1998. Ciclo A
4º DOMINGO DE ADVIENTO
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 1, 18-24
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, -que traducido significa: «Dios con nosotros»-. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.
SERMÓN
Hay un momento, hace más de 3.000 millones de años en que la vida en la tierra descubre las ventajas de la reproducción gámica o sexual. Es aquella en que la descendencia no se limita a reproducir las características genéticas de un solo antecesor que se clona a si mismo, sino que mezcla los distintos mensajes de dos células haploides, provenientes de progenitores diferentes, que aleatoriamente llevan, cada una, la mitad del mensaje genético de la especie. Es un eficaz método de recombinación cromosomática que posibilita la evolución de la especie en muchas líneas. Pero el problema fue cómo hacer que ese par de células, de por si independientes, se encontraran y unieran, formando, a partir de un embrión con los dos mensajes conjuntados, un nuevo individuo. El mecanismo ideado fue el educir a través de feromonas, estímulos, atracciones visuales o táctiles y sensaciones placenteras, impulsos de acercamiento y apareamiento entre uno y otro portador de esas células, llamados respectivamente macho y hembra. Como de estos mecanismos de aproximación dependía esencialmente la supervivencia de la especie, debieron ser dotados de una vehemencia y fuerza casi tan poderosa como el instinto de conservación individual y así fueron programados. De tal manera que en todas las especies animales no existen instintos más vigorosos que estos: el de conservación del individuo y el de consdervación de la especie.
En la mayorìa de los animales, empero, el instinto de aparearse es regulado cuidadosamente para que no esté siempre funcionando ya que, de lo contrario, por los impulsos que desata y por la competencia necesaria para que solo se propague el mensaje genético de los más aptos, produce antagonismos terribles entre los miembros del grupo y los distrae de otras actividades también importantísimas para su supervivencia, como por ejemplo, el cuidado y educación de los cachorros. Es por eso que existen acotadas épocas de celo -que cualquiera que tenga una perra o una gata en su casa conoce- donde diversos engranajes biológicos desencadenan temporariamente esta mutua atracción.
Como está muy bien constatado, ¡demasiado constatado! es sabido que el ser humano también es un animal y por ello tambíen en él se hallan estas dos fuerzas primordiales de conservación individual y de la especie. Con la diferencia, en esta última, que las épocas de celo prácticamente son inexistentes y los adultos son siempre hábiles para ceder su mensaje genético. En el ser humano existen otros mecanismos de regulación que le permiten gobernar estos instintos de un modo más sofisticado y más apto en orden a regular mejor las concepciones, con lo cual logra una ventaja evolutiva evidente, además de permitir que el ser humano pueda disponer de tiempo y de fuerzas para actividades superiores y aún para placeres más elevados del campo de la estética.
Estas regulaciones fundamentalmente son manejadas, por un lado, por el neocortex de su cerebro, es decir por su capacidad racional, y, por el otro, por hábitos y costumbres sociales, como por ejemplo -al decir de Lévi-Strauss- el 'tabú del incesto'. Estos tabús y regulaciones sociales son sumamente importantes ya que no siempre la sola racionalidad es capaz de conducir y sofrenar un instinto tan cuidadosamente dotado de poder por necesidad ineludible de la naturaleza. Aunque de hecho, en él, la fuerza instintiva decrece a medida que aumenta la vida consciente.
Pero hay algo más importante todavía. En el hombre, casi todos sus instintos biológicos han sido subordinados a funciones propiamente humanas. Funciones que los elevan -más allá de su eficacia fisiológica- a convertirse en factores de verdadera humanización. Piénsese por ejemplo en el instinto de conservación tanto individual como grupal plasmados en la necesidad de comer o en el de la defensa comunitaria: el primero, el de comer, no solo ritualizado en los hábitos del saber sentarse y actuar en la mesa con educación, sino transformando la comida en un lugar de encuentro, de comensalía, de reunión familiar y amical: no solo en un comedero. La misma eucaristía -nuestro principal acto de culto cristiano- no es sino la elevación, a nivel ya sobrenatural, de nuestro instinto de comer. Piénsese también en el instinto de conservación grupal sublimado a patriotismo, honor guerrero, desfiles marciales, uniformes rutilantes, estandartes. Las epopeyas de la humanidad y sus prohombres durante mucho tiempo se escribieron desde los acontecimientos bélicos. Baste recorrer nuestras historias, consteladas de nombres de batallas y de militares ilustres.
El asunto es que también el instinto de apareamiento en el hombre se pone al servicio de actividades personales superiores. No queda abajado a la pura satisfacción del impulso, ni siquiera a su eficacia como propagador de la especie: en el ser humano se hace instrumento psicofísico, ritual, signo poderoso y tierno, del amor entre personas, entre un hombre y una mujer. Más aún, a la manera del pan en la eucaristía, se hace signo sacramental, en el matrimonio, del amor de Dios, del amor cristiano.
Es verdad, sin embargo, que ese amor, como tal -aún a su nivel puramente natural-, está por encima de su manifestación en la fisiología. El amor humano no se reduce a la mera atracción, seducción mutua, vibración de los sentidos. El amor, para que sea verdaderamente humano, se mueve en las esferas superiores de la inteligencia, de la personalidad y, de por si, no es la búsqueda de uno mismo en el otro, amor de deseo, amor egoísta, sino el propósito lúcido y comprometido de buscar el bien de la persona amada, del ser querido. Más aún el verdadero amor tendría que construirse basalmente sobre la entrega desinteresada de nuestro tiempo, de nuestros bienes -en sus formas superiores, de nuestro propio ser- a aquel o aquella a quien decimos querer.
