2004. Ciclo c
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
Lc. 3,15-16.21-22 (GEP 11/01/04)
"¿No sabían que debo estar en las cosas de mi Padre?", ya había dicho Jesús a los trece años a María y a José, desde esa su conciencia humana que, como la nuestra, alcanzado el uso de razón, fue madurando, tomando conciencia de sí y desarrollándose. No hablamos por supuesto del saber del Verbo como Verbo, que no es otro que el saber de Dios y por lo tanto pleno, infinito, inmutable, sin posibilidad de crecimiento alguno -que no necesita- y el cual nunca será comprendido por ninguna inteligencia humana, ni siquiera la de Jesús. " Y Jesús -terminaba Lucas en aquel relato del Señor muchacho en el Templo-, iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres ." Por supuesto habla de su conciencia humana.
Hoy Lucas nos muestra otra etapa de ese crecimiento, en donde precisamente Jesús ahonda, ahora en vista a la misión que emprenderá en su vida pública, su conciencia de la relación filial que lo une con el Padre.
Que ésta haya sido una experiencia fuertísima en su vida y ligada al día del bautismo de Juan, lo demuestra el que los cuatro evangelistas relaten este hecho.
Ciertamente algo pasó, ese día en que Jesús se encontró con Juan el Bautista en el Jordán, que marcó fuertemente su conciencia y el conocimiento del sentido de su ser y de su misión. Ciertamente algo que, en si mismo, no tenía directamente que ver con la ceremonia de ese bautismo primitivo, simbólico, sin mayores consecuencias, que era el Bautismo de Juan. Lucas, en el evangelio que acabamos de leer, lo recalca. Primero porque, adrede, no menciona que Juan haya bautizado a Jesús. No dice "también Juan Bautista bautizó a Jesús", sino "también fue bautizado Jesús", en una voz pasiva en donde Juan desaparece. Y, segundo, porque no es en el bautismo cuando se abre el cielo, sino después -un 'después' bien marcado por los tiempos de verbo en griego- " cuando estaba orando ".
No se trata, pues, de una mera escena teológica, simbólica. Allí sucedió algo realísimo. Lo destaca Lucas cuando habla del espíritu divino que baja -dice- 'en forma corporal'. La gente tiende a pensar que la forma 'corporal' es la de la paloma. No es lo que dice Lucas: fue un 'impacto real', eso dice, y bajó no en 'aspecto' de paloma, sino en todo caso, 'a la manera' en que baja una paloma. Todos hemos visto bajar una paloma: no cuando se lanza como una saeta sobre una miga, un maíz, sino cuando, como suspendida en el aire, se va posando suave y firmemente, para descansar. Pintar, pues al Espíritu Santo, como una paloma, no es lo que -por lo menos Lucas- dice. Y la verdad es que nadie ha encontrado, ni en la tradición judía ni extrajudía, algo que la paloma, como tal, simbolice y pueda tener algo que ver con el Espíritu Santo. Seguimos figurando al Espíritu Santo como paloma, solo por costumbre, sin demasiada relación con ella.
De todos modos, aquí, lo que Lucas quiere recordar es la experiencia fortísima y realísima que aquel lejano e imborrable día iluminó vigorosamente la conciencia de Jesús. Pero el modo pausado de posarse de la paloma nos dice que esa experiencia no fue simplemente una sensación, un fervor subitáneo, un éxtasis, una moción extática, una conmoción tipo cursillista o carismática, sino asimilada, entendida -racional, inteligentemente- en la voz del Cielo, la voz de Dios -ya sabemos que, entre los judíos, 'Cielo' es sinónimo de 'Dios'-: " Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección ."
Era mucho más que las palabras de Jesús a sus padres en el Templo. Una cosa es que él diga 'Dios es mi padre' y otra que, en esta intuición lúcida y maciza, él oiga que Dios le dice: "Tú eres mi Hijo". Ser dicho por el padre, ser llamado Hijo, ser declarado, nombrado, Hijo, es -en la mentalidad bíblica- realmente ser engendrado por Dios, ser 'verdaderamente' Hijo de Dios. Y, aun cuando su conciencia todavía no lo supiera, lo era desde el mismo momento de su concepción.
Será de esta conciencia de Jesús, avalada por el decir paterno, y probada luego, en la definitiva filiación de la Resurrección y Ascensión a la derecha del Padre, la que dará origen a todo lo que sabemos de Jesús y cómo es verdadero Dios y verdadero hombre. El hombre unido a Dios y asumido a su naturaleza y por ello 'engendrado por El'.
Solemos escuchar por allí que "todos los hombres somos hermanos". Lo cual, en sentido lato, es verdad, porque todos somos 'hijos de hombre', tenemos el mismo genoma, el mismo número de cromosomas. Si somos monogenistas hasta podemos afirmar 'todos descendemos de un primer hombre', o 'de una primera pareja' o 'de la Eva africana' o, en el mito hebreo, de Adán, o cosas semejantes.
Podíamos decir, también -en una época al menos-, "todos los argentinos somos hermanos", porque, de alguna manera, habíamos sido informados por los ideales y formas de pensar de los padres de la patria, poseíamos en herencia una misma fe, una idéntica cultura, un mismo territorio. Hoy, apenas nos queda lo último. Es la paternidad lo que hace a la fraternidad de los descendientes. Como la patria a la hermandad de los que viven bajo una misma bandera.
