Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1976. Ciclo B

4º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 21-XII-75)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 1,26-38
En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin» María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?» El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios» María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»Y el Ángel se alejó.

SERMÓN

         Es indudable que nuestra concepción del cristianismo jamás será adecuada a lo que el cristianismo es. ¡Cómo vamos nosotros, pequeñas creaturas, con nuestro cerebro apenas apto para las matemáticas, a comprender lo infinito del Dios que se revela en Cristo!
Por eso no es extraño que nuestra captación personal del misterio cristiano, aun conservando por supuesto substancialmente el mismo credo, vaya variando a medida que pasa la vida. No es la misma nuestra religiosidad de la niñez que la de cuando éramos muchachos o la de cuando somos adultos o de cuando somos mayores.
No es la misma –y dentro de la más perfecta ortodoxia- la relación con Dios de los diversos individuos: unos viven especialmente la paternidad divina y acentúan su condición de hijos de Dios; otros descansan más bien en la vivencia de la amistad y fraternidad con Cristo; otros insisten fuertemente en la mediación mariana. Elementos que ciertamente no se excluyen pero que pueden ir acaparando diversamente nuestra atención a lo largo de la vida.
La riqueza exuberante del cristianismo permite estas diversas aproximaciones formales al mismo e idéntico núcleo del mensaje revelado. Baste ver, a través de los siglos, siguiendo al mismo Cristo, las diversas e individualísima personalidades de los santos y las maneras tan dispares que han tenido de imitar al Señor. Baste ver también las diversas espiritualidades y caminos que han surgido en la Iglesia. Desde la ascesis macerante y torturada de un San Pedro de Alcántara hasta el suave espíritu de infancia de Teresita del Niño Jesús. Desde la condición casi exclusivamente orante de un San Benito o un San Bruno hasta la santidad vivida en medio de la política y de la espada de un Santo Tomás Moro o un San Luis Rey.

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Por eso no es fácil dar fórmulas o recetas de la santidad. Cada cual, en las líneas maestras del evangelio y la tradición, habrá de encontrar, dócil al Espíritu, su propio camino. No hay nada más extraño al cristianismo que moldes masificantes, ni pautas idénticas para todos -al estilo de los uniformes de Mao-, ni recetas por docena. El cristianismo es profundamente desigualitario, personalizante, plenificante, libre. Y es por ello el enemigo número uno de los totalitarismos, los populismos, los estatismos.
De todos modos –no nos desviemos de nuestro tema- la acentuación excesiva, exclusivista y parcial de alguno de los aspectos de la vida cristiana, cuando olvida el resto del conjunto, puede dar lugar a graves errores. Acentuar por ejemplo la Misericordia de Dios olvidándose de Su Justicia –o viceversa-. Insistir en el aspecto de fiesta, de banquete fraterno de la Misa, dejando de lado su aspecto de sacrificio, o la trascendencia a Dios –o viceversa-. Batir el parche sobre el amor al prójimo y la acción, y arrinconar el amor a Dios y la oración –o viceversa-. Pensar demasiado en la tierra y desacordarse del cielo –o viceversa-.
Todas las herejías y errores, tanto en religión como en filosofía como en ciencias, tropiezan de esta manera. Miran uno solo de los factores, desconocen el conjunto, pierden el equilibrio, simplifican los problemas reduciéndolos a nociones parciales, ‘claras y distintas’, dejando de lado los matices, los claroscuros, las contraposiciones orgánicas.

En este sentido uno de los problemas religiosos y filosóficos más difíciles de resolver en teoría y práctica es el de la compatibilidad entre la libertad del hombre y la omnipotencia divina. La acción de ser humano y el actuar de la gracia. Nos movemos aquí en el ámbito de lo paradójico.
El que quiera sumirse en dificilísimas disquisiciones podrá, si quiere, recurrir a las sutiles respuestas de los teólogos. Escapa por cierto a las posibilidades de un sermón el tratar de explicarlo. Empero puede decir que la solución fácil y tendedora es como, en cualquier error o herejía, negar uno de los componentes: o afirmar la total independencia del hombre y la no intervención de Dios o su inexistencia y que todo depende de la voluntad del individuo o sumirnos en el quietismo o el fatalismo que supone que el hombre no es sino pasivo instrumento del querer divino. Hemos de afirmar, aunque no sea fácil explicarlo, que la doctrina cristiana compone ambas afirmaciones: el hombre es libre, por un lado y Dios es omnipotentemente soberano por el otro. Más aún no podríamos sostener la libertad del hombre sin el recurso a la omnipotencia de su Creador. Y, a la vez hemos de defender que el elegir el camino recto depende de nuestro libre albedrío y al mismo tiempo que necesitamos absolutamente de Su gracia.

