1979. Ciclo B
3º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Jn 1,6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?" Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron. "¿Eres Elías?" Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?" "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán donde Juan bautizaba.
SERMÓN
Nadie duda de que cuando el Nuevo Testamento habla de Juan el Bautista lo hace con enorme respeto. Más aún, aparte Jesús, es el personaje a quien los evangelios cuantitativamente dan mayor relevancia. De ningún otro conocemos las circunstancias del nacimiento y de su muerte.
Y uno podría legítimamente preguntarse pero ¿cómo? ¿no es más importante María, o José, o cualquiera de los apóstoles? ¿Por qué esta envergadura de la figura del Bautista? ¿Acaso no entenderíamos perfectamente el actuar de Jesús sin necesidad de él? María es, ciertamente, imprescindible, también su padre adoptivo, sus discípulos. Pero ¿Juan? ¿No es un personaje algo superfluo?
¿Habrá que explicar su protagonismo en los evangelios simplemente como fruto del recuerdo profundo que dejó en sus contemporáneos -dada su magnética personalidad y el número de sus discípulos- o existirá también una razón más teológica que explique su posición en el mensaje cristiano?
Todos hemos escuchado muchas veces que Juan es ‘el último de los profetas del Antiguo Testamento. Con él se cierra la Antigua Alianza para dar paso a la Nueva.
Es una gran verdad. Pero, si se entiende no solo que Juan es el último de la fila, sino que, en él, converge y se sintetiza todo el mensaje de la Biblia hebrea y el sentido del pueblo de Israel. En cuanto toda la finalidad de estas realidades precristianas consisten en preparar a la humanidad para la recepción del gran don divino que es Cristo Jesús.
De allí que Juan el Bautista, más allá de su personalidad extraordinaria, adquiere la importancia de lo que simboliza: el momento cumbre del Antiguo Testamento. Allí donde éste no solo prepara sino que presenta a Aquel que, desde el Génesis, ha sido gestado, presentido, deseado, apetecido, por el hombre.
Porque la Antigua Alianza no ha sido sino una antesala pedagógica a la revelación cristiana. El Antiguo Testamento se queda prácticamente en el plano de lo terreno. Solo sabe de éxitos y fracasos humanos. Sus esperanzas permanecen circunscriptas a lo histórico. Dios ayuda o castiga a su pueblo con bienes o males de ‘este' mundo. La vida más allá de la muerte es apenas entrevista y solo en los libros más tardíos. De los misterios de la gracia, de los sobrenatural, de la elevación del hombre a la comunión de vida divina, de la plenitud a la que somos llamados, de la visión beatífica, no se dice ni sabe nada.
Pero ese es justamente el sentido de la Antigua Alianza: preparar al hombre -a través, precisamente, del continuo fracaso de sus esperanzas mundanas- a la aspiración más elevada del Bien definitivo, del don divino.
Después de tantos años, Israel tendría que estar preparado. Una a una sus esperanzas de grandeza imperial han sido defraudadas. A pesar de ser ‘el pueblo elegido' han sido sucesivamente aplastados y esclavizados por los egipcios, por los asirios, por los persas, los griegos, los romanos.
Aún así, siguen esperando. Pero, como no entienden, pese a las profecías de Isaías y los pasajes del ‘servidor sufriente', continúan empecinadamente esperando al ‘mesías' o ‘profeta' que, al frente de poderosos ejércitos respaldados por el fuego y el azufre de Dios, los llevará al dominio de este mundo.
Las lecciones han sido suficientes; la pedagogía divina dice su punto final. Es hora de presentar el verdadero don de Dios, el objeto de las promesas, la auténtica prometida bendición: Cristo Jesús. Dador de la Vida divina a través de la Cruz.
Y eso señala y presenta Juan Bautista, compendio de la Antigua Alianza.
De allí que el evangelio de San Juan quiera abrir su relato de la manifestación temporal del Verbo con la escena densa de sentido que hemos escuchado.
Porque el Antiguo Testamento puede abrirse, pleno de sentido, en la dirección a la que apunta el Bautista, a la aceptación de Cristo y ser, desde entonces, leído e interpretado cristianamente. Pero puede, también, cerrarse en sí mismo, haciendo de Dios un mero respaldo de ambiciones terrenas y servir de fundamento a las codicias nacionales e imperialistas de una raza.
