1984. Ciclo A
4º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 1, 18-24
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, -que traducido significa: «Dios con nosotros»-. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.
SERMÓN
Otra vez, alegremente, en el clima relajante previo a las vacaciones y a las modorras meridianas del verano, con las fiestas encima, todavía en la euforia alfonsinista inyectada masivamente a nuestra gente, otra vez más, nos aproximamos a la Navidad.
Pero, de la Navidad, gracias a Dios, no podemos decir “otra vez llegó la Navidad”, como decimos ‘otra vez llegó la democracia' u ‘otra vez llegaron los militares'. Tal como, cansina y resignadamente, los más viejos exclamamos cuando la inestabilidad de los principios liberales y cada vez más marxistas con los cuales, desde el 53, pretendemos construir una nación, obliga a su periódico rescate por los anticuerpos nacionales que, luego, faltos de luces y verdaderos principios, vuelven a entregar a la nación, cada vez un poquito peor, a las fuerzas de la disolución y del caos, disfrazadas, al comienzo de sus periplos, de ‘legalidad' y ‘libertades'.
No, Navidad no es el ‘otra vez' de un ciclo fatal de progresiva decadencia entre el paro y el masaje cardíaco de un cuerpo consumido por el cáncer. Navidad es el ‘otra vez' de la conmemoración periódica, sí, pero de un hecho definitivo, del trasplante exitoso y permanente, de la solución categórica y total del problema del hombre y de la historia.
Porque la experiencia política -no solo de la historia que hemos estudiado en libros- sino de la que, los que ya tenemos unos años, hemos vivido cercanamente, en donde los papeles se trastocan de tal manera que los que ayer eran delincuentes hoy son héroes y los que fueron héroes hoy quieren ser expuestos en la picota pública; en que los mismos que ayer aplaudieron hoy acusan; en que la misma propaganda que ayer servía para denigrar a unos hoy se utiliza para glorificarlos; en que pareció que se daba lo mejor de sí mismo y al final los resultados fueron tan magros… esa historia, tanto la lejana, como la cercana y la misma historia de cada uno –y no hablo de los jóvenes, los que todavía están por hacerse y casi no tienen historia y son aún pura ilusión y fuerza- digo, para nosotros, los grandes, los viejos, que hemos tenido que reducir tantas ambiciones a la medida estrecha de la realidad y de nuestras propias pequeñeces y hoy nos encontramos ni ricos, ni sabios, ni santos, ni demasiado buenos, ni demasiado malos, ni del todo felices, ni del todo desdichados… Digo, esa historia, toda esa experiencia, más la que se sumará cuando lleguen probablemente años peores, para el país, para nuestras situaciones y, seguramente, los años cada vez más duros de la vejez y de la enfermedad y de la muerte nos habla de ciclos que monótonamente se repiten una y otra vez.
Esa experiencia histórica, que nos habla de frustraciones resignadas, de proyectos siempre cumplidos a medias, de euforias y lunas de miel rápidamente convertidas en ásperas realidades cotidianas, hacen que los “otra vez” tengan el regusto del comienzo de esfuerzos que, de entrada, sabemos que obtendrán raquítica cosecha.
No así Navidad, no así. “Otra vez” puede ser que nos encontremos en lo exterior de la fiesta, un poco más viejos, un poco menos unidos, un poco menos regalados, alguno menos de los que éramos, quizá, pero eso no es sino la cáscara de la conmemoración de un hecho que no tiene desgaste y que se ha dado una vez para siempre y que permanece siempre en su prístina novedad y juventud: la oferta de Dios al hombre de su mismo modo de Vida, de su estatus trinitario, de su infinito rédito ‘per capita', de su confort y tecnologías divinas, de su paz y felicidad sin sombras.
Es verdad que todo eso es ‘Oferta de fin de año', pero es oferta que no hay que pagar. Y no es que tenga descuento, es gratis. Gratis porque Él ‘no quiere' cobrarla, pero gratis, sobre todo, porque ‘no puede' cobrarla, porque no hay nada que pueda pagarla. ¿Cómo adquirir con nada de lo humano lo divino?
Y por eso, vean, Adviento se dice que es el tiempo de preparación, “tenemos que prepararnos”, dicen, para la Navidad, para la venida del Gran Regalador. Pero eso puede entenderse mal: como ‘tenemos que prepararnos para el examen', ‘tenemos que prepararnos para el partido de tenis o de rugby', ‘tenemos que prepararnos para el mañana'… Todas preparaciones que exigen esfuerzo de nuestra parte y de las cuales dependerá el éxito o no de lo que intentemos.
