1982. Ciclo B
4º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Lc 1,26-38
En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin» María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?» El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios» María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»Y el Ángel se alejó.
SERMÓN
Ya en la inmediata proximidad de la Navidad, los textos litúrgicos de Adviento, dan como un vuelco de 180 grados en lo que significa este tiempo como preparación a la venida del Señor. Los domingos pasados la figura dominante ha sido San Juan Bautista, con su áspero llamado a la conversión, al reconocimiento de nuestros pecados, al esfuerzo de cambio de mentalidad y de vida que hemos de hacer si queremos preparar los caminos que el Señor quiere transitar hacia nuestras almas. Han sido como un llamado a nuestro esfuerzo personal, al logro de esa disposición de ánima que es necesaria para que la semilla divina germine en nosotros.
Pero, desde la primera lectura que hoy hemos escuchado, el tono cambia. David, que acaba de arrebatar la ciudad de Jerusalén a los jebuseos, transformándola desde entonces en su capital, anuncia al profeta Natán su propósito de construir un templo para el arca. La respuesta de Dios –como hemos escuchado- es a la vez burlona y airada: “¿Cómo? ¿Vos vas a construirme a mí una casa para que yo habite en ella? Al contrario. Así como yo te saqué de tus rebaños, así estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, etc. etc.” y, finalmente: “tu casa y tu reino durarán para siempre”. No. No es David el que construirá casa a Dios, sino Dios quien construirá casa a David.
David y Natán de Matthias Scheits (1630 - 1700)
Porque la llamada de Juan Bautista a la conversión y al portarnos bien, no debe llenarnos a engaño. No son nuestras fuerzas, nuestras iniciativas humanas, nuestras penitencias, nuestras virtudes, las que traerán a Jesús; sino la pura y omnipotente misericordia de Dios, que nos regala un don al cual ningún mérito humano tiene derecho y que sobrepasa infinitamente, no solo todo cuanto el ser humano pueda realizar con sus talentos al correr de la historia, sino todo cuanto su inteligencia oscura y su corazón estrecho puedan pensar y desear en sus sueños más inverosímiles.
Como mucho, lo de Juan el Bautizador podrá hacernos atentos al don, dispuestos a aceptar el regalo, pero nunca exigirlo, merecerlo, atraerlo.
De allí que ya desde el comienzo de la profecías mesiánicas, el AT asocie el gran don del Mesías con la figura de una ‘madre virgen'.
Si en la primera lectura que hoy hemos leído el contraste entre el don de Dios y el esfuerzo del hombre se hace casi por medio de una burla, ahora, en la famosa profecía de Isaías, que también hoy el evangelio de Lucas recuerda entre líneas, este contraste se expresa por medio del signo de la virginidad. “He aquí una doncella (‘almah') concebirá”. “Una ‘virgen”' - interpretan los LXX -.
No. El hombre no habrá de colaborar en esta obra. No la petulancia del varón, la agresiva posesión del macho, el ‘principio activo' según las concepciones biológicas de la época. No desde el ser humano. Será la pura pasividad ‘representada' en la mujer, la sola entrega a Dios, el puro abandono a la gracia, la total aceptación del don divino, el solo dejarse hacer y amar por Dios.
“Hágase en mi según tu corazón, según tu palabra”. Eso solo es lo que permitirá que la miseria de la carne humana remonte las alturas de lo divino. No las que alcanzan nuestro ridículos saltitos de hombres, sino las que podamos alcanzar acunados en los brazos, en raudo vuelo, del Espíritu.
Sí, Ella, la más magnífica de las mujeres, se había hecho ‘nada' ante el Señor. Incluso, acompañada por José en su promesa de virginidad, había renunciado a aquello que, para las mujeres israelitas, era timbre obligado de honor: la búsqueda de la fertilidad.
De allí su desconcierto “¿Cómo voy a ser madre si no he conocido varón?” “Ni conoceré”, está incluido, ya que si hubiera tenido intención de convivir maritalmente con José la pregunta no hubiera tenido sentido puesto que el Ángel habla de futuro.
Pero así se cumple en Ella el gran signo profetizado por Isaías “la virgen -la estéril por elecció- concebirá”. Y así esta virginidad no es solo signo en cuanto manifestación extraordinaria de una cualquier partenogénesis en la cual aparece milagrosamente, a partir de un óvulo, un factor “y” masculino. Es, a la vez, el signo por antonomasia de esa disponibilidad plena por la cual un varón o una mujer, precisamente en aquello que para ellos constituye la línea más humana y plena de su realización -la paternidad y la maternidad- renuncian a ello, porque saben que, en la economía de la liberalidad divina, Dios promete -y entonces el hombre se atreve a aspirar- mucho más de lo que lo humano puede dar.
La virginidad consagrada, el celibato, elegido o asumido, es como la renuncia a toda iniciativa puramente humana, casi hasta el absurdo, casi hasta la Cruz. De allí su fecundidad sobrenatural.
En María esa fecundidad se hace total. Su virginidad es la puerta de la suprema fertilidad. La Virgen pare a Dios.
Y esa virginidad a la cual Dios no llama perentoriamente, obligatoriamente, a nadie, sino que es el camino privilegiado de algunos que se hacen, libremente, testimonio pleno de la fertilidad de Cristo y de María. Signos de esa virginidad interior a la cual Dios a todos llama y que es la expresada por las palabras de María: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mi lo que has dicho”.
No: “Cumpliré lo que Tú me dices”, como hasta ahora enseñaba Juan Bautista. No “ Construiré tu templo ”, como quería David. Sino, ahora, ya a las puertas del misterio pleno de la Navidad, en la única actitud en la cual podemos hacernos acreedores del don infinito, “Oh, Dios, que se haga en mi lo que Tú quieras”
¡Preña mi esterilidad de Cristo Jesús!