2001. Ciclo C
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
Lc 3,15-16. 21-22 (GEP, 07-01-01)
A pesar de la sociedad colombófila, difícilmente exista un animal más sucio y antihigiénico que la paloma común. Distinta de las elegantes y estilizadas palomas criollas o las torcacitas de campo. Por otra parte, invasión foránea, ya que la que mancilla los frentes de nuestros monumentos y templos, pone en peligro en los atrios el vestido blanco de las novias y deambulan por plaza de Mayo y frente al Congreso alimentadas por gente sin nada que hacer, son importadas. (Por el mismísimo Sarmiento dicen las malas lenguas, junto con los gorriones). Su prosapia veneciana no hace perdonar sus desaseados modales.
Esto así, el que en la simbología neotestamentaria el Espíritu divino se represente en forma de paloma causa bastante extrañeza y, a decir verdad, aún los exégetas no están de acuerdo en el porqué de esta atribución. Algunos la remontan al Espíritu de Dios que revoloteaba sobre las aguas primordiales según el Génesis, haciéndose así, en el pasaje de hoy, símbolo de la nueva creación. Otros, por asociación con la paloma que soltó Noé después del diluvio, como si marcara un nuevo comienzo. Otros al "águila que incita a su nidada" según el Deuteronomio (32, 11), invitando a su pueblo a un nuevo Éxodo.
Pero ninguna de estas aproximaciones encaja del todo. Así que, por ahora, mientras no aparezca ningún documento de la época en donde se explique esta identificación, habrá que aceptarla simplemente de hecho, olvidarse de la paloma y referirse directamente a lo que significa el Espíritu Santo.
A este nivel de la revelación el Espíritu habla de esa vida de Dios que, más allá de las fuerzas humanas, el Señor había prometido infundir en los tiempos definitivos. Así como el Espíritu divino se cernía sobre la creación marcando su comienzo y su desarrollo, ahora bajaba definitivamente a la humanidad en Cristo Jesús. De hecho, en esta escena, el agua aparece: es la del río Jordán donde Juan bautizaba. En Juan el lavado con agua quería significar un nuevo comienzo moral, limpieza ética necesaria como condición para recibir al Mesías. Pero eso que en Juan es un mero símbolo de cambio de comportamiento, en el bautismo cristiano se transforma en una mutación radical. No se trata solamente de cambiar actitudes sino de reemplazar, sustituir, trocar, el mismo ser del hombre. El bautizado, de puramente humano, sale renacido a condición divina. El agua tiene aquí un significado iniciático. Al hundirse el cuerpo se significa el morir a la vieja condición. Al emerger, el nuevo nacimiento.
Para los primeros cristianos el hecho histórico de que Jesús se hubiera querido someter al bautismo ético de Juan resultaba escandaloso, por eso le dan diversos contenidos que excluían la humillación que esto podría haber significado. Cuarenta, cincuenta años después del hecho, resultaba imposible averiguar los verdaderos motivos de aquella inmersión. Marcos, que no conoce relatos de la infancia e inicia directamente su relato con el bautismo de Jesús, lo interpreta como el momento de la toma de conciencia de Cristo de su condición de Hijo de Dios y de inicio de su misión. Pero ya Mateo y Lucas, que retrotraen esta revelación a la época del nacimiento y la concepción, le dan otro sentido.
La escena tiene su paralelo con la de la Transfiguración, en donde también hay una voz del cielo que presenta a Jesús como a su Hijo muy querido e incita a los cristianos a escucharlo. Proclamación que, en la iglesia de Mateo, no era ocioso hacer, ya que, olvidados los ímpetus de los primeros tiempos, los cristianos corrían el riesgo de desatender, con el acostumbramiento, el que hubiera que escuchar a Jesús y actuar de acuerdo a sus enseñanzas, no solamente darle culto o rezarle.
El pasaje del bautismo que hemos leído es todavía más mordiente. Precisamente porque se trata de la escena del bautismo, el sacramento de la iniciación cristiana. Lucas no está pensando solo en el bautismo de Cristo y tratando de explicarlo -eso ya lo había hecho Marcos-; Lucas está pensando en el bautismo que se practica en su iglesia y que atañe a todo cristiano. Por eso, en su descripción, quiere mostrar lo que para todos nosotros representa este rito de fe.
Toma, pues, el bautismo de Jesús en el Jordán como figura de nuestro bautismo, el de sus discípulos. Transforma el lejano recuerdo del bautismo de Cristo en teología escénica del sacramento bautismal.
