1986. Ciclo c
4º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-45
En aquellos días: María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor»
SERMÓN
Quién, sin ningún antecedente bíblico o sin conocer los procedimientos literarios de la época, se acercara a leer el pasaje que acabamos de escuchar, podría sorprenderse de que un texto sagrado haya creído oportuno introducir en su relato un episodio aparentemente tan poco interesante como el de una visita de familia. Con el detalle poco creíble de un niño que, antes de nacer, salta de alegría en el seno de su madre, y el diálogo, algo estereotipado, de dos parientas.
Pero el evangelista Lucas, cuando se pone a escribir su evangelio, está muy lejos de querer transmitir simplemente una anécdota trivial, de entre lo poquísimo que se recordaba de los primeros años de Cristo, tres generaciones después de la Muerte y Resurrección de este.
No se trata tampoco de un episodio edificante: la solicitud de la que va a ayudar a su pariente embarazada. No: Lucas aprovecha lo poco que había podido rescatar, en la tradición de la Iglesia y de la memoria de aquellos, no como un puñado de pormenores de tipo histórico o biográfico sino para dar, a sus lectores, enseñanzas teológicas. Y, para hacerlo, tanto él como los demás evangelistas no cuentan con un lenguaje filosófico ni categorías occidentales griegas, sino que utilizan el vocabulario, conceptos e imágenes que tiene a su disposición y que son, fundamentalmente, los del Antiguo Testamento.
En este pasaje en particular, el motivo, la imagen más importante que esgrime Lucas es la del Arca de la Alianza .
Vds. Recuerdan, en las legendarias épocas del Israel tribal, nómada, esta especie de baúl que se transportaba -por medio de unas angarillas o parihuelas- al frente de la caravana en movimiento o en medio de los guerreros durante las batallas y se guardaba en una tienda en el centro del campamento. Similar a los que, hasta hace poco, usaban algunas tribus beduinas y servían para transportar, en su interior, sus ídolos y fetiches, o para usarlo de pedestal cuando estos ídolos eran sacados a la luz y adorados o transportados procesionalmente sobre ellos. La particularidad del arca o baúl sagrado de los judíos era que estaba vacío . Porque Israel comprendió, desde muy temprano, que Dios no podía ser reproducido por ninguna imagen hecha por el hombre.
Parece, sin embargo, que, más tarde, en ese arca se guardaron las leyes mosaicas que los judíos concebían como las estipulaciones de un pacto o la alianza entre Yahvé-Dios y los judíos. Costumbre, también común en la antigüedad, cuando los tratados entre los pueblos, si eran escritos, se conservaban, para darles consistencia, en el pedestal o al pie de las estatuas de los dioses. Por eso, más tarde, la tradición judía da a este baúl, símbolo silencioso de la presencia de Yahvé entre su pueblo, el nombre de “arca de la alianza”. En realidad, después de Salomón, ya no se vuelve nunca a mencionar el arca y, si se conservó más allá de su reinado, ciertamente desapareció en el incendio del templo por Nabucodonosor, en el 587 antes de Cristo.
Pero, en los antiguos relatos de la monarquía, se cuenta que el Arca de la Alianza sirvió para dar ‘estatus' a la que, a partir de entonces sería la Ciudad Santa , a Jerusalén.
Jerusalén, como Vds. Saben, antes de caer en manos de las tropas de David, había estado más de mil años en poder de los jebuseos, una de las tantas agrupaciones cananeo-fenicias que ocupaban Palestina. Cuando David toma el monte Sion, con Salem o Jerusalén construida en su cima, y la transforma en capital de su reino, las otras viejas y tradicionales ciudades desde hacía siglos en manos de los judíos la miran con desprecio. ¿Qué hace, entonces, David para darle prestigio? Transforma el viejo santuario cananeo de Sion dedicado a El-Elyon -que se traduce por “el Dios altísimo”- divinidad suprema del panteón fenicio, en santuario a Yahvé que queda, así, identificado con El-Elyon. Tanto que Sadoc, el viejo sacerdote yebuseo del antiquísimo santuario continúa en servicio. Para realizar esta transformación David aprovecha que el Arca de la Alianza -el objeto más sagrado de los judíos, el símbolo de la presencia de Dios que durante siglos había sido custodiada celosamente en el santuario israelita de Silo- había sido capturada en una batalla por los filisteos. El hijo de Jesé la recupera y, en lugar de restituirla a Silo, se la lleva a su ciudad, a las montañas de Judá, al monte de Sion, a Salem.
