Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1985. Ciclo B

3º DOMINGO DE ADVIENTO 

Lectura del santo Evangelio según san Jn 1,6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?" Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron. "¿Eres Elías?" Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?" "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán donde Juan bautizaba.

SERMÓN

“¡Se acerca nuestra salvación!”

“¡Ya viene el Salvador!”

Así clama, con los anuncios proféticos del AT, nuestra liturgia de Adviento.

Pero uno podría legítimamente preguntarse qué resonancias, qué significado pueden tener estos términos –‘salvador', ‘salvación'- para el hombre de hoy; para una mujer, varón o muchacho porteños.

¿Salvador de qué?

Porque, quizá, algún interés despertáramos en ellos si les dijéramos que vienen a salvarnos del FMI, o de las estructuras opresoras del imperialismo (y, por eso, tantos cristianos quieren que se predique la famosa ‘teología de la liberación' que responde, precisamente, a estos intereses). Pero si, fieles al Evangelio, decidimos que Dios quiere salvarnos de nuestra miseria, de nuestra ignorancia, de nuestro pecado ¿quién nos oiría? ¿A quién le importa un pito que lo salven de sus pecados? ¿Quién, hoy, se siente pecador?

Sí, ya sabemos, perfectamente, nosotros, los argentinos, que siempre la culpa la tiene el otro. Si somos pobres, es por culpa de los yanquis; si las cosas van mal, es por culpa del gobierno; si no me ascienden, es por envidia de mis colegas o la falta de reconocimiento de mis incapaces superiores; si me bocharon en el examen, es por la inquina de mi profesor, la pregunta capciosa, la mala suerte o la injusticia; si fracasó mi matrimonio, es por culpa de mi marido o de mi mujer; si no andan bien mis relaciones con mis padres, es porque ellos no me comprenden; si me llevo mal con alguien, es porque el otro es un mezquino o un envidioso. El ‘otro' o la ‘otra' son siempre los egoístas, los molestos, los injustos, los sinvergüenzas, los mal educados, los que no entienden.

¿Y con Dios? Yo cumplo, soy bueno, no hago mal a nadie ¿qué me tiene que perdonar?

Jamás mido la responsabilidad de los talentos recibidos, la grandeza del ideal que encojo a mi medida, la magnitud de mis omisiones.

Pero además ¿quién habrá de sentirse pecador cuando he aquí, en orquestación unísona, la ciencia, la psicología, la sociología, la política, servidas abundantemente por los ‘mass media', en la misma conjura de justificar cualquier abuso, perversión o demasía? En nombre de Freud, la liberación de los instintos. En nombre de la política al archivo la ética y la ley. En nombre de la democracia, las peores prepotencias. En nombre del amor, desde la aceptación de los maricones hasta el segundo y tercer polígamo volverse a rejuntar. En nombre de la liberación femenina, el aborto. Y, en nombre, otra vez, de la política, la mentira como institución. En nombre de la libertad, el ensuciar famas ajenas, la calumnia, la confusión, el sórdido destape. No hay aberración para la cual no se encuentre un barbudo anteojudo capaz de justificarla y hasta de aconsejarla doctoralmente.

Y entonces ¿salvarnos de qué? ¿de la ignorancia? Pero, ¿de qué ignorancia nos están hablando si sabemos que a los argentinos nadie nos engrupe? Todos estamos perfectamente educados por la escuela de Sarmiento, por Billiken y por Timerman. Nada aquí escapa, desde los 18 años, a nuestro saber. El último de los argentinos es perfectamente capaz de dar luz a problemas de límites, geopolítica y navegación internacional y todos son igualmente capaces para entrar al secundario y a la universidad. Pronto hasta los títulos de médico y de abogado y hasta de presidente los daremos por sorteo (Y quizá no sería mala idea porque, ciertamente, peor suerte que con las elecciones no se puede tener.)

Sí; ¿de qué ignorancia me hablan?

O ¿de qué miserias? Porque, claro está, la única miseria que captamos es la de nuestro subdesarrollo. Pero eso, sabemos bien, se lo debemos a los malísimos países del Norte, a los que pronto entre Grispun, Caputo y Campero pondremos en vereda. Y, mientras, la cajita de PAN y, si la cosa no va, ya están preparándose los muchachos de Sendero Luminoso y de Franja Morada para arreglar todo definitivamente.

Otras miserias: ¿la soledad, la falta de sentido de la vida, la carencia de amor, la enfermedad, la vejez, la muerte? No las conozco. Quiero desconocerlas. Solo conozco los problemas de bolsillo. Únicamente me exalto, al son de los condicionamientos de la televisión y de los bombos, si me hablan de Pinochet o de Pretoria o del proceso de los militares o de la desestabilización.

