1987. Ciclo A
4º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 1, 18-24
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, -que traducido significa: «Dios con nosotros»-. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.
SERMÓN
No nos quedan demasiados documentos que describan la vida cotidiana en Palestina en la época de Jesús. Pero algunos datos nos han llegado. En lo que respecta a nuestro evangelio de hoy, sabemos que el matrimonio entre los judíos se realizaba muy tempranamente. La mujer solía casarse entre los doce y catorce años cuanto mucho –después pasaba a ser una solterona- y el varón entre los dieciocho y los veinte.
Pero no hay que pensar de acuerdo nuestras pautas contemporáneas. Razones sociológicas hacían que la educación fuera menos prolongada en el tiempo que en nuestros días -aunque más profunda en lo fundamental- y que se alcanzara la madurez fisiológica y psíquica más tempranamente. Una chica de trece, catorce años ya era una verdadera mujer.
Hoy lo que, ciertamente, se alcanza tempranamente no es la madurez, sino cierta obsesión sexual. La educación nunca termina -si es que alguna vez realmente empieza- y la madurez psíquica es algo ya estadísticamente inexistente, aún pasados los 40 años.
Los muchachos hebreos se casaban algo más tarde que las mujeres -como dije, alrededor de los veinte- porque en el contrato matrimonial debían demostrar su aptitud para poder mantener económicamente a una familia, cosa que no era fácil de hacer a más temprana edad.
De todos modos el José histórico y real de 19-20 años de edad está bastante lejos del anciano que, para mejor custodia de la fama virginal de María, solían pintar, en sus representaciones, los artistas medioevales.
Es así que algunos intérpretes de las escrituras poco versados en las lenguas antiguas pudieron aventurar, de esa manera, la errónea hipótesis de que los “primos” de Jesús, llamados en arameo con el ambiguo término sus “hermanos”, eran fruto de un matrimonio anterior de José, del cual había quedado viudo antes de casarse con María.
Pero las cosas, según todas las posibilidades no fueron así. José y María eran dos jovencitos cuando, en el matrimonio, iniciaron la admirable tarea para la cual habían sido llamados.
Y hablar de tarea, de empresa, de misión, no significa que solamente hubieran encarado su convivencia como un puro negocio o contrato aún de índole sobrenatural. Habían sido novios y desde muy chicos, probablemente, sus respectivas familias habían decidido su matrimonio y –como es de suponer- estarían ciertamente enamorados el uno del otro.
Pero la palabra ‘enamorado' evoca hoy tanta estupidez que parece difícil atribuir este adjetivo a María y a José. Si es que entendemos, claro, al enamoramiento como ese sólo extraño éxtasis adolescente que, fuera de toda norma y razón, sigue al ciego instinto programado por la naturaleza, para hacer caer al hombre en la trampa de la boda con el fin de propagar la especie.
En José y María había mucho más que eso y, de hecho, su enamoramiento supo prescindir de lo literalmente sexual durante todas sus vidas.
Aunque algunos santos, en auténticos matrimonios, los han imitado, sin duda que ésta no es la condición aconsejable ni estrictamente natural de ningún enlace. Pero al menos a los cristianos nos enseña que, si bien, normalmente, el sexo es elemento fundamental y necesario de todo matrimonio, de ninguna manera lo es todo, como pretende enseñar una cierta psicología propagada por los mass media. Concepción perversa que fomenta la superficialidad de la persona y le oculta los veneros del auténtico amor y felicidad; a la larga destruyendo el amor matrimonial. Pero, es claro ¿qué se puede esperar de una sociedad y de una política y de una economía incapaces de dar al ciudadano auténticos valores, a no ser la panacea barata del sexo universal y de supermercado?
En la época del nacimiento de Cristo el movimiento esenio , rival del de los fariseos , saduceos y zelotes , habían fundado comunidades en las cuales la virginidad, el celibato y la continencia se practicaban como un consejo, aún entre los casados.
Era una manera, junto con la pobreza, de renunciar a todo medio humano para alcanzar las esperanzas de Israel, y signo del total ponerse en manos de Dios y creer en una salvación y fecundidad de vida más allá de las meras posibilidades humanas.
Que los esenios influyeron en Juan Bautista, primo segundo de Jesús, es un dato que todos los estudiosos admiten. Así que no es improbable que María y José, en su juventud, hayan vivido en ese mismo clima de espiritualidad e ideales.