Y aquí viene, justamente, la escena que aprovecha Lucas. Cuando el arca es llevada procesionalmente hacia las montañas de Judá –cuentan las crónica del libro de Samuel- con acompañamiento de alegría y de cánticos, haciendo una pequeña escala de tres meses en el pueblo de Gat y bendiciendo a sus habitantes y David preguntando.”¿Quién soy yo para que sea llevada a mi casa el Arca del Señor?” Luego nos lo muestra saltando y bailando de alegría, invadido por el Espíritu, delante del arca. Finalmente, el arca de Dios, instalada en la ciudad de David, se hace símbolo de la Presencia operante de Jahvé, fuente de bendiciones, custodia de la alianza de salvación, arca o pedestal de la Presencia invisible del señor. Con este acto, a la vez religioso y político, David quiere hacer de la nueva ciudad el centro de la vida de Israel. Cosa que, históricamente, suscita, entre los judíos, no poca resistencia y se logra recién muchos siglos después y cuando ya el arca había desaparecido, dejando apenas recuerdo.
Pero el hecho es que, cuando Lucas nos muestra a María embarazada ya de su hijo, dirigiéndose a las montañas de Judá , suscitando en Isabel la misma pregunta de David: “¿quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme?; junto al clima de alegría y de bendiciones y el ‘baile' o salto de Juan ante María, junto a los tres meses que se detiene con Isabel, Lucas está intentando escribir algo más que una fútil anécdota. Está presentando teológicamente a María y a Jesús con las imágenes del Arca.
Y el texto es tanto más expresivo cuanto que en su griego original se calcan las expresiones con que se describe la escena del arca en el Antiguo Testamento en la traducción griega que Lucas usaba.
María pues es la que nos trae, ahora verdaderamente, la Presencia y Bendición de Dios. La trae personalmente en ese niño que ya está gestándose en sus entrañas y cuya imitación será la única Ley de la Nueva Alianza. Y el relato calla, a propósito, el lugar geográfico de las montañas de Judá en dónde vive Isabel porque, desde ahora, ya no existirá ninguna ciudad santa, ninguna Jerusalén donde ir a buscar a Dios. El Señor está allí a donde llega María trayendo a su hijo; trayendo la definitiva bendición de Dios con el Espíritu Santo y la alegría, que ya no necesitan expresarse, al menos siempre, en saltos exteriores sino que salta ‘adentro nuestro', en nuestro estómago, en nuestro corazón -como las piernitas de los chicos que se mueven en la barriga de la mamá-....
Pero en este texto hay muchas cosas más, que no tenemos tiempo de explicar. Al menos señalemos ésta: en el clima de saludos alegres de gozo y de bendición que Lucas imprime a esta escena, como fruto de esta Presencia definitiva de Dios entre los hombres que trae la Encarnación y que es parte de la Buena Noticia, de la festiva nueva cristiana, Lucas apunta una distinción que, luego, desarrollará más adelante en su evangelio.
Ya los mismo judíos se habían dado cuenta de que no bastaba la Presencia del arca, ni del templo, ni la santidad de la ciudad de Jerusalén, todo fuente de bendiciones para garantizar el “Shalom“, la paz y prosperidad y felicidad de Israel. Esa presencia meramente física no había servido para nada, porque el pueblo no había respondido con fidelidad a su Dios y se había desviado de la Ley. No : no bastaba la bendición de Dios, su mero ‘estar allí', era necesaria la respuesta. Dios Yahvé había estado con ellos, pero ellos no habían estado con Yahvé.
