1994. Ciclo c
4º DOMINGO DE ADVIENTO
(GEP 1994)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-45
En aquellos días: María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor»
SERMÓN
Es sabido que los escritos de San Lucas ocupan un lugar importantísimo en el nuevo Testamento. El es el autor, no solo de su evangelio sino también de los Hechos de los Apóstoles. Su obra ocupa el 20 por ciento de nuestras escrituras cristianas.
Él mismo confiesa, al inicio de su obra, no haber sido testigo presencial de los acontecimientos que relata, sino haber procedido a la manera de un historiador clásico, reuniendo diversos materiales y fuentes, y organizándolos en un orden coherente. Lucas pertenece ya a la segunda o tercera generación de cristianos: la de los que, como nosotros, han oído contar los sucesos, sin verlos.
Como todo escritor de aquel entonces, necesita componer un prólogo compendioso y a modo de presentación y síntesis, a todo lo que vendrá después, a partir del bautismo del Señor frente a Juan, que es donde comenzaba, por ejemplo, el evangelio más antiguo que tenemos, que es el de Marcos. Es lo mismo que hacen magníficamente -cada uno por su lado- Juan, en su famoso prólogo, y Mateo, en su evangelio de la infancia.
Así también Lucas escribe, antes de iniciar la vida pública de Cristo en su bautismo, a modo de prólogo, de introducción de la figura de Jesús, su propio relato de la infancia.
Todos sabemos el grande éxito que esta historia ha tenido en la iconografía cristiana. Millares de representaciones artísticas de estos sucesos han quedado en nuestros templos, cuadros y esculturas; sin hablar de los pesebres que no faltan ni deben faltar en ningún hogar católico.
Pero lo que es sorprendente es cómo, desde siempre, para estas épocas, estas escenas dan lugar en casi todas las parroquias y escuelas a representaciones teatrales. ¿Quién no ha hecho alguna vez de pastor, o de rey mago, o de José, o de soldado romano, o de ángel? ¿O la cada vez más difícil tarea de conseguir un burrito verdadero para llevar a la Virgen y el bebe recién nacido, a veces muñeco, a veces verdadero, que se usa como representación del Niño?
Y el que estas representaciones sean relativamente tan frecuentes y hasta fáciles de hacer no es pura casualidad. Según muchos estudiosos modernos, es probable que, para escribir su relato de la infancia, Lucas utilizara, a falta de otra fuente, una antiquísima obrita de teatro cristiana, que, a la manera de pantallazos escénicos, probablemente mimados, sin letra, se hacía para dar catequesis. Obra que iba imbricando, en rápidos cambios de escena y de lugar, la infancia de Juan y la de Jesús: 1ra escena : Jerusalén; de día; anunciación del nacimiento de Juan; segunda escena : Nazaret; de noche; anunciación del nacimiento de Jesús; escena intermedia : montañas de Judá; a la tarde; encuentro de los dos personajes, en la visita de María a Isabel; cuarta escena : casa de Zacarías; de día; nacimiento de Juan; otra escena intermedia : el campo; de noche; los pastores; sexta escena : de noche; Belén; nacimiento de Jesús.
El asunto es que los rápidos cambios de escena, de lugar, de luces, muestran un marcado ritmo teatral; y es muy probable que -según los mencionados estudiosos- éste material básico, tan altamente sugestivo y ameno, llevara a Lucas a querer utilizarlo como el hilo de su teología y presentación de Jesús. Es dentro de este marco dramático que Lucas introduce, amén de su propia teología, los antiguos, también, himnos cristianos del 'Magníficat', el 'Benedictus', el 'Nunc dimitis', que aún seguimos utilizando nosotros en nuestras oraciones.
Uno de los propósitos de esta representación era, destacar la inmensa superioridad de Jesús sobre Juan y, por cierto, su calidad divina.
En efecto: muchos de los relatos sobre grandes personajes del antiguo testamento -piénsese en Isaac (Gn 21, 1-7) o en Samuel (I Sm 1,1-2, 11) o en Sansón (Jueces 13)- habían destacado su providencialidad, su ser instrumentos de Dios, por medio de un nacimiento milagroso: una madre ya entrada en años, o estéril, como Sara o Ana o la mujer de Manóaj, señalan la elección divina al superar milagorsamente esa incapacidad. Los mismos relatos apócrifos del cristianismo, usando este recurso literario, atribuyen un nacimiento de este tipo a la santísima Virgen, no pudiendo Joaquín y Ana, por sus años, tener hijos.
Es ese mismo tipo de circunstancias el que se utiliza para mostrar que Juan es un importantísimo personaje querido por Dios: Isabel es estéril.
