordar él, que se sabe la escritura de memoria, los pasajes que afectuosamente le indica el Señor? ¡Los oráculos de Isaías!: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen... La buena nueva es anunciada a los pobres.
¡Oh Señor!, ¡qué soberbio he sido! He leído solo lo que he querido leer; he escuchado solo lo que quería escuchar... De tus palabras, de tu evangelio, de tus mandamientos me he quedado solo con los que me convenían. De tu doctrina, solo con lo que me convencía, con lo que estaba de acuerdo con lo que yo pensaba... He sido un cristiano a mi medida: como yo lo imaginaba o deseaba, no como Dios me lo mostraba ni como la Iglesia me lo enseñaba...
¡Pero es claro que así tenía que ser! ¿Cómo he podido dudar? Si con solo que lo hubiera querido ver -¡si mi orgullo, o mi debilidad no me hubieran hecho perder de vista la integridad de la palabra de Dios, de la enseñanza evangélica...!- todo hubiera estado claro a mi vista. Y, en la mente de Juan, ahora parecen iluminarse con nuevo fulgor esas frases que él ha omitido, que -a lo mejor sin ser consciente de ello- nunca ha querido leer, ha dejado a un costado, han sido, en larvado rechazo, oscuras o aburridas a su lectura... Todo adquiere, en la mente transformada de Juan, nueva coherencia.
Pero una vez idos -quizá echados por él mismo- sus dos discípulos, algo le queda clavado con enorme pena en su corazón: el fraterno final reproche de Jesús “¡Feliz aquel para quien yo no seré ocasión de escándalo!” Y Juan se ensimisma en su dolor. Pero ahora dolor limpio, purificador, lágrimas de arrepentimiento viril, de reencuentro consigo mismo y con su pequeñez y, a la vez, con su misión. “No Señor, ya no me escandalizaré de tus palabras, de tus amigos, de tus pobres seguidores y de los tibios y los mediocres que traicionan tu mensaje; ya no me quejaré de que no me vengas a rescatar, de que no me saques de mi cárcel, de mi desdicha, de mi humano fracasar; ya no te pediré que me ayudes en cosas que no tienen importancia, que no son conducentes a tu triunfo final; ya no tendré miedo a la cruz -ni a las de mi carne, ni a las de mi mente, ni a las de mi corazón-; ya no me escandalizaré nunca más de ti, Señor”
¡Llora, llora Juan tu desazón! Esas lágrimas de humillación y de humildad finalmente te convertirán verdaderamente en discípulo de tu Señor. No: no eres una caña agitada por el viento de las dudas, de las indecisiones; no eres un cristiano que deba estar siempre bien y vestido con refinamiento -los que se visten de esa manera viven en las oficinas de la City, en los salones dorados de los congresos, en los desfiles de las pasarelas del gran mundo-... Tu eres seguidor de Jesús y su profeta, los que debemos preparar, en el corazón de nuestros hermanos, el camino del Señor.
Y Juan, súbitamente, se convierte, en la humildad, de ser el más grande de los hombres, en un grande de los pequeños que aspiramos al reino de los cielos...
Arriba se ha apagado el ruido de las panderetas, de las arpas y de la danza. Solo vuelan sonidos lejanos del paso presuroso de los esclavos escanciando el vino en la sala del banquete, rumores apagados, risas nerviosas, cuchicheos... El tiempo parece que se ha detenido para Juan. Más cerca: la seca orden de un guardia, la espada que se desenvaina, cerrojos que se descorren...
Juan comprende: el Señor viene a buscarlo.
Pero ahora está preparado. Se pone de pie, se yergue nuevamente como otrora a orillas del Jordán, cruza sus enflaquecidos brazos que parecen ahora vibrar en tensos músculos de juventud, sus ojos rápidamente enjugados comienzan a lanzar otra vez el fuego que apoyaba sus palabras tonantes de mensajero del Señor.
Una bandeja de plata espera su cabeza. Pero Juan ya no teme, ni duda ... ni precisa consuelo de amigos, ni de brazos de mujer. Se abre la puerta de su mazmorra.
Y, desafiante, Juan canta el júbilo de su último Credo: “¡Ven Señor Jesús!”