Aquí Lucas destaca fuertemente una distinción parecida. Primero dice -con la gradación de los términos que pone que pone en labios de Israel-: “Bendita tu entre todas las mujeres” , -‘eulogeméne sy en guinaixín' - y “Bendito el fruto de tu vientre”, -‘eulegemeno jo karpós tes koilías sou' -. Y así era, porque ¿qué mayor bendición posible que el don de Dios de constituirla a ella “kejaritomene” ‘llena de gracia' y qué mayor bendición para el hombre que el mismo Dios hecho uno de nosotros para nosotros?
Pero esto no basta. Más tarde lo dice Lucas, con el mismo ritmo de estas frases de hoy, para obligarnos a establecer el paralelismo: “'dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron' le gritó una mujer a Nuestro Señor”. ¿Ven?: el hecho puramente físico, biológico, la bendición ofrecida. Jesús, entonces, inmediatamente, la corrige: “ dichosos más bien -‘makarioi menóun'- los que escuchan la palabra de Dios y la guardan “
Y, precisamente aquí, en nuestro texto de hoy, es esta la dicha que Lucas atribuye a María. Porque, a la bendición primera referida a lo físico “bendita entre todas las mujeres, bendito el fruto de tu vientre“, Isabel ahora agrega, con mucho mayor énfasis: “Dichosa tu -‘makaria'- por haber creído –‘jepistéusasa'-" Más tarde, Lucas insistirá en este aspecto interior diciendo que María guardaba en su corazón todas las palabras que le venían de Dios.
La dicha, la bienaventuranza, la felicidad, es el fruto final, pues, del don de Dios, de su bendición, pero mediante la respuesta de fe , de apertura, del hombre a esa bendición. “Dichoso tú por haber creído”
Porque la bendición de Dios no viene como sobre un objeto muerto, inerte, una medalla, una estampita. Viene al ser humano como una interpelación que exige una respuesta libre, es una oferta, una provocación, un cortejeo de Dios al hombre. Si éste no alza a Dios su mirada agradecida y enamorada, la bendición queda en pura mano extendida, oferta rechazada, novio desdeñado. No se transforma en ‘bienaventuranza', en ‘ makarismos ', en dicha.
Leo muchas inscripciones, en tarjetas, o puestas como carteles en las iglesias durante la época navideña: “Jesús viene a traernos la paz, la justicia, la prosperidad .”En fin, Jesús viene a traernos mucho más que eso: nos viene a traer a Dios. Pero, aún así, nada de lo que nos trae viene como un acto mágico, como un milagro que solucionará todo lo que el hombre no hace más que desarreglar. No. Jesús viene, por supuesto, como la bendición final y definitiva de Dios; pero individuos y sociedades solo podrán encarnar esa bendición en dicha, en makarismós, solo en la medida en que se abran a su don, que crean, que ‘escuchen su palabra y la guarden', que reconozcan su realeza.
No basta con descorchar una botella de Barón B. -o nosotros, los pobres, de sidra- ni armar el arbolito, ni colgar la estrella en el pesebre de papel, ni dar en cadena un mensaje navideño. Porque María, si, ya viene a nosotros trayéndonos, en el Arca de su vientre, la bendición. Frágil parihuela del Señor, que ya se acerca subiendo la montaña de nuestros corazones distantes y quiere transformarnos a cada uno de nosotros en montes Sion, en templos de su Hijo. Pero, para que la bendición del Emmanuel, se transforme en salto de alegría y danza de guerra y de alabanza y, así, nos inunde de verdadera dicha y nos lleve a la eterna felicidad, exige la vibrante respuesta de nuestra fe y del coraje de vivirla.