No voy a detenerme en los errores teóricos al respecto que son muchísimos, pero si quiero referirme hoy a una cierta actitud práctica que es común a muchos cristianos y que corre el peligro de, al menos, deformar nuestra actitud cristiana.
¡Cuántos hay, en efecto, que viven su catolicismo como si éste consistiera solo en una lucha titánica por cumplir una serie de normas y mandamientos, por sujetarse a un cierto camino ético, por prohibirse imperiosamente pecados y desórdenes, por alcanza mediante el dominio de la voluntad un determinado estilo de vida, una perfección planificada de acuerdo a pautas prefijadas, como si todo dependiera de nosotros y de nuestra fuerza de voluntad!
Cristo habría traído un modelo de vida humana, un magnífico ejemplo y nosotros tendríamos que tratar de imitarlo poniendo en juego nuestras fuerzas morales, nuestra libertad, nuestra voluntad. Educar la voluntad sería el eje de la vida cristiana. Hay que apretar las mandíbulas, poner cara seria y adusta, mirar al frente y marchar: uno, dos, uno, dos.
Aparte de la tensión insoportable de una vida así exclusivamente concebida de esta forma kantiana, cuando ineluctable y previsiblemente este cristiano no puede cumplir con lo propuesto y cae, suele sumirse en la más negra desesperación. Viene a confesarse consternado y sospecho que no tanto molesto por haber ofendido a Dios sino por su vanidad herida, porque le molesta a su orgullo el no haber podido cumplir, el no haber podido dominarse. Y, entonces o vuelve a recomenzar angustiadamente en sus propósitos titánicos o proclamándose definitivamente fracasado desmaya en su intención de hacerse santo y se resigna a vivir en la mediocridad o con perpetuos escrúpulos de culpa.

Sin dejar de reconocer el aspecto verdadero aunque parcial de esta manera de concebir el cristianismo, hemos de decir que por sí solos estos elementos no hacen más que reeditar la herejía pelagiana y, además, transforman nuestra religión en no sé qué puro esfuerzo moral, meramente humano, fatigoso, tedioso, destinado al fracaso y hasta diría yo, insoportable.
Porque, vean, si bien el cristianismo es un tender a la perfección que depende dispositivamente de nuestra libertad, fundamentalmente parte de una iniciativa de Dios que nos llama mucho más allá de una meta que podamos alcanzar con nuestras fuerzas y que más que ‘conquista’ supone en nosotros ‘aceptación’ y, como condición absoluta, exige de nosotros humildad, reconocimiento de nuestra impotencia, de nuestra miseria, de nuestra calidad de pecadores.

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Filippo Lippi, hacia 1450, Alte Pinakothek de Munich

No es extraño pues que como modelo de cristiano Cristo haya rechazado absolutamente el perfeccionismo autosuficiente y orgulloso de los fariseos: “Señor te doy gracias porque no soy igual que los demás pecadores, ladrones, mentirosos…” y, en cambio, haya ponderado la actitud humilde del publicano, en el último banco de la Iglesia, inclinada su frente, golpeándose el pecho: “¡Dios mío, ten piedad de mi porque soy un pecador!”
Tanto es así que muchas veces los pecados que Dios permite que cometamos pueden llegar a ser, a través del arrepentimiento y del perdón, una ocasión de encuentro mucho más auténtico con Cristo que el del que orgullosamente cree que no peca y no necesita de la ayuda y del perdón de Dios porque más o menos cumple con los nueve últimos mandamientos. “¡Prefiero una prostituta humilde que una virgen orgullosa!” decía San Agustín. Y el Señor: “No he venido a llamar a los que se creen justos sino a los pecadores”.

Porque Cristo, señores, viene a salvar a los pecadores, a los pobres, a los débiles, a curar a los enfermos, no a premiar a los perfectos, a los atletas, a los estirados, a los impecables. La comunión no es una recompensa a nuestras buenas obras sino una ayuda a nuestra debilidad. La Iglesia no es una sociedad de santos y de perfectos sino un rejunte de miserables y pecadores sobres lo que se derrama consoladora y perdonante, la sangre del Cristo que nos lava desde la misericordia de Dios.
No es el cristianismo empresa de titanes, de perfectos, de fariseos. Es empresa de Dios que solo espera de nosotros el reconocimiento humilde de nuestra pequeñez y de nuestra miseria para transformamos, para llenarnos, para hacernos, entonces sí, llenándonos de Su gracia, perfectos, santos, suyos.

Por eso la escena del evangelio que acabamos de leer es un poco el resumen del mensaje cristiano y María se transforma en el prototipo del católico y de la Iglesia. Su hacer, su empresa es ‘dejar hacer’. No “Haré lo que me has dicho”, sino” Que se cumpla en mi lo que has dicho”.
Su libertad se juega no en un oneroso deporte de voluntad titánica sino en un disponerse a la voluntad de Dios. En el total despojo de sí misma, en esa virginidad inmaculada por la cual se entrega totalmente a ser poseída por Dios, en esa apertura plena que desde el reconocimiento humilde de su pequeñez, permite que el Espíritu engendre en Ella el fruto acabado y pleno de la colaboración de la libertad humana y la iniciativa divina que es Jesucristo, perfecto hombre, perfecto Dios.

En este Adviento que se acaba no hagamos pues muchas promesas, no tengamos demasiados propósitos, sino que, echando una mirada clarividente a lo que somos, reconozcámonos de una vez pequeños y necesitados para que el ‘cúmplase’ de María pueda también salir sin obstáculos de nuestros labios y así la Navidad podamos festejarla no frente a los pesebres de escayola sino en el pesebre de nuestra alma donde, de una vez por todas, nazca Cristo Jesús.

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