Pero podemos hablar de muchas formas de paternidad, ya menos precisas, como que: Beethoven es el 'padre' de la Novena Sinfonía; Leonardo el 'padre' de la Gioconda; Oppenheimer el 'padre' de la bomba atómica... El concepto amplio de 'paternidad' alcanza incluso a designar la que ejerce Boca sobre River.
Pero, estrictamente, 'padre' es quien transmite su misma naturaleza a su prole. El hijo tiene la misma estructura genética que su padre. Cada uno lleva la misma definición específica que su padre: 'mi padre es hombre, ser humano', 'yo soy hombre, ser humano'. En este sentido estricto yo no puedo ser padre, ni hijo, ni hermano de un perro, ni de una hormiga, ni, rigurosamente, de las cosas que invento, hago o fabrico... solo en un sentido muy amplio, analógico, traslaticio.
Por eso es, de todo punto de vista, incorrecto decir que Dios es Padre de todos los hombres. Sabemos que de dioses no tenemos nada, nuestra definición, nuestra naturaleza no es la naturaleza de Dios, sino del hombre: somos creaturas, finitos, mortales, 'homo sapiens', con un código genético bien definido que de ninguna manera es el código genético o la definición, o lo que sea, de Dios. Dios es, en todo caso, 'el creador de los hombres', de ninguna manera su padre.
Y, sin embargo, sabemos que la creación del universo y del hombre no tendría ningún sentido si éste quedara cerrado en si mismo, en su límite, en su insalvable finitud, en su futuro entrópico, en su definición, en el cero absoluto que tarde o temprano le espera. Dios ha creado al universo y en él, al hombre, no para que se 'termine' o 'acabe' en el hombre, sino para que éste pueda llegar a Dios. Y no puede llegar por sus meras fuerzas: solo puede alcanzarLe, si Dios, de alguna manera, lo hace Su hijo, lo eleva a Su naturaleza.
No: los hombres no son de por sí hijos de Dios. Pero Dios puede hacerlos sus hijos, si -por ejemplo- poniendo 'toda su predilección' en uno de ellos, lo hace tal. Y eso lo ha hecho en Jesucristo.
Porque de naturaleza humana, plenamente hombre; pero, al mismo tiempo, porque unido a Dios, plenamente Dios. Por eso Jesús puede ser llamado verdadero Hijo de Dios. El es el "Hijo muy querido, "en quien Dios, su Padre verdadero, tiene puesta toda su predilección". Jesús, 'hijo de hombre', como nosotros, pero también, sin mezcla, sin confusión, como definió Nicea, ' omooúsiov to Patrí ', 'unius substantiae cum Patre', 'consubstancial al Padre', "hijo -pues- de Dios".
En Jesucristo, ya no solo hijo de hombre, 'ben Adán', sino 'Hijo de Dios', se rompe el límite de lo humano, se 'abren los cielos' -como dice Lucas-, y toda la creación alcanza su fin, que es unirse a Dios. En realidad, llevando a su colmo ese primer mandamiento que define la verdadera vocación del hombre, 'amar sobre todas las cosas a Dios'.
Esa relación única que existe entre Jesús, el hijo de Dios, y su Padre, Dios, se extiende de alguna manera a todos aquellos que nos unimos a El por medio del bautismo de Jesús. El bautismo de Jesús, no el del Bautista. El bautismo de quien es capaz de bautizar, no solo con agua, sino con Espíritu Santo y con fuego.
Más allá de nuestra naturaleza humana -la que nos transmiten los genes de nuestros padres, la 'carne', la biología- se nos da, en el bautismo, la 'gracia santificante', la que nos hace 'santos' en el sentido original de la palabra, partícipes de la vida de Dios, preñados de eternidad, iluminados, 'divinizados' -como les gustaba decir a los teólogos griegos-. Ahora sí 'hermanos', en el sentido pleno con que usa la palabra el evangelio de Juan, en una hermandad con el Hijo de Dios que, a este nivel, no alcanza a todos los hombres -aunque querría alcanzarlos y para eso están las misiones-, porque solo se refiere a los que, por esa gracia santificante, se han convertido, mediante el bautismo, en hijos adoptivos de Dios.
Jesús es el 'unigénito' o el 'primogénito', sostienen alternativamente los autores del Nuevo Testamento. Siempre será nuestro hermano mayor, verdadero hombre como nosotros, pero verdadero Dios, unido a -y siendo él mismo- Dios. Nosotros nunca seremos Dios -a pesar de que muchos se la crean- pero sí partícipes de su naturaleza y, por lo tanto, al menos 'adoptivamente' -al decir de Pablo- verdaderamente hijos. " Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios ", dice Jesús, en el evangelio de Juan, marcando la diferencia.
De todos modos, el domingo de hoy quiere cerrar el tiempo de Navidad y Epifanía -mañana retomamos el 'tiempo durante el año'- señalándonos lo que la Navidad ha significado para cada uno de nosotros: la transformación, el renacimiento, por el bautismo -nuestra personal Navidad- de hijos de hombre, en hijos de Dios. Ya no encerrados en nuestra condición mortal, en nuestro límite de piel, genes y neuronas, sino inseminados por la gracia, clonados en Jesús, llamados a la vida eterna, humildemente dignos de tratar a nuestro Dios y creador ¡como Padre!, ¡de rezar el 'Padre nuestro'!, llamados a vivir de acuerdo a esa nuestra noble aristocracia y dignidad cristiana, y destinados a heredar al imperecedero y pleno vivir divino.
De nada nos hubiera valido nacer como hombres, si, navideñamente, en el bautismo, no hubiéramos podido renacer como 'hijos de Dios'.