Pero esto no es suficiente para caracterizar la figura de Jesús. No basta una madre estéril o una mujer entrada en años, se necesita una imposibilidad absoluta, algo que marque que Cristo es algo totalmente novedoso, completamente fruto de la intervención divina, un nuevo comienzo, en realidad una nueva creación, algo que, más allá de las posibilidades, aún corregidas o rectificadas o sanadas, de la naturaleza, como una mujer yerma o postmenopáusica parturiente, mostrara la pura iniciativa divina, la irrupción de una dimensión totalmente sobrenatural, es decir divina. Mucho más que un milagro.
Es aquí donde adquiere todo su valor la virginidad de María y la importancia que toma ésta en el relato de Lucas. La esterilidad se pensaba que se podía curar; el caso de mujeres grandes dando a luz no parecía tan tremendamente desusado; pero, si había algo totalmente imposible para el ser humano, era que una virgen diera a luz: no se conocía ningún caso de partenogéneis, y si la mitología pagana hablaba de nacimientos de hijos de dioses en vírgenes, esto se hacía siempre por medio de groseras inseminaciones o uniones monstruosas con el padrillo divino.
Nada que ver con lo de María y su virginidad.
Y aquí no se trata de ninguna falsa desvalorización del amor entre el hombre y la mujer, o una desconfianza cualquiera o maniquea al acto matrimonial. En ningún lugar de la Biblia se desconfía del legítimo sexo: al contrario.
Aquí la virginidad fecunda es el signo externo de esa intervención poderosa e innovadora por medio de la cual todo el universo, más allá de sus posibilidades y sus energías naturales, puede abrirse, por la gracia, a la dimensión de lo divino, de lo hipercósmico.
Siendo la virginidad, o el celibato, la negación de lo más importante que puede hacer el hombre con sus fuerzas naturales -dar la vida- se hace símbolo de esa situación de nada, de mendicidad frente a Dios, capaz de hacer saltar a la materia, al cosmos, por pura gracia, al ámbito de lo divino.
Es lo contrario a lo Adámico: el hombre tratando de encontrar el árbol de la vida por sus propias fuerzas, con su sola ciencia del bien y del mal, con la mera naturaleza, personificada en el símbolo de la serpiente.
Eva, de por si, solo puede dar, con su marido, la vida que termina en la muerte. María virgen, diciendo que sí al Ángel -que, contrariamente a la víbora, representa lo divino, lo sobrenatural- es la sola capaz de dar la vida que conduce a la Vida. Eso que nuestras madres cristianas también dan, desde otro tipo de virginidad interior, cuando habiendo hecho bautizar a sus hijos los educan en la fe y aceptan en sus vidas y en las de ellos el anuncio del ángel, el querer de Dios. Esa actitud de apertura a la gracia y de fecundidad sobrenatural que testimonian con sus vidas consagradas los y las vírgenes de nuestros monasterios, el celibato sacerdotal.
Y como se trata de una nueva creación, de un nuevo comienzo, por eso la escena del anuncio a María se carga de mitologemas creacionales. El mismo espíritu que aleteando sobre las aguas preside la creación del universo en el poema del Génesis, aquí aparece aleteando y cubriendo con su sombra a María. La misma nada estéril que es el fundamento del acto creador se revive en la negación de sí de la virginidad. El mismo poder, para quien no hay imposibles, que mantiene el universo sobre el no ser, es el que cubre el seno virginal de María con su sombra.
Y por eso lo que nacerá de ella no será solamente un hombre, sino también el hijo de Dios, el Santo.
Anunciación, en griego, se dice: euangelismós : el buen anuncio, la buena noticia. En realidad es el título que usamos para designar a nuestros libros sagrados: el evangelio.
Adviento y navidad son, pues, tiempo propicio para meditar en ese evangelio, en esa buena noticia permanente que nos da constantemente la Iglesia en nuestra condición de cristianos. La buena noticia de que a pesar de todos los males que puedan aquejarnos, de todas las desgracias, de la amenaza de los años, de las enfermedades, de los fracasos, ya estamos salvados: en María virgen se ha producido el encuentro final del límite del mundo y de la infinitud de Dios. En la virginidad de María Dios ha refundado al hombre para llevarlo a la vida verdadera. Más allá de los confines de este mundo y de su existir precario, lo humano ha saltado a la plenitud de lo divino.
Desde entonces, la vida del creyente, tanto en la prosperidad como en la adversidad, puede abrirse a la calidez del amor de Dios, a su alegría, al cumplimiento de todos sus deseos y esperanzas. Basta que, en Jesús y en María, en virginidad y servicio, sepa decir siempre a Dios: " He aquí el soldado del Señor, hágase en mi lo que quieras"