1990. Ciclo b
4º DOMINGO DE ADVIENTO
(GEP
23-XII-90)
Lectura del santo Evangelio según san Lc 1,26-38
En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin» María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?» El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios» María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»Y el Ángel se alejó.
SERMÓN
Quien quisiera preguntarse sobre cuál ha sido el acto absolutamente más importante de la historia de la humanidad y aún del universo y del cosmos no podría dudar un solo instante: ha sido el momento extraordinario en el cual a una de nuestra raza humana le cupo el aceptar libremente el don, no solo para ella, sino para todos nosotros, de la vida de Dios.
El encuentro del accionar más sofisticado de lo puramente natural: la libertad del hombre, con la generosa entrega de lo propiamente sobrenatural, la vida de Dios.
Porque ¿quien dudará que el acto libre, entre todo lo que pueda accionar la naturaleza, es lo más sublime que ella produzca? Ya así lo afirmaba San Agustín: Dios al crear no solo ha hecho partícipes a las cosas de su existencia sino aún de su mismo poder causal. De tal modo que la dignidad de las creaturas consiste no solo en que simplemente son o existan, sino en que también a su vez puedan causar, ser activas en su existencia, modificar a otros, transmitir la vida, cambiar la realidad. Y esta actividad -que ya se da a nivel puramente físico- se despliega especialmente entre los seres vivos. Es allí, en la biología, donde se subliman las fuerzas de la física y de la química, alcanzando la materia notabilísima dignidad.
Pero, cuando en el ser humano este poder causal no obedece solo instintivamente a leyes físicas, químicas, biológicas, sino que, en las posibilidades de su cerebro -el estado más complejo conocido de la materia- emerge la idoneidad para educir acciones autodeterminadas, autónomas, libres, es allí donde lo material, lo natural, alcanza su máxima plenitud, se hace imagen de Dios, dueño y señor de si mismo y, por ello mismo, señor del mundo.
El libre albedrío es la causalidad, el acto libre la actuación, más nobles que puedan surgir de la pura naturaleza, de los elementos y energías que constituyen el entramado común del universo.
Pero el libre albedrío a su vez tiene distintos grados en la medida de la importancia de lo elegido, de sus objetos u objetivos. Es muy distinto el nivel de libertad que utilizo para elegir una pera en vez de una manzana o un Ford en lugar de un Renault que cuando elijo una carrera, o una mujer, o un estado religioso, o cuando he de optar por una acción honesta que me perjudicará económicamente o una deshonesta que me hará rico.
Y es obvio que, cuánto más alta la jerarquía del acto libre, menos determinada es su actuación y más riesgosa su apuesta. Elegir una pera o una manzana no arriesga casi nada, las dos ya se que son ricas y por otra parte la comprobación de mi posible error en la opción será inmediato y de pocas consecuencias. En cambio la elección de una mujer o de un marido no solo resulta más aleatoria porque uno los conocerá como consortes recién en la convivencia marital sino porque me comprometo en un solo acto para todo el futuro. Lo mismo que entrar en un convento o elegir el oficio sacerdotal. En estas opciones uno se juega en el fondo por algo que no conocerá hasta el tiempo de su ejercicio y en esa única elección determina toda su vida. No se diga nada del optar por el camino de la honestidad y del honor a costa de la prosperidad
Elegir un estudio en las Academias Pitman como mucho, si después no resulta o me doy cuenta de que no me gusta, me puede hacer perder tres o cuatro meses; pero optar por una carrera universitaria no solo me obliga a elegir antes de saber lo que elijo -porque en serio lo sabré solo cuando ejerza- sino que me obliga a insumir cinco o seis años de preparación en los estudios. Cuánto más alto el objetivo de mi libre elección menos seguridades tengo, más riesgos, más determinación he de tener.
Pero son precisamente esos altos actos de libertad los que me van autodeterminando en la existencia. Es mediante la libertad a esos niveles como yo de alguna manera me autocreo, me realizo en la vida, me propongo objetivos y construyo mi destino. Y es en esas magnas elecciones, opciones, donde se juega mi personalidad y mi verdadera libertad; y no en las falsas libertades que nos ofrece el mundo moderno y menos aún en la ridícula de poner cada seis años un papelito con una lista de nombres en una cajita. Que para lo único que sirve es para entregar parte de mi libertad y de mis bienes en manos de los que figuran en la lista.
Pero al fin y al cabo los actos de libertad humanos, por más espirituales que puedan ser, en realidad no solo se cierran en el límite material y biológico de la vida que finalmente perece, sino que están condicionados por esa biología y pueden empantanarse en el colesterol que forra las arterias o desaparecer en el súbito estallido de un vaso en el cerebro o de una trombosis.
