2002. Ciclo A
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
(GEP 13/01/02)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 13-17
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, íy eres tú el que viene a mi encuentro!»
Pero Jesús le respondió: «Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». Y Juan se lo permitió.
Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».
SERMÓN
No es fácil saber cuándo se originó exactamente la fiesta de Navidad. Es sabido que, ya desde época apostólica, la solemnidad omnipresente, la que la Iglesia festejaba no solo una vez al año -enfática, alborozadamente-, sino todos los domingos era la Pascua, la Resurrección del Señor. Pero, ante ciertos errores, como por ejemplo el 'adopcionismo' o el 'arrianismo' que sostenían que Jesucristo había recibido el título de "dios" -sin ser estrictamente Dios - recién en su Resurrección o en el comienzo de su vida pública, los Padres de la Iglesia, además de declarar dogmáticamente en el concilio de Éfeso que Cristo era Dios desde el instante de su concepción, hacia fines del siglo IV comenzaron a celebrar el nacimiento de Cristo en un día especial, como para que la misma fiesta metiera en la cabeza de los fieles el que Jesús fue Dios desde el primer momento de su vida. Para eso, inteligentemente, utilizaron una fecha pagana, la del solsticio de invierno en el hemisferio norte, es decir el día en que el sol está más lejos de la tierra y la jornada de luz dura menos, pero que, desde ese mismo punto, cuando parecería que se va alejar para siempre como hacia una larga noche ártica, comienza a acercarse otra vez, a alargar de nuevo los días y vencer, con su luz y calor, a las tinieblas, que parecía que se iban a adueñar del mundo. El solsticio, hacia fines de Diciembre, era ya -y desde tiempo inmemorial- un festejo universal en todos los pueblos que veían al sol como una divinidad y por tanto, lo adoraban bajo diversos nombres: Apolo, Amón, Atón, Ra, Marduk, Samah... y así siguiendo.
La Iglesia aprovechó, entonces, esta fiesta antiquísima y la utilizó para reafirmar la fe en la divinidad de Cristo y, de paso, utilizar la simbología del sol para referirse a Él -tal cual lo hace el nuevo testamento- como la verdadera luz que guía e ilumina al hombre extraviado.
Allí nace nuestra fiesta de Navidad, en Roma y occidente el 25 de Diciembre y -por ciertas diferencias de calendario- en Egipto, en oriente, el seis de Enero, aunque con el nombre de Epifanía.
Sin embargo en la celebración del nacimiento de Jesús había matices y riquezas como para desdoblarlo y que justificaron que, finalmente, Oriente en el siglo VI aceptara la fecha del 25 de Diciembre como Navidad y Occidente el 6 de Enero como Epifanía, dándoles a las dos celebraciones significados levemente distintos.
Es que, en occidente, el arrianismo, negador de la divinidad de Jesús, duró más tiempo y por ello la pastoral católica quería insistir en festejar el nacimiento como tal del Hijo de Dios. Por ello daba extrema importancia a la Navidad entendida sencillamente como nacimiento. En Oriente, en cambio, y frente a herejías más sutiles, racionales, gnósticas e influjos de ideologías paganas -hay que pensar que en aquellos tiempos los grandes centros intelectuales, tanto cristianos como gentiles, estaban en Oriente- hubo necesidad de insistir, en cambio, en el nacimiento de Jesús bajo su aspecto de luz, de instrucción, de revelación, de 'manifestación', es decir de e pifanía . No tanto pues el hecho del nacimiento y la encarnación, sino de la manifestación de la verdad divina, de la Palabra del Padre dicha a los hombres y, por supuesto, recibida por éstos e iluminando sus vidas.
De allí que la Epifanía no evocaba solo el nacimiento en Belén, sino la manifestación que Dios hacía de Si mismo en dicho nacimiento y el reconocimiento que hacían de él, por medio de la fe y el bautismo, los cristianos. San Jerónimo, a principios del siglo V, instalado en Belén, afirmaba que el nacimiento de Jesús, aunque fuera el origen de todo, de por si había sido un hecho oculto, privado, y que solo alcanzaba importancia para nosotros en su Epifanía, en su manifestación. De allí que más sugerente que la escena del pesebre, era para los orientales y para Jerónimo, el hecho de su manifestación a los magos y su correspondiente reconocimiento: "postrándose le adoraron y le presentaron sus ofrendas: oro, incienso y mirra".