Eso no es el Adviento ni la Navidad. Estaríamos en los “otra vez” de la continuada cadena de nuestros propósitos y desilusiones.
La preparación de Adviento no tiene nada que ver con algo que tengamos que hacer nosotros, sino, al revés, con algo que, por fin, tenemos que dejar que, prescindiendo de nuestros esfuerzos y nuestros talentos y nuestras inteligencias y habilidades, Dios haga en nosotros.
Eso es lo que nos narra el admirable pasaje de Mateo que acabamos de escuchar: el hombre actúa en voz pasiva, solo Dios lo hace en activa.
Y ese es uno de los significados importantes de la virginidad de María aquí señalada. Hoy quizá nosotros perdamos el significado original de esta virginidad por la valoración que de ella ha hecho la tradición cristiana, pero, en el contexto de la mentalidad del Antiguo Testamento dentro del cual aún se mueve Mateo, la virginidad todavía no ha adquirido valor sublimable como hoy.
Más bien la virginidad era como un estado previo que, si no se realizaba en el matrimonio y en la maternidad, equivalía a esterilidad, provocaba desprecio. En hebreo no existe ninguna palabra para designar al célibe; porque era inconcebible un hombre que no se casase.
La hija de Jefté, cuando sabe que va a morir, sale a llorar, no porque vaya a perder la vida, sino –dice el texto literalmente- para lamentar su virginidad (Jueces 11, 37). Jeremías, el profeta, asume el celibato como una señal de la desolación y de la destrucción de Israel (Jer 16, 2).
El celibato, la virginidad como tal, son, para el viejo testamento, en sí mismos, si se prolongan, sequedad, desierto, yermo, esterilidad. Eso es más bien a lo que apuntan tanto el relato de Mateo como el de Lucas. El yermo se hace vergel, el desierto produce plantas, la estéril da a luz, de la virgen Dios produce la Vida.
Hasta de las piedras Dios puede sacar hijos de Abraham (Mt 3, 9). Más aún -como dirá luego Jesús a Nicodemo-: “lo que nace de la carne es nada más que carne y aquí se trata de renacer de lo alto: el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 5-6).
Eso significa aquí la virginidad de María: no hay actuación de varón –que siempre simbolizó la iniciativa y actividad del ser humano– hay pura pasividad, abrirse a Dios, entregarse plenamente a Él. “ Hágase en mí según tu palabra ” (Lc 1, 38). Eso representa la virginidad de María. Desde entonces, pero no antes, -como la pobreza, como la obediencia-, la virginidad puede transformarse, no por lo biológico, sino en su actitud profunda, en signo de una entrega plena a Dios, en una fertilidad que trasciende la fertilidad de lo puramente humano; y, previa al matrimonio, en símbolo de la entrega exclusiva y total del verdadero amor en el sacramento matrimonial.
Aquí no se trata ni de ‘pureza', ni de desprecio del sexo, ni de sexto mandamiento, ni de falta de verdadero amor marital entre María y José, sino de actitud de pobreza y plena humildad frente a Dios y sublimación del amor matrimonial en una misión particularísima y exclusiva de estos dos seres admirables.
Y algo semejante expresa el sueño de José (Mt 1, 20). Es cuando el hombre calla totalmente y cuando inerme se pone en manos de Dios (¿y quién es más inerme y pasivo que el que duerme?) cuando Éste realmente puede actuar en él y transformarlo.
Sí: eso es Adviento. Pobreza, virginidad, silencio. No se pide nada de nosotros, al contrario:, que por una vez callemos, que no hagamos nada, que no tomemos iniciativas, que no mezclemos a la intervención divina nuestros presuntos grandes pensamientos.
Todo lo que hemos hecho hasta ahora lo hemos hecho mediocremente, mal, o, al final, no servirá para nada. Ahora dejemos hacer a Él, seamos vírgenes de mente, vírgenes de odios, vírgenes de proyectos humanos, vírgenes de apetitos bastardos. Durmámonos en los brazos de Dios. Quizá, si así lo hacemos, –a pesar de los parloteos de diputados, senadores y periodistas y de nuestros propios parloteos– logremos escuchar en Nochebuena, a lo lejos, en el silencio de la noche, el arrorró de María a su pequeño Dios de Belén.