Sus respectivas virginidades, pues, fueron parte de esa misión en común que emprendieron. Signo de su ponerse, en calidad total de ‘pobres', junto a Dios. Y signo, también, de su amor mutuo, de su estar enamorados, en el respeto, en la auténtica ‘prueba de amor' de su saber renunciar ¡por amor! aún a la legítima y santa -dentro del matrimonio- utilización del sexo.
Pero hablar de disponibilidad y pobreza frente a Dios no significa de ninguna manera hablar de pasividad. Porque aquí se habla sólo de esa disponibilidad que marca la distancia infinita entre aquello que es capaz de alcanzar el hombre por sus propias fuerzas y aquello que quiere darnos Dios.
Virginidad no es ni el dato fisiológico de la integridad del himen; ni la condición yerma y angustiada de la que nunca tuvo novio por fatalidad.
Como tampoco la pobreza evangélica es la constatación sociológica de un ingreso insuficiente; ni la respectiva fecundidad o eficacia de virginidad y pobreza solo un milagro en contra de todas las leyes naturales.
Aquí lo que importa es rescatar el signo, el significado de virginidad y pobreza. Mostrar hasta la cruda evidencia de ambas actitudes, sobre todo interiores, que la obra definitiva de Dios, el fin de la historia, la divinización del hombre, la convivencia con lo divino, no es algo que el ser humano pueda reclamar como suyo u obtener desde sus propias energías vitales o posibilidades económica, técnicas o políticas. Es algo que ha de ‘recibirse' como gracia, como don, como regalo.
Lo cual no significa que, para abrirse a ese don y para aprovecharlo, el hombre no deba poner en juego lo mejor de si mismo, aún cuando tenga que renunciar a hacerlo -pero como acto ‘propio' y ‘libre' –no impuesto, no sufrido ni protestado- para vivir el don.
El evangelio juega con estas dos perspectivas de la pura iniciativa divina, -de la pura gracia- y de la colaboración humana. Porque José y María y su virginidad y pobreza son signo de ‘su aceptación' de la gracia como gracia, como gratuita, no comprada, no conseguida; pero, de ninguna manera, de su pasividad respecto a ella, ni antes de aceptarla libremente, ni con ella una vez obtenida.
De hecho, si Jesús es el ‘hijo de David', uno de sus títulos mesiánicos, lo es a través de José. Entre los judíos la adopción daba exactamente los mismos títulos de legitimidad que el nacimiento natural. E, incluso, a veces más, porque era algo ‘elegido', querido explícitamente por el padre.
Esto no hay que olvidarlo: si Cristo es descendiente de David, lo es a través de José y ésto lo marca bien explícitamente nuestro evangelio. Aunque, quizá, insistiendo a través de la concepción virginal, cómo, de todas maneras, el mesianismo de Jesús no estrictamente el que esperaban los judíos: mesianismo de salvación temporal, política, dinástica, de la dominación romana. Se trata –como apunta el ángel-, de la salvación de ‘los pecados' –con todo lo que ello conlleva, por supuesto, aún a nivel de la política-. Y no solo para los judíos sino para todos los que entrena formar parte de su Pueblo. “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos los pecados”. Y Mateo volverá a decir que José, una vez nacido el niño, “le puso por nombre Jesús”.
Y esto de poner el nombre –tarea que Dios encomienda a José- era mucho más que darle un apodo. Entre los antiguos, el nombre era casi como una definición de la persona. Lo que la calificaba en su esencia íntima. Poner el nombre era prerrogativa del varón y mucho más que inscribirlo en el Registro Civil. Era señal de autoridad, poder de configuración.
Porque ciertamente José no le habrá dado a su hijo Jesús caracteres genéticos -todos los cromosomas venían de María-, pero sí lo configuró a la manera como el padre configura a sus hijos en el ejemplo, en la formación del superego, en la conciencia moral, en los gestos viriles, en el lenguaje, en el sentido del honor, en las inflexiones de voz y aún en la figura de ‘padre' desde la cual la conciencia de Jesús irá aprendiendo a reconocer la paternidad divina. Qué magnífico padre habrá sido José nos lo demuestra el que Jesús no haya encontrado término más adecuado para llamar a Dios que el de ‘padre'; y, desde allí, se haya ido adentrando en su conciencia de hijo de Dios.
Que José, pues, nos enseñe a ser novios, a ser maridos, a ser padres, a ser cristianos, juntos con María, agradecidos por el regalo de Belén, por Jesús, hijo de Dios, pero también hijo de María y de José.