En medio de esta cháchara, ¿cómo me voy a dar cuenta del vacío profundo de mi existir, de mis renuncias a mi vocación de grandeza, de ese cúmulo de pequeñas mezquindades, roñerías, egoísmos, semiverdades y chatura en que desenvuelve mi vida, opaco ‘ente de razón', verdugo cotidiano de los míos, pachorriento burgués, asfixiado de ego y con mis vicios apenas ocultos a flor de piel?

¿Quién, sumergido en el bullicio cotidiano, escuchará la exangüe voz angustiada de su alma pidiendo otros caminos, exigiendo otras alturas? ¿Quién podrá descorchar el fracaso de sus verdaderas angustias, de sus miedos, de sus tristezas profundas, de sus nostalgias, hambre y orfandades?

¿Quién mirará, finalmente, a las victimas ignoradas y a los dolores tapiados? Los solos, los viejos, los enfermos, los desorientados, los sin motivos para existir, los que ‘da lo mismo vivir o no vivir', los que no saben para qué ni por qué, los acomplejados, los hijos de padres divorciados, los perpetuamente engañados, los envenenados por la falsa escuela, por los diarios. El pobre imbécil que compra la revista de chismes en el quiosco, o que hace cola en el cine adocenado para gastar en algo sus horas muertas. El triste adolescente que se encontró con la marihuana o con Marx. La que le dijeron que llegar virgen al matrimonio era una antigüedad.

No: esas miserias no existen. Ni esas ignorancias, ni esos pecados. Y, entonces, ¿a quién va a venir a salvar Jesús? ¿Qué me interesa que Dios venga como ‘Salvador'? ¿Qué me importa la vida sino como ocasión de fiestas y champagne?

Porque, si Dios viene como Salvador, nada puede hacer si nosotros no reconocemos que por Él necesitamos ser salvados. Para que intervenga el médico lo primero es reconocernos enfermos -¿Quien no sabe de esos chiflados que, a lo mejor, podrían curarse, pero dicen que no necesitan del psiquiatra y entonces nada se puede hacer?-

No: “no es el sano quien tiene necesidad del médico” –dijo Jesús- “no he venido a llamar a los que se creen justos sino a los pecadores”. Si no me reconozco, de alguna manera, pecador, miserable, necesitado de Dios, nada puede hacer Él por mí.

Y por eso en Adviento, -ese Adviento, por otra parte, que ha de ser una dimensión constante de la vida cristiana, como la Navidad, no un tiempo o una fecha dadas- aparece la figura iracunda de Juan el Bautista –“la voz que grita en el desierto”-.

Aquí viene a mirarnos con sus ojos llenos de furia y a apuntarnos la cara con su dedo, para que reconozcamos nuestras carencias, nuestras llagas, nuestros límites, nuestras hambres y necesidades. Y lo hace como esos predicadores de antes que, desde el púlpito, hacían sentir a todo el mundo como gusanos delante de Dios. Y lo hace como tendríamos que hacerlo nosotros los cristianos, también testigos de la luz, con nuestra denuncia, con nuestra ira, con nuestra palabra pero, sobre todo, con nuestra conducta, con la bofetada a la cara de los mediocres que es una vida íntegra, noble, veraz, valerosa, ‘macha', que despierte conciencias y vergüenzas, que lleve a la conversión.

Porque Juan el Bautista no nos grita por sadismo ni tampoco quiere instarnos a revisiones de conciencia masoquistas, ni quiere llenarnos de miedo o confusión. Sus amenazas de castigo son como ‘ladrido de perro que no muerde' en medio de los evangelios. Lo único que quiere es que estemos atentos: “se acerca el médico”, “viene el Salvador”. Si no reconocemos nuestras torpezas, nuestras debilidades, nuestras angustias y dolores Él no podrá sanarnos. Si no le hacemos desde el hondón de nuestro corazón las verdaderas preguntas Él no podrá darnos respuesta. Si no descubrimos en nosotros nuestras verdaderas hambres, no podrá saciarnos. Y, entonces, la Salvación pasará.

Porque a eso vino Jesús. No a castigarnos, ni a reprocharnos nada, ni a ponernos cara de malo como Juan el Bautizador; sino que viene a tomarnos en sus brazos, a apretarnos fuerte: la oveja que nos sabemos perdida, ciegos que no vemos, paralíticos que no podemos caminar, con sed de agua viva y hambre de verdadero pan. Para que él nos de la luz, fuerza a nuestros miembros, pan para la vida, alegría de vivir, gozo del combate, superación de nuestros vicios y miserias, dignidad cristiana, esperanza de eterna plenitud.

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