En primer lugar, insinúa, no se trata de un rito mágico. Lucas es el único que apunta frecuentemente que Jesús reza. Precisamente aquí señala que en el momento del bautismo Jesús "estaba orando". Esa oración que es la actitud consciente del cristiano que se abre, en la fe, a Dios, tan distinta de ponerse en una fila para recibir la comunión, a veces casi sin pensar u, otras, cantando cancioncitas sin contenido o en medio del fragor de las guitarras y esperando impacientes que, cuanto antes, termine la Misa para poder ocuparse de cualquier otra cosa. Se recibió el agua, se recibió la unción, se recibió la hostia, y ya está. Eso, dice Lucas, no es recibir sacramentos.
Ni tampoco son las reuniones litúrgicas la fácil sonrisa y momentánea camaradería supuestamente lograda con recepciones, saludos, moniciones y el palmoteante saludo de la paz, -que, a veces, desritualizado, se transforma en recreo antes de la comunión-, o con las actitudes simpáticas del celebrante showman. El sacramento, más allá de sus resonancias humanas, es comunión con lo divino, con lo trascendente, aspecto perdido de tantas de nuestras liturgias deseosas de ganar público como si fueran espectáculos. " Se abrió el cielo " señala Lucas. Allí hay que sentirse, no en una discoteca ni en una peña folklórica, ni siquiera en una mera fiesta familiar o amical. Hemos de intentar ponernos en contacto con lo definitivo, con lo celestial, porque, en última instancia, a ello nos lleva la encarnación, la Navidad , el bautismo: a posibilitarnos el ingreso en el vivir trinitario, en lo celeste que deja atrás este mundo caduco y cerrado en la muerte. 'Abrirse el cielo' es la expresión gráfica que nos señala el hecho de que, mediante Jesús, se ha roto el límite de lo biológico, de lo humano y se nos permite el acceso a la imperecedera existencia de Dios. ¡Tristeza de una celebración litúrgica que nos dejara encerrada en nuestros problemas temporales y que sirviera solo para fomentar una inconsistente fraternidad, justicia social, seguridades personales, o superficiales sanaciones psíquicas o corporales!
También es el objeto -especialmente del bautismo, pero también del resto de los sacramentos-, el infundirnos el Espíritu -la famosa paloma-, para que aliente poderoso en nuestros corazones. No solo espíritu del mundo, de razonamientos humanos, de puntos de vista profesionales o sociales, de arengas socialistoides, de urgencias económicas -basta prestar atención a ciertas prédicas o intenciones de los fieles que se escuchan en algunas misas, transitando exclusivamente planos horizontales-: antes que nada hay que buscar y pedir el Espíritu, es decir el vivir de Dios, la gracia sobrenatural, la santidad.
En realidad aquí se juega la esencia profunda del bautismo como tal: a diferencia de los demás sacramentos que la aumentan o la devuelven, el bautismo da la gracia; es decir, nos hace nacer a la nueva condición de hermanos de Cristo, de hijos de Dios, condición que supera toda posibilidad de la materia, todo alcance de la ciencia humana y de su técnica, todo esfuerzo ascético o moral, que, como tales, nos dejan enclaustrados en lo puramente humano. El bautismo es una transfusión de vida divina, de sangre sobrenatural, de savia de eternidad, que nos hace sobrepasar infinitamente nuestra condición de hombres. La filiación que naturalmente pertenece a Cristo, el Verbo encarnado, se nos participa a nosotros adoptivamente por dignación de Dios, por predilección.
De allí la tragedia del pecado, que puede hacernos regresar a nuestra condición innata; en realidad, sumirnos en un estado peor que el que dejamos. Porque no es lo mismo degradarnos a nuestra antigua situación, que no haber nunca salido de ella. Desde el momento del bautismo dejamos de ser solo lo que somos por nacimiento y pasamos a ser, también nosotros, hijos de Dios. Es mil veces peor la perversión de un hijo de Dios que los desórdenes de un pagano. Y sin embargo, si somos fieles ¡que privilegio!
Siempre, en todos los instantes de nuestra vida, pero también en los momentos de oscuridad, de abandono, de desaliento, cuando todo parece que nos va mal, que las cosas no suceden como hubiéramos querido, que hasta Dios no parece que nos escuche, -aún en los momentos de pecado y aún de abyección, si es que ya estamos pensando en volver-, ¡qué hermoso leer este pasaje de Lucas, pensando que lo ha escrito para nosotros, para que, de vez en cuando, saboreemos las palabras del Padre que, a pesar de todo, nos dice "Tu eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección!"