De tal modo que, desde su raíz puramente fisiológica, 'reptílica' -como dicen los etólogos-, el acto de apareamiento adquiere en el hombre sucesivos valores que lo subliman, lo transfiguran, asumiendo, primero, al nivel 'límbico' proveniente de los mamíferos, la ternura, el sentimiento, el cariño; y, a nivel 'neocortical', racional, consciente, el propiamente amoroso, en el sentido fuerte de la palabra. Allí el actuar genital, ascendiendo desde su nivel unitivo y procreativo fisiológico, a su nivel natural plenamente humano, se hace el signo por antonomasia de la total entrega mutua de dos personas, varón y mujer, abiertos en su amor a la propagación de la vida.
Es a esa entrega -no al encuentro fugaz- a lo que la psicología llama amor marital o matrimonial y que es condición del uso correcto del instinto genético. Toda utilización de este instinto fuera de sus condiciones propiamente humanas degrada su simbólica natural y causa gravísimos desórdenes en la personalidad y en las relaciones sociales, ya que, en el ser humano, no se puede separar lo racional de lo fisiológico, lo psíquico de lo somático. El hombre no es un ser compuesto de dos partes que pudieran funcionar prescindiendo la una de la otra: una corporal, con sus derechos, instintos y pulsiones propias, y otra racional, espiritual, platónica, que podría ignorar a la primera. Tal dualismo es rechazado por el sentido común y por la doctrina de la Iglesia: el hombre es una unidad en donde nunca existe -mientras se mantenga la condición humana de los actos- algo puramente fisiológico en donde no participe su razón, ni nada puramente racional en donde no participen sus sentimientos, su corporeidad, su fisiología.
Un apareamiento que no respetara la integridad del acto y de su simbolismo marital, en el hombre, sería inhumano, y por lo tanto, indigno de él, deshumanizador, despersonalizante.
Que el amor mutuo de un hombre por una mujer eleva el mero actuar fisiológico al nivel de la persona queda inclusive demostrado, en ocasiones extremas, por la renuncia a este actuar aún en los cónyuges, con motivo, por ejemplo, de la enfermedad de uno o de otro, o de la impotencia de uno, o de la imposibilidad de realizarlo en la plenitud de sus circunstancias humanas, o por razones superiores, a veces de índole religioso.
Pensar que José, el joven carpintero de dinastía davídica que se casa con María, no la amaba con todo el amor con el cual un verdadero varón es capaz de amar a una mujer sería pensar muy mal de él. José está enamorado de María. Pero precisamente es ese amor el que lo lleva a respetar en su mujer esa virginidad que para ella y para todos los cristianos se hace signo permanente de su divina maternidad. Hablar de esfuerzos sobrehumanos de José para guardar la continencia o de una forzada castidad, o pintarlo como un anciano sin mayores apetencias, sería ignorar la fuerza de su amor, capaz de llevar naturalmente una abstención que, sin dramas, se hace, en él, señal de su amor viril y apasionado, tierno, humano y, a la vez, sobrenatural, que siente frente a la mujer que ama. Porque la ama como varón, como hombre, es capaz de respetarla como mujer. Buena enseñanza para los novios babosos de nuestra época. No digamos nada de los que ni siquiera son novios, incapaces de comprender este lenguaje.
Solo en una sociedad que ha corrompido el sentido del sexo, lo ha vulgarizado, y lo excita y mantiene constantemente en vilo mediante la imagen, la moda procaz, la propaganda, las justificaciones freudianas, las ideas fijas, la destrucción de los legítimos tabús, el humor lúbrico, la liviandad de las costumbres, desbocando compulsivamente su instintiva prepotencia sobre otros niveles más profundos y más altos del actuar humano, solo en una sociedad así, corrupta, se puede pensar que un hombre y una mujer que aman no son capaces de prescindir de la actualización de sus instintos genitales en aras del verdadero instinto de la sexualidad y del amor humanos.
Este instinto que, ordenado, es en el hombre sublime gesto de amor abierto a la vida y, en el cristiano, sacramento de caridad, desordenado por la libido -por el hambre de infinito innata al ser racional y que equivocadamente se quiere hacer pasar por él- se transforma en uno de los factores más degradantes de las actividades humanas e incapacita poco a poco al hombre para el aprecio de los placeres y valores superiores, al mismo tiempo que le va quitando la libertad. Como decía Santo Tomás, siendo los desórdenes genésicos -por la falta de señorío de la razón sobre ellos, por su impulsividad- apenas culpables, sin envergadura real en su razón de pecado, por sus consecuencias son uno de los venenos más poderosos y extendidos para la salud de la vida del hombre como persona, tanto en el orden individual como en el familiar y social.
En la espera tierna y ansiosa de la venida de Jesús, ya al borde de la Navidad, que María y José, en su amor de varón y de mujer, amadores a su vez de Dios, nos enseñen que solo en un amor bien viril y bien femenino, capaz de sobrepasar la mera genitalidad y aún, a veces, prescindir de ella, es como se engendran en el corazón del hombre los verdaderos bienes.
José y María -¡muchachos enamorados!-; Señor José, Señora Nuestra, ¡Madre Admirable!, ¡gracias por darnos a Jesús!