Empero la Epifanía, en el espíritu de la liturgia, no terminaba ni termina con el reconocimiento de los magos -simbólicos representantes de todos los hombres-. Hay otros momentos de la vida de Jesús en los cuales la manifestación, es decir la Epifanía de Dios, ha sido especialmente significativa. Eso salta de los evangelios. Por eso, desde muy temprano, la Epifanía no se redujo solo a la memoración de la manifestación a los magos, sino también a la de las bodas de Caná, donde Juan dice expresamente que fue el primer gran 'signo' de Jesús por el cual los discípulos creyeron en él; y, también, la gran escena del Bautismo en donde el mismo Dios y el Espíritu Santo manifestaron la divinidad del Hijo de Dios. (Algunas liturgias añadían también, como cuarta gran manifestación epifánica, la multiplicación de los panes) Los que han asistido a Misa durante la semana en este tiempo de Epifanía recordarán que estos cuatro acontecimientos fueron leídos en los evangelios de estos días.
El tiempo de Epifanía se cierra empero y culmina con el recuerdo del Bautismo de Jesús, porque éste concentra en sí no solo la revelación y manifestación de Dios a los hombres en Jesús, sino también el efecto de esta Epifanía, de su navidad, en nosotros.
Ciertamente la Navidad, la encarnación, es por si misma un hecho de proyecciones cósmicas, portentoso: Dios que se hace hombre, que se introduce en la creación, en el tiempo. Este acontecimiento, aunque fuera único en Jesús, en el hijo de María, seguiría siendo el más importante de la historia del universo. Pero la riqueza de la Navidad no quiere tocar solamente a Jesús: quiere llegar a todos los hombres y, por eso, se hace Epifanía, revelación para todos aquellos seres humanos que le reciban en el bautismo y en la fe.
Dios viene en la Navidad objetivamente a salvar a todos los hombres; pero solo puede salvar 'de hecho' a los que, habiéndolo reconocido en su Epifanía, subjetivamente se adhieren a Él. Grave error confundir la universalidad sin excepciones de la redención objetiva, con la recepción libre y subjetiva de ésta por medio de la fe.
En un texto de la " Gaudium et spes ", del Concilio Vaticano II, hay una frase no muy precisa que dice: "por su encarnación 'de alguna manera' el Hijo de Dios se unió con todos los hombres " (22, 12b). Esta afirmación, fuera de contexto -y repetida a veces sin ni siquiera mentar el "de alguna manera"-, ha dado pie a algunos a sostener que basta con la encarnación, con la Navidad, para que todos los hombres ya estén de hecho elevados al mundo de la gracia, de lo sobrenatural. Todos se salvarían automáticamente. No sería necesario dar a conocer a Cristo. Así todas las religiones u opiniones o no opiniones serían iguales. Cristo, incluso, llegaría no solo a los que no le conocen sino aún aquellos que lo rechazan, que son sus enemigos, que persiguen a su Iglesia, que en nombre de sus errores matan cristianos, y aún a los que pervierten al pueblo con su doctrina, su ejemplo y sus medios corruptos de comunicación y, los más primitivos, hasta con sus cimitarras ...
Pareciera así que ya no es necesario ni urgente predicar a Jesús. Las misiones deberían convertirse solo en lugares de promoción comunitaria, de centros de salud, cuanto mucho de 'diálogo'. Los obispos deberían solo proclamar la justicia social, los más conscientes de su oficio, a lo máximo, exhortar a la moral. ¡Guay de señalar que el gran problema es la falta de fe, el estado de pecado, la falta de gracia, el olvido de la vida eterna, la extinción de las virtudes teologales! El concepto "convertir" ya no existe o es mala palabra, en todo caso se usa para el católico pecador que debe enmendar su vida, pero no para el miembro de otras confesiones, de otras 'creencias' -como se dice-, a los cuales hay que dejar en buena fe en su error, llamarlos a orar mezclados con ellos a sus ídolos, jamás mencionarles a Cristo, a la verdad y, mucho menos, señalar la falsedad deletérea de sus caricaturas de Dios con sus consecuencias morales y políticas aberrantes.
Epifanía, otro aspecto de la Navidad, viene a decirnos que no es así: no es suficiente que Dios haya nacido en Belén, que el Verbo se haya unido al hombre en María. Es necesario manifestarlo al mundo en epifanía jubilosa y patente, predicarlo 'desde los tejados' -como dice el evangelio-, anunciarlo a todas las gentes, para que esa oferta universal de vida divina que es la encarnación llegue de hecho a todos. Si la Iglesia, si nosotros, no predicamos a Cristo, su navidad no puede ni por milagro transformarse en Epifanía, salvación de todos los pueblos.