O sublimarse en evangelio, o rebajarse a un ‘Mein Kampf' judaico político y xenófobo.
En la escena de hoy, Juan el Bautista representa a la Antigua Alianza, abriéndose a Cristo. Sus interlocutores son la deformación de la Antigua Alianza rechazándole y cerrándose en sí misma.
Y la contraposición es palpable porque, en esta ocasión, el evangelista denomina a los que vienen a hablar con Juan ‘judíos'.
Y 'judío' no es una designación religiosa, sino étnico-política. Cuando el evangelista quiere hablar del pueblo de Dios en cuanto tal, usa el término ‘Israel'. ‘Israel' es el título honorable del pueblo elegido, munido de prerrogativas y privilegios. Del pueblo amado por Dios. Es un adjetivo religioso. ‘Judío', en cambio, indica al grupo étnico. Y, casi siempre en los evangelios, connotando peyorativamente a los judíos incrédulos y, más aún, a los enemigos de Jesús, los que rechazan su mensaje.
A propósito usa aquí el evangelista, pues, el término ‘judío', porque es en este momento cuando, agotado el Antiguo Testamento, se produce la bifurcación entre el camino que seguirán los ‘verdaderos israelitas' representados por el Bautista, y el que seguirán los ‘judíos' en el sentido antes señalado.
De allí las respuesta duras y secas de Juan el Bautista: “Yo no soy el Mesías”, “Tampoco Elías”, “No el Profeta”.
El Bautista quiere desviar la atención de sí mismo y, al hacerlo, aventar todas las falsas expectativas y seguridades que los judíos depositan en sí mismos como nación.
No: a Dios no le interesan las ambiciones nacionales y políticas de los judíos, ni sus anhelos de mesías imperialistas o de Elías portentosos o profetas guerreros. Dios quiere dar mucho más -y para todos los hombres-: regalar, en el Verbo encarnado, Su Vida divina.
Pero ¿cómo hacer saltar a los judíos de sus mezquinas codicias terrenas a la Esperanza sobrenatural?
¡Todo esto judío es tan pequeño comparado con lo que Dios nos quiere dar! “¡Ni siquiera dignos de desatar la correa de su sandalia!”
Desde la angustia por la dureza de los suyos Juan les señala dolorido: “ En medio de Vds. hay alguien al que ustedes no conocen” .
¡Cómo lo van a conocer! Pequeños judíos. Ven el agua, pero no son capaces de quemarse con el fuego. Oyen el ruido de la voz -la voz que grita en el desierto- pero no entienden su significado.
Pero ¿entendemos nosotros? ¿Dios es algo más que el poder supersticioso que garantiza nuestra tranquilidad, nuestros éxitos mundanos? ¿más que el que halaga nuestro ego en la posesión de ‘nuestra' verdad cristiana? ¿Más que quien nos ofrece la terapia psicológica de sus sacramentos y adorna con hermosos mitos los momentos importantes de nuestra vida?
¿Entendemos que la religión como tal, la Iglesia, nuestras devociones no son sino ‘voz', ‘reclamo exterior' y que lo único que importa es encontrarnos con Jesús? ¿Seremos capaces, más allá de lo judío, de encontrarnos con Cristo en la cruz, en el fracaso, en el abandono, en el dolor?¿Nos damos cuenta del inmenso don del amor de Dios que, más allá de todos nuestras deseos y esperanzas, nos quiere dar Su propia Vida en Jesús?
A pesar de venir a la Iglesia, de recibir los sacramentos, de recitar nuestras oraciones, de saber el catecismo, porque nos hemos detenido solamente en lo exterior, porque -en el fondo- lo único que nos interesa somos nosotros mismos, ¿no estaremos también nosotros del lado de los judíos? ¿no podría también decirnos Juan “ en medio de Vds. hay alguien al que Vds. no conocen”?
¿No será el momento de pensar la cosa seriamente? Convertir nuestra mente y nuestro corazón. Alzar nuestros deseos al gran regalo que Dios nos acerca.
Piero della Francesca , Madonna del Parto, 1460
Navidad ya llega.
La Madre Virgen viene trayendo nuestro gran regalo, envuelto en los paños de su bendito vientre.