Más aún, en realidad cada acto de libertad no solo gasta algo más del combustible que usamos para vivir y que es el tiempo, sino que, en el fondo, aunque nos vayan realizando, de algún modo nos van quitando libertad. Porque siendo abogado, pierdo la libertad de ser médico o ingeniero que tenía cuando me recibí de bachiller; casándome con esta mujer pierdo la libertad de casarme con cualquier otra que tenía antes de llegar al altar; siendo sacerdote no tengo la libertad de fundar una familia que tenía antes de entrar al seminario.
Por supuesto que no hay manera de realizarse sino a costa de determinaciones, de decisiones, y que la libertad de opción que tiene el mármol en bruto para ser transformado en cualquier cosa no es mejor que la determinación esculpida del David o de la Pietá que le presta el genio de Miguel Ángel. Un padre de una verdadera familia, ya abuelo, no tendrá ya demasiada libertad, pero es un hombre realizado.
Aún así que el acto supremo de la naturaleza, que la máxima posibilidad de actuación de la materia, que es el acto libre, tenga, por más alta que sea su apuesta y los riesgos que asuma, el final ineluctable de su propia pérdida o por determinación o por muerte, deja como un sabor amargo al pensamiento.
Y ciertamente todo sería incomprensible, e irrisorio el destino de la naturaleza sublimada en libertad destinada a la nada, si no fuera porque en última instancia la libertad ha sido dada al hombre para una apuesta suprema, para una opción final de máxima jerarquía y por eso de máxima incertidumbre y máxima riesgo que es la de optar por la plenitud divina.
Dios ofrece a nuestra libertad la oportunidad de recibirnos de hijos suyos, de desposarnos místicamente con El, de acceder a su trinitario vivir. Y, allí, nuestra opción no arriesga solo cinco o seis años de estudio, o una forma de vivir o estado, sino que apuesta toda la vida, en todos sus instantes, determinando todas sus opciones secundarias, se pone en actitud de estudiante y de novio por todo su tiempo terreno, porque sabrá y gozará de aquello por lo cual opta y elige recién cuando se reciba, se despose, en el acto pascual de la propia muerte.
Así como uno se entrega a una facultad para que lo guíe en los estudios, así como uno se entrega a su mujer o a su marido para compartir la vida tanto en la adversidad como en la prosperidad, en la salud como en la enfermedad, así uno ha de entregarse a Dios, pero más radicalmente, más íntimamente, más -casi diríamos- alienadamente, si quiere un día acceder a la vida divina. Y allí si vida de permanente y constantemente aumentada libertad, sin determinaciones, abierta a todo, al infinito, a todas las posibilidades de Dios, a todos sus gozos. Libertad que no es amenazada ni por el límite de la opción ni por la muerte. Suprema libertad.
Y vean que Dios no tiene otra manera de ponerse en contacto con lo humano sino a través de su libertad. Porque precisamente el acto de fe, que es el que nos abre a la vida sobrenatural, ese acto de fé mediante el cual pasamos del estado puramente humano al estado de hijos de Dios, partícipes de su vida mediante la gracia, es un acto por excelencia de libertad. Digamos que es el acto supremo de la libertad, porque es el que nos eleva al estado ultranatural del existir trinitario. Y luego ningún mérito, ningún aumento de gracia lo obtendremos sin seguir poniendo en juego nuestra libertad. Solo los actos libres así como son imputables son meritorios.
Pero así como esa gracia que nos eleva al estado sobrenatural no viene sino mediante actos concientes y libres, no por infusión inconciente, así también el contacto con Dios no se hace telepáticamente, fantasmagóricamente, sino a través de la figura concreta, material, tangible, de Jesús, el Hijo de Dios resucitado, y actualmente presente en su Iglesia, en sus sacramentos.
Y tampoco ese don pudo hacerse sino mediante un acto de libertad humana: el que hemos escuchado hoy. Todo el increíble intento de Dios de regalar al hombre la posibilidad de vivir su propio existir trinitario, debió pasar por la libre aceptación de una mujer, María. Ella entrega toda su vida y su fama y su futuro en manos de Dios, se arriesga plenamente, en la oscuridad del misterio, en la incertidumbre que un día incluso se transformará en calvario y en cruz, y en este supremo acto de libertad, de opción, obtiene para nosotros el hacerse Madre de Dios.
Y será siempre al modo de esa libertad de María, a través de nuestro libre albedrío, de nuestra opción, de nuestro conciente y voluntario darnos a Dios, en la fe primero y luego en la esperanza y la caridad, será siempre así como lo divino, lo santo, a imagen de Cristo, podrá crecer en nosotros.
Ella nos lo enseñe y nos ayude en estas navidades a renacer y crecer en la verdadera libertad.