En esta convicción, hacia el siglo V, se inició en Oriente la costumbre de hacer los bautismos, no solo en Pascua y Pentecostés -que eran las grandes fechas bautismales- sino también en Epifanía, a pesar de que algún Papa intentó oponerse a dicha costumbre, a su juicio novedosa. Y, en ese día, se procedía a la bendición del agua, no solo la bautismal sino la que los fieles se llevaban a sus casas en recuerdo del bautismo y que más tarde se llamó agua bendita. Es lo que hemos hecho hoy al comienzo de la Misa. Agua bendita que nos invita a hacer de nuestra navidad, nuestro bautismo, epifanía, luz para los demás.
Así en realidad se llamaba también al bautismo: 'iluminación'. Para uno mismo y, por medio nuestro, para los demás. Y 'día de la luz', ' eméra ton fóton', se calificaba a la Epifanía. Ya que había perfecta conciencia de que la navidad no debía ser solo un hecho oculto, sino luminosa manifestación, epifanía, de Dios a los hombres. La navidad sin la epifanía, sin el bautismo, no trae salvación.
La escena del bautismo de Cristo relatada por los evangelistas -en nuestro caso de hoy por Mateo- tampoco quiere ser solo el recuerdo de un hecho, sino una instrucción, una iluminación, respecto a Cristo y respecto a nosotros los bautizados.
De allí que esta escena a orillas del Jordán sea, más que un relato, una especie de cuadro teológico, de catequesis, en donde Mateo hace explícita la revelación de que Jesús es el "Hijo de Dios". Desde este casi Credo de Mateo no hay posibilidad de reducir a Jesús a un mero profeta, otro Juan Bautista y, mucho menos, a una especie de gurú, de Mahatma Ghandi, de gran hombre, simple maestro de vida, ni revolucionario ni predicador de justicia social ni teólogo de la liberación.
Aún así en Mateo adquiere especial importancia la frase de Jesús: " conviene que cumplamos todo lo que es justo ". Son las primeras palabras pronunciadas por Cristo en este evangelio y, por lo tanto, tienen sentido programático. Debemos "cumplir lo que es justo" nos dice -en este instante de solemne revelación de su filiación divina- a Juan y a todos nosotros.
Pero ya sabemos que lo 'justo', la 'justicia', en Mateo no es lo que nosotros hoy entendemos. Es la fidelidad, en palabras y obras, a la voluntad del Padre. Ser bautizado no será simplemente recibir el agua sino el compromiso profundo de vivir de acuerdo al querer de Dios. Mateo, como buen judío, sabe que no basta decir "Señor, Señor", para entrar en el Reino de los cielos, sino cumplir con lo que Dios nos pide. Al mismo tiempo esa justicia, también en Mateo, es algo que viene de Dios. No se puede cumplir plenamente su voluntad sin la ayuda del Espíritu. La fe, el bautismo, tienen, pues, para Mateo, profundas consecuencias morales, éticas. Pero, para él, la moral en si misma ni sirve para nada en el orden de la salvación ni, aún para sus fines naturales, puede conocerse ni cumplirse plenamente sin la gracia. Predicar una moral sin Dios, sin Cristo, es traicionar el mensaje de Jesús. Hablar solo de los derechos humanos, de la vigencia de la democracia, o denunciar la corrupción, la degradación moral sin, al mismo tiempo denunciar la apostasía de Cristo, la falta de fe, es engañar a la gente y renegar de Jesús.
Por supuesto que Navidad nos "abre los cielos", pero en la Epifanía, en la medida en que por la fe nos ponemos en contacto con el Hijo de Dios y, por el bautismo, somos transformados, adoptivamente, en sus hermanos. Sin esta transformación bautismal, sin esta fe, sin la fidelidad luego en las obras a la gracia, sin nuestro cotidiano ofrecimiento de oro, incienso y mirra, el cielo queda cerrado para nosotros. Nadie, naturalmente, tiene derecho a él ni puede alcanzarlo sin el espíritu de Jesús.
Hoy coronación de la Epifanía, solemnidad del Bautismo del Señor, cuando vemos en la frustración y angustia de los argentinos el fracaso de todo tipo de predicación pseudocristiana, de toda demagogia religiosa y litúrgica, el acabose de tantas falsas esperanzas mundanas alentadas a veces desde los mismos púlpitos, y avizoramos por delante muchos años de austeridad, cuando no -¡lo impida Dios!- de serios desquicios políticos y sociales, volvamos a la verdadera fe, vivamos en gracia nuestra condición bautismal, busquemos con toda la Iglesia predicar a Cristo como Hijo de Dios y, nosotros, hacernos santos. Que esa es finalmente la única meta importante de un cristiano. Para eso nacimos. Para eso hemos sido bautizados.